Uno de los propósitos del “cambio” que se nos plantea desde el Gobierno, que también se pregona como “cambio cultural”, consiste en que la ciudadanía se acostumbre a nuevos estándares, que los asuma como legítimos y que, por este camino, los adopte con naturalidad.

Es la manera que se propone desde el poder de turno para llevar a la práctica el paradigma aquel de que “nos hicieron creer” que podíamos estar mejor cuando, en realidad, somos ciudadanos y ciudadanas “de segunda” que tenemos que asumir nuestras “limitaciones” e “incapacidades” reconociendo no solo que las “virtudes” y las “capacidades” solo son para unos pocos y únicos merecedores (¿se acuerda del asunto de la meritocracia?) de gozar de los beneficios  y, por añadidura, de conducir los destinos de la sociedad.

Siguiendo está lógica de razonamiento y haciendo apenas una muy somera lista, se pretende:

  • que lo que tanto costó reconocer como derechos (económicos, sociales, políticos y culturales) solo puedan ser entendidos como beneficios que el Estado confiere;
  • que por tratarse de beneficios y no de derechos el Estado puede decidir a su arbitrio si los otorga o no y a quien los concede;
  • que bajo el mismo argumento nadie, por su sola condición ciudadana, tiene derecho a reclamarlos;
  • que la protesta, precisamente para demandar derechos, está limitada por la evaluación que en cada caso hace el propio Gobierno acerca de legitimidad o no de lo que se reclama; 
  • que el endeudamiento sin límite y sin control, los despidos masivos, la contratación de centenares de empleados estatales con funciones inimaginables, la compra de armamento por parte del Estado mientras se cancelan servicios esenciales, entre otras muchas cuestiones, sean considerados parte del “cambio”;
  • que la apertura masiva e indiscriminada de las importaciones sea presentada como una forma de “volver al mundo” mientras se cierran fábricas y se despiden operarios a diario;
  • que los trabajadores no reclamen por salarios dignos sino que acepten lo que “buenamente” ofrezcan los patrones en connivencia con el Estado; 
  • que el derecho a la comunicación quede condicionado a lo que determinen empresas monopólicas en función de sus propios intereses políticos y económicos;
  • que el Poder Judicial actúe como auxiliar (¿se podría decir “mano derecha”?) de los objetivos políticos de Cambiemos para aniquilar opositores sin apego ninguno a la Constitución y a las leyes;
  • que el mismo Poder Judicial ni siquiera se sonroje por usar doble vara para medir a oficialistas (léase, entre otros, Mauricio Macri y Gustavo Arribas) y opositores (entre otros, Cristina Fernández y Julio De Vido); 
  • que el pase a prisión domiciliaria del opositor Leopoldo López en Venezuela sea una “buena noticia” mientras en Argentina la dirigente Milagro Sala sigue en condición de presa política sin que ello signifique ninguna mala noticia para el Gobierno;
  • que todo lo que se hace (y lo que se deja de hacer) se atribuya a la “pesada herencia” incluido el incumplimiento de las promesas de campaña de Mauricio Macri y de Cambiemos.

 La lista podría ser mucho más extensa y cada uno/a seguramente la podrá completar desde su propia experiencia. 

Pero lo central es que desde la ridícula “AgradeSelfie” hasta el cierre de fábricas han pasado a formar parte de “haciendo lo que hay que hacer”. El efecto buscado es el acostumbramiento a las nuevas condiciones, la naturalización de la pobreza y de la pérdida de derechos, la disminución de los estándares de calidad de vida. Y frente a eso la única respuesta posible es no acostumbrarse a la mediocridad y a dar por válido lo que ya se sabe y se ha experimentado que no lo es. Porque no acostumbrarse a resignar derechos es la manera de decir que se está “sabiendo lo que hay que hacer”.