Imagen de la puesta de Y que todo arda (Foto: Ailen Garell)

Hay muchos motivos para escribir una obra de teatro, buscar financiación, ensayar durante meses y, finalmente, llevarla a escena: uno de ellos puede ser el gusto a conquista. La obra que en septiembre pasado estrenó Juan Francisco López Bubica en el imponente Teatro del Bicentenario de la capital sanjuanina parecería ser eso, una suerte de conquista, y por varias razones. Ya de por sí, llevar una obra de texto a la sala principal de un teatro pensado sobre todo como escenario para obras de ópera y de ballet –que los habitantes llaman un poco en broma “el petit Colón”– ofrece esa sensación.

Pero además no se trataba de cualquier texto. Y que todo arda cuenta la historia de una familia tradicional de pueblo chico que entra en colapso porque el hijo –heredero del apellido y de la cada vez más escasa fortuna familiar– se ha enamorado de Mei, un personaje misterioso, lacónico, pero, por sobre todas las cosas, ambiguo: no se entiende bien si es hombre, si es mujer o alguna otra entidad que, para este clan, resulta indescifrable. Ese amor queer pone en jaque a los Green y, una a una, como si se tratara de una casa llena de humedad en la que empieza por descascararse la pintura y termina por caerse el techo, todas las apariencias sostenidas durante años se empiezan a desmantelar. De más está decir que una historia así tiene resonancias muy distintas en una ciudad chica que en una ciudad capital, en cualquier país. Y en la posibilidad de contarla desde el epicentro de la alta cultura de su ciudad radicaba la otra clave de la conquista. “Las revoluciones son mucho más difíciles de hacer en los bordes que en el centro”, refrenda Juan Francisco. “En Buenos Aires es un poco más fácil pensar diferente. Pero en una provincia, no seguir determinadas tradiciones tiene un peso que es difícil de explicar a los que no la viven. Para que te des una idea: cuando se aprobó la ley de aborto me fui hasta la plaza principal, había una cien chicas festejando. En Buenos Aires eran como un millón. Acá ser pañuelo verde todavía tiene un peso muy distinto”.

Foto: Ailen Garell

Juan Francisco vivió –además de en su ciudad natal– en Mendoza, Córdoba y Buenos Aires, por lo que puede hablar con conocimiento de causa sobre la vida acá y allá. Su llegada a la Capital se dio en el momento en que estaba empezando a quitarse de encima la vida que ya no quería tener y empezaba a darle forma a la nueva. A punto de recibirse de abogado, consiguió un pase para trabajar en el Registro de trabajadores agrarios y aprovechó la mudanza para anotarse en un seminario de Julio Chávez y profundizar sus ganas de hacer teatro, un camino que ya había empezado a trazar más tímidamente en San Juan. Pero fue en Roseti, en un ciclo de clínicas con Silvio Lang, Lucas Condró, Alina Folini, Juan Coulasso y Ariel Farace, entre otros profesores, que terminó por encontrar su mundo de referencias y empezó a formarse en el lenguaje que hoy le es propio. Ahí mismo empezó a darle forma a sus primeros textos dramatúrgicos, a entender que en los cruces del teatro y otras disciplinas había una posibilidad y también a bailar.

Guiado por ese interés en la danza, llegó a un taller de Marina Otero, que lo había cautivado con su obra Recordar 30 años para vivir 65 minutos. Todavía se acuerda del rayo que lo atravesó cuando salió de ver esa puesta: “La empecé a buscar, me fijé si estaba dando seminarios, porque sentí que había algo ahí, en ese cruce de realidad y ficción y en esa forma particular de jugar a la autoficción que se están tensionando todo el tiempo, que me parecían muy vitales. Y además me moría por entender si estaba loca o se hacía”, se ríe. Otero primero lo aceptó como alumno, más tarde el vínculo se encaminó al de coequipers en algunas andanzas. Juntos dirigieron la performance Nomofobia en el Centro Cultural Recoleta y tiempo más tarde ella lo convocó para ser parte del elenco de Fuck me, que iba a estrenarse a principios de 2020 en el marco del FIBA. La obra mutó por completo al calor de los incidentes que estaban pasando por el cuerpo de su directora, que venía sufriendo las molestias de una hernia de disco: el mismo día en que fue seleccionada por el Festival para llevar adelante una coproducción del proyecto se quedó dura. Esa imposibilidad de mover el cuerpo no la inmovilizó: el proceso creativo continuó en marcha, y Fuck me terminó siendo una obra en la que un grupo de varones –entre los que se encuentra Juan Francisco– se encargaban de llevar a escena todas las coreografías que ella ya no podía ejecutar, con Otero digitando todo desde el escenario, siempre en el centro, por acción u omisión. Pasaron dos años y medio desde entonces, la obra se mutó, creció y empezó un sinfín de giras: hoy mismo, por caso, Juan Francisco está viajando junto al resto del equipo comandado por Otero a hacer funciones de Fuck me en Madrid, París y Bruselas.

Foto: Ailen Garell

Si bien el pacto que se establece con el espectador es muy distinto en la obra de Otero y en su último proyecto, hay algo de esa fundición de lenguajes, y de la relación incestuosa entre realidad y ficción, que también parece haberse colado en su manera de hacer. “Obvio que Jean Paul es un poco mi alter ego”, explica Juan como si hiciera falta. Pero no es solamente el tráfico de vivencias personales en la escritura lo que las asemeja. Y que todo arda –que contó con producción del Teatro Nacional Cervantes, que hace años produce obras de distintos géneros en distintas provincias mediante un fondo especial de producción federal– empieza y termina con escenas en las que la danza es protagonista casi absoluta. Mei y Jean Paul se conocen bailando en una fiesta. Hacia el final de la pieza (dividida en siete escenas con personalidad bien definida, de estéticas y códigos marcadamente diferentes entre sí gracias al código de actuación que imprimió el director y al impresionante trabajo escenográfico de la sanjuanina Negra López) nuevamente hay explosión de movimientos: el elenco completo entrega lo que le queda de energía para zambullirse en los ritmos de una canción bollywoodense. ¿Kitsch indio en San Juan? La decisión tiene su asidero. “Hicimos una megaproducción desde la periferia, así que yo pensé: ¡vamos a full con esa!”.