Hay que escuchar ese silencio viscoso, rotundo, ese borrado a conciencia de las partes incómodas del pasado. Esas voces que se apagaron para siempre en una orfandad infinita, como fantasmas mudos habitando el vacío. Esos destinos humanos sin pasado y sin mañana, como restos de un naufragio, silenciados.

A uno de los mejores equipos del básquetbol argentino de todos los tiempos usted no lo conoce. Se lo robaron. Se lo arrebató el odio, el silencio, el olvido deliberado. Era una alegría colectiva que debía desaparecer. Y desapareció. Sus jugadores se convirtieron en “muertos vivos” de una dictadura espesa, de sangre y fuego, decidida a construir un pasado a su medida.

A la Selección Argentina de Básquet, Campeona del Mundo en 1950, la “retiraron” del planeta a dormir el sueño de los vencidos. “Nos borraron. Así de simple”, recuerda Ricardo González. “En un instante nos prohibieron, y desaparecimos”, expresa, con una tristura lenta, que se detiene y se vacía. Una vida sin ayer, una soledad de felicidad perdida donde el tiempo desaparecía como lágrimas en la lluvia. Un tiempo afilado, oscuro, de odio y miedo.

El 16 de septiembre de 1955 se perpetuaba el cruento golpe militar que derrocaba a Juan Domingo Perón. El decreto ley 4.161 prohibía pronunciar los nombres del General y de Eva Duarte, además de los símbolos asociados al Movimiento. La Junta determinó que aquella selección campeona del Mundo representaba los principios propagandísticos del gobierno peronista. Se creó la comisión investigadora número 49º que determinó suspender de por vida al equipo y la prohibición de mencionar su gesta en los medios de comunicación. Así desaparecía de la memoria colectiva del país, tal vez la mejor selección argentina de básquet de todos los tiempos. El régimen se encargó de borrarla. El tiempo hizo el resto.

El pasado siempre regresa cuando se lo ha ocultado deliberadamente. “Le ganamos la final a Estados Unidos, el “dream team” de la época, por 64 a 50. Eramos unos héroes. Luego pasamos a ser unos indeseables, unos delincuentes”, puntualiza Ricardo González. “A Perón lo vimos tres o cuatro veces antes del Mundial. No fue al campeonato, pero al acabar la final llamó por teléfono y nos invitó a la Casa Rosada. Durante el encuentro preguntó si alguien necesitaba algo. Recuerdo que Evita andaba por ahí. Nos mantuvimos callados, pero el “petiso” Pérez Varela realizó algo que lo hizo reír a Perón. Sacó del bolsillo un cochecito, le dio cuerda, y lo puso a andar sobre la mesa. En ese momento aprovechó la ocasión para dirigirse al General: 'Para la compra de un auto importado se necesita un permiso especial, Presidente'. Perón lo miró con una sonrisa: 'Eso se arregla, muchacho'”. Más tarde, el Gobierno facilitaba los permisos de importación de los vehículos adquiridos por los jugadores. Nadie esperaba lo que vendría después. La dictadura se aferró a esos papeles para enterrarlos en vida, y señalarlos, con acusaciones falsas, de recibir prebendas y de estar involucrados en casos de corrupción. Pasaron del éxito al olvido, del éxtasis a la agonía. De héroes a villanos. Los disolvieron en el ácido del odio.

Así, se les fue la vida, con el alma fría y fugitiva, como el agua. Con esa orfandad temprana que te disuelve en la pena y en los pesares. Voces que hablan de lo íntimo, pero nos pertenecen a todos. Hablan del mundo, del suyo y del nuestro. De esos puentes que muestran otros caminos, y de esas utopías que gotean sobre la carne vencida donde se condensa la totalidad de la grandeza humana.

(*) Ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón del Mundo Tokio 1979