OPERAS EN EL TEATRO COLÓN - 8 puntos

Los siete pecados capitales, ballet cantado de Kurt Weill y Bertolt Brecht.

Elenco: Stephanie Wake-Edwards (Anna I), Dominic Sedgwick y Egor Zhuravskii (hermanos), Adam Gilbert (padre), Balise Malaba (madre) y Hanna Rudd (Anna II, bailarina).

El castillo de Barbazul

, de Béla Bartók y Béla Balasz.

Elenco: Károly Szemerédy (Barbazul) y Rinat Shaham (Judith). Puesta en escena: Sophie Hunter. Orquesta Estable del Teatro Colón. Dirección musical: Jan Latham-Koenig.

Martes 27 de setiembre, Teatro Colón. Repite viernes a las 20 y domingo a las 17. 

Los siete pecados capitales y El castillo de Barbazul surgen, cada una a su modo, de los escombros de dos civilizaciones: la de la Mitteleuropa de razón imperial y la de la ópera de aspiración burguesa. Tanto la de Kurt Weill y Bertolt Brecht cuanto la de Béla Bartók y Béla Balasz, son obras límites, compuestas al borde del vivir que se derrumba, entre los albores de la Primera Guerra Mundial y el ascenso del nazifascismo. La temporada lírica del Teatro Colón las presentó en tándem, en una producción que se estrenó el martes -quedan funciones el viernes a las 20 y el domingo a las 17- y que contó con la dirección musical de Jan Latham-Koenig. Una combinación atinada de dos obras en muchos sentidos divergentes, acopladas por el hilo sutil de la muy buena puesta en escena de Sophie Hunter.

Los siete pecados capitales, estrenada en París en 1933, no es una ópera, tampoco un ballet ni una cantata. Tal vez resulta mejor pensar en todo eso junto, sintetizado en una larga y articulada canción, bailada y cantada sobre lo que más que un argumento termina siendo una sucesión de sensaciones que al engancharse van delineando el destino de Anna, enviada por padres y hermanos a dar vueltas por Norteamérica para buscar el dinero que sirva para construir la casa familiar. La puesta de Hunter hace de carencia virtud. Ensambla las breves escenas en un continuo rítmico de gran impacto visual, con recursos de video, efectivo diseño de luces y un escenario despojado en el que la coreografía de Ann Yee, interpretada por la excelente Hanna Rudd, la Anna sentimental, asume un papel fundamental.

La otra Anna, la misma pero más racional, fue Stephanie Wake-Edwards. La mezzosoprano británica no logró reflejar ese placer ambiguo que produce la música de Weill, entre el cabaret, el jazz y la tradición salonera europea. A menudo su voz, de timbre poco atractivo, quedaba cubierta por la orquesta y a veces por su propio vibrato. En contraste, el bajo congolés Blaise Malaba, en el rol de la madre, fue un solista sólido y una excelente base sobre la que se asentó el coro familiar. En definitiva fue la puesta, dinámica y colorida, lo que salvó a una obra híbrida en su naturaleza, cuya prédica contra la infamia del capitalismo, que hoy se escucha más cerca de algún museo del malhumor proletario que de las instrucciones para el Hombre Nuevo, ya no inquieta. Tampoco al público del Gran Abono -donde se supone puede haber algún campeón del capitalismo criollo- que aplaudió a rabiar.

El castillo de Barbazul.

El gran momento de la noche fue El castillo de Barbazul, obra maestra de Bartok. Compuesta en 1911 y estrenada recién en 1918, es su única ópera. El compositor utiliza un libreto en el que Bálasz elabora un clima simbolista muy personal, con elementos de la fábula que Maurice Maeterlinck escribió sobre el cuento de Charles Perrault. “Mirad como yo os miro”, dice el bardo que introduce la obra, en esta puesta representado por una voz en off. Sobre la escena despojada, sugestivamente atravesada por efectos de brumas medievales creados por proyecciones -otro gran trabajo de la videasta Nina Dunn-, se eleva la gran pupila, la que todo lo mira y por donde todo pasa. Debajo, sobre un disco, están los personajes de un viaje inmóvil, los artífices de esa sombría forma de amor que atraviesa siete puertas: Barbazul, interpretado por el barítono húngaro Károly Szemerédy, y Judith, en la voz de la mezzo israelí Rinat Shaham.

En una escena atravesada por gestos mínimos y sugestiones y ante un libreto que insinúa más de lo que dice, la música es el elemento concreto. La sobresaliente labor de los cantantes encontró correspondencia en la lectura implacable de Latham-Koenig, que sacó lo mejor de la Estable. Una alianza perfecta para una obra extraordinaria.