Hasta allí acompañó a su personaje; no quiso definir su destino.
Por eso Juan no “se fue”; el verbo no cerraba la acción, Juan “se iba”. Lilia Ferreyra.

Nota de Cristian Vázquez en Letras Libres.

Tengo recuerdos que a veces ni se tocan. Recuerdos que caminan por la cornisa de lo real. Se mezclan con lo que pude o puedo llegar a imaginar. Se cruzan con los sueños o las pesadillas, o con el deseo que todos los que estábamos ahí teníamos: escapar. Recuerdo que abrieron la puerta con un golpe en seco. La luz entró caliente hacia donde estábamos. Entró violenta. Entró clara. Era demasiada luz. Me tapé los ojos y oí el golpear del picaporte contra la pared. El desquebrajarse de la puerta volviéndose astillas y los pasos que bajaban la escalera. Porque nadie subía a menos que lo arrastraran. Y así fue.

Estaba aturdido por los ruidos y ciego por la luz. El aire seco nos mareaba. Llevábamos mucho tiempo ahí abajo. Era un sótano chico. Demasiado. Al principio contábamos los días por una tenue luz que se filtraba a través de las hendijas de una ventana tapiada. Pero el hambre, la sed, el frío, la humedad y los días nublados se encargaron de despistarnos. Éramos varios, hombres y mujeres. Gritábamos y nadie respondía. Suplicábamos y nadie respondía. Dejamos de hablarles y hablábamos entre nosotros. Callamos. Distinguíamos cada ruido. Perdimos la palabra.

Uno de ellos me levantó del pelo. Las piernas me temblaban un poco por miedo y otro poco por hambre.

-Te necesitan arriba -me dijo con el mentón en alto.

Me arrojó una camisa celeste y con un guante sudado me agarró del codo levantándome. Me toca a mí, pensé.

A cuatro escalones del descanso la luz parpadeó. Levanté la cabeza y vi bajar a dos de ellos con un cuerpo en una camilla. Bajaron a otro, pensé. Llegaron al descanso y reconocí el cuerpo. Era él. Era Rodolfo. Era él, sin los lentes. Mi corazón empezó a acelerarse. ¡Rodolfo! Grité.

Me desperté en la 52. La última oficina del segundo piso en el ala derecha.

-¿A quién viste? -me preguntó uno de ellos desde la puerta.

-A Rodolfo -le dije-. Era Rodolfo Walsh.

Apreté los ojos cuando me dio la luz del amanecer en el suelo de la 51. Ahora en el ala izquierda. Dormía entre vidrios rotos de cuadros y espejos. Los habían sacado, no querían que nos viéramos, que los veamos a ellos. Ninguna pared debía tener enmarcada la figura o la sombra de las personas que transitaban por esos pasillos. Pero no me olvidaba de Rodolfo. Pensaba si estaría vivo o si lo habrían fusilado. Si lo estaban torturando o si se encontraba encerrado en alguna oficina.

-¿A quién viste?- volvieron a preguntarme desde la puerta.

-A nadie, no vi a nadie -les contesté.

-¡Vamos! Te necesitan.

Me cargaron entre dos hasta la 19. Estaba débil. Era el primer piso. No sé qué ala. Supongo la izquierda. Me dejaron comida y agua.

-Te vas a quedar acá hasta que llegue el Coronel -me repetían.

Pasada la cena el Coronel no llegaba como no llegaba el sueño o la tranquilidad. Las luces del pasillo y el reflector junto a la ventana me llamaban la atención. Entrarán, pensaba. La sombra pasajera del vigía -en su guardia- me hacía voltear cada siete golpes que daba con la uña del dedo índice al suelo. Me encontraba tirado en él sin poder despegarme. Esa cercanía con la madera me generaba una extraña calidez. Cinco… seis… siete... vigía. Pensaba en la soledad. Cinco… seis… siete… vigía. En la ausencia. Cinco… seis… siete… vigía. La muerte.

Me arrastré hacia un escritorio oxidado junto a la ventana para dejar de ver la puerta. Estaba lleno de papeles y portafolios. Necesitaba dormir. Quería taparme y agarré una pila de diarios, recortes, apuntes, fotos y bocetos que estaban atados con dos cintas rojas. Ahí lo encontré de nuevo. Volví a encontrarme con Rodolfo.

“Juan Antonio lo llamó su madre. Duda era su apellido. Su mejor amigo, Ansina; y su mujer, Teresa”. Tenía su cuento tapándome la cara. Estaba tapado con sus borradores, notas de citas, gacetillas de la CGT. Agarré el resto de papeles que quedaba entre las cintas rojas, lo giré, y en la base, en el encuentro de las cintas, había un papel pegado con las iniciales “RW”.

El protagonista del cuento, Juan, soñaba con cruzar el enorme río de la Plata para vivir del otro lado, en las casas blancas donde se ponía el sol. Una mañana el río se vacía, Juan se lanza con su caballo en búsqueda de la otra orilla. Los vientos cambian de sentido, el agua vuelve, y el relato termina ahí. Intentando. Pero no terminó ahí. Llegó el Coronel cuando el sol quería asomarse. Entró rabioso. Entró rengo. Entró borracho. Entró solo. Levantó por dos patas el escritorio tirando todo lo que había arriba. Lo bajó rápido y brusco. Se acercó tres pasos, dos cortos y uno largo. Se puso firme. Me miró desafiante con esos ojos color ámbar, irritados, con pupilas dilatadas por la exaltación. Siguió acercándose hasta quedar como un espejo y, sin darme cuenta de que había desenfundado, la sentí apoyada en la sien. La sentí fría y liberadora. Temblorosa pero decidida.

-Lo necesito -balbuceó-. Quiero todo ahí. -Señaló una hoja en blanco que había apoyado en el escritorio.

Sacó una lapicera negra del bolsillo derecho de la camisa.

-Todo ahí -balbuceó nuevamente.

 

Escribí. ¿Qué podía hacer? Agarré la lapicera negra y escribí: Juan se iba por el río.