Ringo Bonavena hubiera cumplido este domingo 80 años. Nació en Parque Patricios el 25 de septiembre de 1942 como el sexto hijo de la gran familia que formaron su padre Vicente y su madre, la inolvidable doña Dominga. Y cuesta imaginarlo octogenario, manso y rodeado de sus nietos a él que fue un porteño pillo, antiperonista pese a su origen laburante, machista y racista recalcitrante, dueño de una lengua agudísima y una picardía de barrio en desuso. 

En los 60 y los 70, al amparo del poderoso imán que ejerçía ante los medios, Bonavena dijo sobre las mujeres, el sexo y la política, cosas que ahora no hubieran sido toleradas y que antes provocaban sonrisas o pasaban de largo. Si sobre los rings, Ringo fue uno de los exponentes máximos de la guapeza y el coraje, debajo de ellos debe reconcerse que nunca pecó de hipócrita: dijo lo que pensaba sin importarle las consecuencias.

Pero no tiene sentido evaluar a aquel Bonavena deslenguado con la mirada de ahora. Pasaron ya 46 años de su muerte, el 22 de mayo de 1976 a las puertas del burdel Mustang Ranch en Reno (Nevada) y todo es diferente: el mundo, el país, las costumbres, los modos de pensar, el periodismo. En su casa y en el barrio, Bonavena era el "Titi". Ringo, en todo caso, fue el personaje mediático que él fue construyendo para hacerse rico y famoso. "A Ringo Bonavena lo hice yo. Los boxeadores ya no somos más gldiadores, ahora somos artistas", dijo alguna vez en uno de los tantos reportajes a los que se prestó. Y lo que hizo y lo que dijo, con el correr de los años lo fue transformando en uno de los boxeadores más queridos y recordados. Nunca salió campeón del mundo, siempre perdió la pelea que tenía que ganar y tampoco fue un tipo virtuoso. Pero por esos duendes extraños que se alojan bien adentro de la memoria, Bonavena hoy tiene el perfil inconfundible de un ídolo popular.

Ringo les pertenece a todos o casi todos. Y lo recuperan culturas diferentes: su nombre y su leyenda convocan a los viejos, los jóvenes, los tangueros, los rockeros, los murgueros de Parque Patricios y hasta las tribus lejanas del heavy metal. Lo veneran hasta quienes no lo conocieron porque nacieron treinta años después de su partida. Acaso porque representa una porteñidad en extinción. O porque a la hora de la verdad, con todo el país mirándolo, puso el cuerpo, fue más allá de su coraje y con tal de ganar, no le importó perder por nocaut ante Muhammad Alí, en la irrepetible noche del 7 de diciembre de 1970.

En esa noche unánime, en esa Buenos Aires abandonada a la suerte de un espectáculo deportivo impar (tal vez uno de los cuatro o cinco más importantes de todos los tiempos) se explica gran parte o todo el fenómeno de la vigencia de Ringo. Las calles se vaciaron y Canal 13 marcó 79.1 puntos de rating porque millones de argentinos querían ver como un bocón como Alí escarmentaba a otro bocón como Bonavena que a muchos les resultaba insoportable e irredimible.

Pero al cabo de aquellos 15 rounds imborrables, debieron morderse la lengua. Ringo regó el cuadrilátero del Madison con el más corajudo de sudores, lo hizo temblar al gran ex campeón de todos los pesos, hizo vibrar al país como pocas veces antes y después, y sólo se fue a la lona en el último round, después de una de las más notables manifestaciones de guapeza y honor deportivo que se hayan visto sobre un cuadrilátero. 

Fue tan grande lo de Bonavena aquella noche que ya no importó el después. Ni sus 15 peleas posteriores, ni los desarreglos de una vida turbulenta ni las razones nunca debidamente aclaradas de por qué fue a terminar sus días cerca de un mafioso como Joe Conforte y lejos de una familia a la que quiso (y que lo quiso) con locura. Si Ringo no hubiera sido el que fue, si hubiera quedado conforme con aquella noche de gloria a pesar de la derrota, tal vez nunca habría recibido aquel tiro del final a las puertas del Mustang Ranch, habría envejecido sin callarse nunca la boca y en el día de su 80º cumpleaños, estaría recibiendo los saludos de una Argentina que aprendió a quererlo después de muerto.  

Pero la historia fue como fue. Cuando lo mataron, a los 33 años, Ringo ya había ido y había vuelto, ya lo había hecho todo, lo tenía todo y sabía que la historia le había guardado un lugar. Pero no sabía que le habían reservado otro en el corazón de la gente. Aún de aquellos que no habían nacido cuando él peleaba. Y que, más allá de sus costados más criticables, aún hoy reconocen en Bonavena a un tipo auténtico y sin dobleces. Que dejó el pellejo arriba de los rings. Y que abajo, dijo lo que pensaba porque era el más incorrecto de un tiempo incorrecto.