En los días en los que Mafalda y sus amigos jugaban a los cowboys en la revista Siete días, nosotros esquivábamos balas y flechas en las anchas veredas del barrio, tan inmortales como la historieta. Preferíamos interpretar a indios, bandidos o fugitivos, antes que sentirnos sheriff o soldados de fuertes lejanos. Éramos más felices escapando que persiguiendo. 

Cuando las tardes, dilatadas por el calor del verano, se refugiaban en siestas, nosotros dos, equilibristas paralelos, caminábamos sobre rieles de acero, desandando vías hasta llegar al parque de la Independencia. En aquél tiempo libertad era una palabra repetida tres veces en un himno recién aprendido e independencia, una casita levantada en Tucumán. Aquél predio era más grande que nuestro asombro. La isla del laguito, lejana y peligrosa, habitada por animales salvajes y duendes encargados de modificar, mágicamente, un calendario de flores y plantas, postal de quinceañeras, era un sol de un sistema de lanchas y botes girando a su alrededor. 

Desafiábamos penitencias, por el solo afán de llegar hasta nuestra meca, un jaulón gigante, levantado a metros de la blanca y desnuda dama del lago, en dónde pasábamos horas prendidos al tejido observando las aves presas. No sabíamos ver los miles de pájaros que poblaban árboles y cielo, cuando pudimos hacerlo, intentamos cazarlos, fuimos detrás de nuestros antojos emplumados sin saber que al alcanzar lo deseado se terminaba el deseo. Todo cazador no sólo se arma de tramperas, cuadrados, llamadores, también, se inventa un argumento que de tanto repetirlo se lo termina creyendo,” el prisionero tendrá agua y comida todos los días sin necesidad de buscarla, vivirá mejor que antes, tranquilo y seguro”. 

Alguna vez le preguntamos a don Pederzoli, viejo cazador de la fauna autóctona, sobre el mejor método para atraparlas y nos dejó pensando. Nos contó que antes de irse a trabajar dejaba la pajarera abierta con 15 jilgueros en su interior y al volver por la tarde, se encontraba con 20 ejemplares poblándola. Madrugar era una fiesta cuando nos íbamos de caza a la vera del río. No escuchábamos el trinar, lo sentíamos. Mi amigo parecía contar con un oído absoluto para adivinar el canto de las distintas especies. Cada vez que me atrevía a poner en duda alguno de sus pronósticos, inflaba el pecho, colocaba los pulgares debajo de sus sobacos y me repetía la misma pregunta “¿qué te querés jugar?". Nunca le pude ganar. 

Siempre respetamos a las aves que preferían la muerte antes que el encierro. Un respetado hornero rengo nos enseñó a filosofar. Hasta ese momento pensábamos que todas las aves voladoras, por el sólo hecho de tener alas, vivían volando, estaban de paso, no tenían arraigo. La marca de su desgracia lo hacía inconfundible entre sus pares, comenzamos a seguir sus movimientos, conocimos a su pareja, admiramos los gritos de alegría con los que recibían cada día antes de ponerse a trabajar juntos levantando un nido para criar pichones. Todo lo hacían cantando, clara señal de que sólo pesa el trabajo obligado. 

Una tarde de otoño, a la salida del cine Echesortu, leímos en la puerta de la granja Elena una oferta impensada en la actualidad, "por cada botella de Terry dos pollitos de regalo". No dudamos un instante en hacer una vaquita con nuestros ahorros y acceder al obsequio. Entramos al comercio sobre el horario de cierre, compramos el licor, pero al llegar a la caja, para muestra felicidad, nos dieron 58 pollitos, todos los que quedaban en existencia en ese momento, por el riesgo a encontrarlos muertos al reabrir en la mañana del lunes siguiente. 

Los pollos crecieron. Los padres de mi hermano del alma nos dieron permiso para fabricar un gallinero en la terraza. El hacinamiento produjo picotazos entre la población. La sangre de los heridos manchaba las blancas plumas de los ilesos y el escenario se convirtió en una carnicería. El veterinario del barrio nos regaló azul de metileno para colocar sobre las heridas y fuimos enfermeros durante una tregua de la guerra avícola. En un mediodía lluvioso, al regresar de la escuela, nos encontramos con un final anunciado, la azotea desierta. "Demasiado tengo con la morsa infame que se cree emperador, para tener que soportar, también, una guerra entre azules y colorados arriba de mi cabeza", fueron las palabras del dueño de casa que no entendimos ni discutimos. 

En la adolescencia, los primeros enamoramientos nos movieron el piso y el amor nos hizo desplegar las alas. Para darle un sentido a nuestro vuelo inicial, abrazamos una misma ideología. Dicen que no hay conversos tibios. Nos unimos, entonces, a bandadas de sobrevivientes, defensores de la vida y la libertad, que luchaban por lograr escaparse de la jaula de la dictadura, seducidos por el cielo de la democracia. Después, el tiempo pasó volando, sembrando vivencias, desenterrando misterios, pero, tomando palabras prestadas de Víctor Heredia, "yo les puedo asegurar que no tuve nunca más un amigo igual". 

La tecnología nos acerca y aleja al mismo tiempo. En el presente la amistad se solicita por escrito. Amigos en Facebook desde hace unos años, nuestras charlas delirantes mutaron a comentarios acotados sobre temas impuestos por terceros. Ambos elegimos un vuelo compartido, construimos casas para criar hijos hasta poder verlos levantar libres vuelos. Nunca intenté reunirme con él por miedo a encontrarme con un extraño. ¿Habrá podido mantener un vuelo propio acorde a sus convicciones o será preso vanidoso de jaulas pederzolianas? 

 La causalidad nos volvió a juntar en una dietética. Me sorprendió su vozarrón intacto de pájaro campana, “¡quién iba a decir que íbamos a terminar comiendo la comida que le dábamos a los canarios!". Después de un abrazo de esquina, afloró la magia de una charla extensa en el primer bar que encontramos, la misma catarata de emociones interrumpida por más de cuarenta años. En un momento preciso ganó nuestra atención, en el medio de un cebadero formado por restos de medialunas y carlitos, caminar con dificultad, entre gorriones, calandrias y zorzales, a un hornero carente de los cuatro dedos de su pata derecha. Buscando la complicidad necesaria, me pregunté en voz alta, “¿será el mismo?". Mi compañero, después de recostarse sobre el respaldar de la silla plástica y colocar los pulgares debajo de sus sobacos no titubeó en responderme, "obvio que es el mismo… ¿qué te querés jugar?"

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