El último domingo de octubre ocurrió algo extraordinario y tal vez pequeño, en simultáneo se confirmaba el retorno de Lula a la Presidencia de Brasil, por un estrecho margen frente a la asolada de las derechas totalitarias en la región, y en Argentina ganaba la Copa Argentina de Fútbol un modesto equipo descendido de categoría que se llama Patronato, habiendo derrotado en los días previos a las dos instituciones futbolísticas más corporativas del país. Dos hechos en principio inconexos, en niveles disímiles de la experiencia social y política, pero a un paso del impacto emocional común por ser un eco de David ante Goliat. Por esta vez, David es el espléndido que ideó Miguel Ángel para recordarnos la apolínea dimensión que también existe en las proezas.

Una dimensión estética de la vida, un instante de gloriosa belleza poética. Un poco de diversidad en este universo de clones y de identidad de percepción que nos automatiza, nos vuelve indiferentes, inconexos, solipsistas.

Además, como símbolo no tan forzado, Patronato, el equipo de Entre Ríos, tiene los colores anarquistas, rojo y negro, los mismos que comparten otros verdaderos grandes en sus ciudades de referencia, como ocurre con Newells en Rosario y Colón en Santa Fe. Esos colores cuentan una historia en la que el fútbol y la política han estado cerca --y tal vez de un modo inconsciente--, del mismo modo que las luchas obreras y sindicales en nuestro país intentando instalar derechos fundamentales para la vida misma.

Sava, el técnico de Patronato, y sus jugadores, quedarán por siempre en las páginas inolvidables de la historia grande del Fútbol Argentino. Casi un retorno de esas otras páginas épicas que dieron origen al fútbol en los comienzos del siglo XX en Argentina, entre márgenes y potreros, historias nuevas y prosaicas en los alrededores de la consolidación del Centenario de un país --1910-- que sería para pocos.

Inolvidable, igual que el Tigre campeón del 2019 con Pipo Gorosito.

En el fútbol, para ser en verdad grande, hay que escribir un nombre propio. En algún momento se entrecruzan evento único y mitología, lo vivo se vuelve arte, irrepetible, invención. Eso nos hace grandes. Y eso puede ocurrir en la dimensión de las multitudes o en la dimensión de un barrio.

¿Alguien duda a estas alturas de que el gol de Maradona en 1986 se dibujó en un potrero, en la impertinencia de las márgenes de un barrio, y desde allí se volvió arte?

El arte y esa respiración alentadora, en el fútbol precisamente, que ha servido históricamente a los intereses de las estructuras de poder y a los regímenes de facto, comenzando por las propias Copas Mundiales y los dos títulos consecutivos de la Italia de Benito Mussolini en 1934 y 1938.

El fútbol que rara vez nos regala --a nivel de los medios masivos-- una experiencia desde las márgenes, esas márgenes en las que crecimos los que jugamos fútbol en un encantamiento por su experiencia lírica, impensada, común y arrabalera.

El fútbol tiene una discursividad social compleja, dialogando también con la dimensión política de los ciudadanos en su contexto. Son los ecos sucesivos de la época, como el grito en paroxismo de un gol. Cada quien verá cómo ejerce esa política, en su registro y en su limitado alcance.

Una política más transversal se ve muy de vez en cuando. Una política del deseo que es lo mismo que decir una política del no todo, una política que no sea de lo totalitario ni de lo totalizante.

El triunfo de Lula está en ese margen estrecho de la experiencia, como un gol hermoso que le hiciéramos a los nazis en el medio del Campo de Concentración. El resultado del partido es incierto, demasiado difícil, del otro lado de la línea de cal están los perros salvajes y la Gestapo preparada, agazapada. Pero esa es también la historia del occidente contemporáneo, no hay sorpresa en esto, salvo por el efecto persistente e inquietante en el modo en que se filtra y habita en la vida cotidiana, en la relación con el Otro del código.

Un margen magro y un alivio temporal el de Lula como figura política pública por un nuevo mandato en Brasil. Lula ingresa en un fenómeno de campo muy delimitado, asfixiante y nada sutil. El fenómeno de campo descripto por Agambem, donde el campo contemporáneo se define por su condición de excepción y porque no descansa, no duerme, es omnisciente, ha ocupado el lugar de dios. El sobreviviente testigo, encarnado en la figura de Víctor Frankl, es lo que rescata la dimensión del hombre, de lo humano no reducido a puro viviente. Agambem plasma en su homo sacer y “Lo que queda de Auschwitz, el archivo y el testigo, Homo Sacer III”, esa relación con el testigo, ligada a la subjetividad, porque lo humano existe en la época que le toca acontecer y vivir, y en su manera particular de establecer su vínculo con el lazo social. Por contrapartida, Gérard Haddad propone una dimensión para el sujeto de lo inconsciente que describe en “El día que Lacan me adoptó, mi análisis con Lacan”, del siguiente modo: “el testigo se mantiene solitario”.

Ambas estructuras dialécticas enmarcan una posible relación que nos permita atravesar nuestras tragedias personales, nuestra incierta y oscura relación con el poder totalizante. Un testigo en el plano de las subjetividades, de los eventos comunitarios y político sociales, un testigo en el plano del sujeto de lo inconsciente, de la relación con la verdad y con la ética del deseo.

Biopolítica y sujeto de lo inconsciente, Foucault y Lacan, Freud y Levy Strauss, una vez más psicoanálisis y antropología estructural.

Lo de Lula en Brasil vale como un Maracanazo, aquella proeza apoteósica librada en el Mundial de 1950, con Uruguay campeón del Mundo. Esta vez, por ahora, no hay escarnio ni invisible, como le ocurrió a Barbosa, la dolorosa historia del arquero de aquel Brasil del “jogo bonito” e incipiente que escribiría las mejores páginas del fútbol mundial. No sólo las fantasías del obsesivo guardan relación con la proeza --como señala Lacan-- sino también la ilusión de transformación de cualquier práctica vital que emprendemos entrelazados, reconociéndonos comunes, persistiendo en nuestro “maracanazo” peculiar.

Cristian Rodríguez (Espacio Psicoanálisis Contemporáneo, EPC).