Cuando el personaje de Alison Bree en la nueva miniserie de Netflix, Glow, entra a su audición y lee accidentalmente el personaje masculino del guión para ser luego corregida por la asistente quien le dice que lea la única línea que en verdad tiene, todos pensamos lo mismo. La escena aparte de ofrecer un gran momento de comedia, nos hace agradecer que hoy día los personajes femeninos, en particular en la pantalla chica, hayan recorrido un largo trecho desde los 80`s y sus estándares televisivos. Y mientras que la despistada Ruth explica que “los hombres siempre tienen los mejores guiones”, este guiño que las creadoras de la serie (Liz Flahive de Nurse Jackie y Homeland, y Carly Mensch y Jenji Kohan de Orange Is the New Black) se permiten, sirve precisamente como gesto de venganza y de reivindicación.

La serie sobre la primera liga de mujeres luchadoras (la sigla responde a Gorgeous Ladies of Wrestling) se da el lujo no sólo de tener en su cast catorce talentosas actrices de diversas etnias, sexualidades e idiosincrasias, sino que abraza la idea de que se puede ser fuerte emocional y físicamente (estas mujeres pueden darte una buena paliza), afianzándose en las particularidades corporales de cada una sin bodyshaming. Una vuelta de tuerca al clásico rol de “chica fuerte” que se viene viendo, que si bien no es ajeno en la cultura pop de los últimos años (de la Katniss Everdeen de la saga Hunger Games a la reciente Mujer Maravilla), en Glow se transita de forma más interesante, ya son mujeres reales que se convierten en luchadoras y estrellas por mérito   propio. Con el mismo humor auto consciente el programa también aprovecha para burlarse de los estereotipos femeninos que es necesario construir en televisión para que el show de lucha libre sea un éxito, y que sirve además de plataforma para marcar lo divertido y liberador de dejar de lado las expectativas que la cultura te plantea; sea subirse a un ring y ser poderosa y femenina, o salir a trabajar y dejar la familia y la casa. Podría haber sido fútbol femenino o jabalina en vez de lucha libre, el leitmotiv sería el mismo, el personaje dentro del cuadrilátero alimentando a la persona afuera.

Históricamente relegadas en guiones y protagónicos (y con una creciente brecha salarial en la vida real también), las figuras femeninas están encontrando su lugar en la pantalla chica, donde florecen de la mano de historias y personajes cada vez más complejos, y asumen roles de guionistas, directoras y productoras. De Homeland a Outlander, de Veep a The Fall, pasando por Broad City, Halt and Catch Fire y tantas otras, la TV se consolida como un nuevo bastión femenino y feminista desde dónde se articulan críticas y algunos debates. ¿Cómo ha sido la evolución narrativa y qué podemos esperar de las nuevas ficciones? ¿Por qué otros medios han quedado más relegados?

Grietas reales

Hablar de brechas hoy ya parece un lugar común, y de tan naturalizado tenemos el riesgo de pasar por alto aspectos que van desde la poca cantidad de mujeres al mando “creativo”, su participación en festivales de envergadura (recién este año Sofia Coppola se coronó como mejor directora en Cannes en 56 años), o el hecho de que cobren menos que sus co-stars. Sin ir más lejos, aún con el batacazo de taquilla que significó el film Wonder Women, a su estrella Gal Gadot se le pagó la miserable suma de 300.000 dólares (contra por ejemplo 14 millones de Henry Cavill por Superman o los 20 millones de Johnny Depp por dos films menores). Los costos cada vez menos rendidores de las producciones de cine hacen que la industria vaya por apuestas seguras, volviendo la pantalla grande un espacio poco propenso para explorar guiones diferentes. Poner mujeres al frente que convoquen al público es todavía –sacando excepciones– algo difícil de vender. Algunos, de a poco, van entendiendo que no sólo los millennials y los hombres consumen, y que es posible hacer productos que apelen a todos.

Desde un punto de vista estrictamente narrativo y actoral, las brechas que las mujeres en esta industria buscan superar son otras. Como las actrices protagonistas de Glow que terminan yendo a un casting para “papeles no convencionales” como último recurso porque no tienen opciones, muchas luchan por encontrar y escribir roles significativos y jugosos. Roles en los que no sean objetos sexuales o donde los storylines no sean exclusivamente de cariz romántico. Y series como ésta, no sólo le permiten a las mujeres empoderarse respecto de su propio cuerpo (“Me siento de nuevo en mi cuerpo, lo estoy usando para mí y me siento una maldita super heroína” dice una de las chicas en plena excitación) y auto descubrimiento, o de las dinámicas de género (una de las entrenadoras a cargo es mujer), sino que habilitan guiones que dan ganas de leer, de ver, mujeres que dan ganas de conocer, o al menos con las que pasar un rato. Y a veces, más.

En la nueva ficción de Jill Soloway, creadora de Transparent (la serie que llevó el debate sobre la transexualidad al mainstream), quién se identifica como “no binaria”, el personaje femenino central le dice a un imaginario antagonista masculino interpretado por Kevin Bacon: “No me importa cómo me ves, si me deseás. Es mejor si no. Es suficiente que yo te deseo”. Este posicionamiento casi radical para la TV actual respecto del propio deseo como algo independiente y autogestivo, es el estandarte de Chris, la obsesionada y calentona protagonista de I love Dick (Amazon). La serie inspirada en el libro semi autobiográfico de la artista Chris Kraus, adaptada por Soloway, aparte de ser un extrañísimo pero estimulante nuevo experimento televisivo, es en sí un ejercicio de lo que un producto pensado, sentido y escrito por mujeres puede llegar a ser, y de lo que puede generar en el espectador.

Así, en un artículo reciente la periodista del NYT, Alexis Soloski, relata lo que uno de los capítulos de esta temporada produjo en ella, una crítica de teatro que durante toda su carrera buscó historias de deseo sexual en las que las mujeres no fueran ni santas ni putas, ni madres o novias, inocentes o dominadoras. Todas dicotomías impuestas en alguna medida por la mirada masculina. Y cuenta además que, casualmente, uno de los mejores episodios de la temporada (A Short History of Weird Girls), surge del brainstorming entre las mujeres y aquellos que se identifican como “sin género” dentro del staff que escribe I love Dick. ¿Cómo es el deseo de una mujer? ¿Qué quieren y cómo sienten las mujeres? Estas y otras valiosas preguntas se pueden ver plasmadas de una u otra forma en la serie, aún si Dick aparece en el título, en las desopilantes cartas que lee en voz en off Chris, y en la sugerencia de que es la llegada de este personaje la que revive la vida sexual y el matrimonio de su protagonista. Al igual que las chicas de Glow, Chris reclama su cuerpo, su deseo, sin ningún tipo de miramiento o disculpas, aún si esto implica arrastrar a su marido a un juego compartido y transformar su fascinación con Dick en una performance artística.

 No es que los autores masculinos no puedan lograr universos verosímiles o movilizadores. Es que hay muchas menos voces femeninas hablando de nosotras lo que llama la atención, y la diferencia es cualitativa cuando éstas agarran la pluma o el micrófono. Algo de lo que Soloway también se ríe por cuenta doble, al hacerle decir a Dick que “la mayoría de las películas hechas por mujeres no son buenas”, y que Chris como mujer y cineasta haga films simplemente insufribles y panfletarios riéndose de los clichés del feminismo.

El territorio de la tele

A esta altura y habiendo dejado atrás al desafío de Bechdel, todavía quedan numerosos paradigmas narrativos por sacudir, aparte de conseguir una mayor participación femenina para pensar o escribir roles acordes en TV. Sin embargo, como señala con tino la crítica de cine Emily Nussbaum, Chris no es una iconoclasta o una trendsetter en este campo, y en el último tiempo varias series desde Crazy Ex-Girlfriend, pasando por Girls hasta Fleabag, ya hacían del prototipo de chica desbordada –sexual y emocionalmente– un hit. Cada una a su manera pero con decidido humor en torno a las humillaciones cotidianas de chicas imperfectas, siempre expuestas para el comic relief del espectador. 

Si el prime time se divide hoy en dos grandes grupos: la mujer profesionalmente capaz y workaholic pero poco sensible o fría estilo la detective Gibson en The Fall o Carrie Mathison en Homeland (y todas sus amigas investigadoras, productoras, médicas y etcéteras en el medio), y por otro lado, las loquitas loser (You are the worst, Insecure, Crazy y todo producto de Lena Dunham), persiste el interrogante: ¿acaso no tenemos otras posibilidades narrativas? No es que todos estos personajes no tengan virtudes, o sean bastante más sutiles y facetados que sus antecesores, pero con el correr del tiempo y la evolución del lenguaje televisivo tiene sentido que nos pongamos más quisquillosos. O tal vez, más ambiciosos. ¿No es hora de que este feminismo reciente en forma de slapstick o psico-noir-profesional evolucione? Ya sabemos que durante años los actores se aprovecharon de la figura del antihéroe o asocial para triunfar (Sopranos, Mad Men, Breaking Bad, Dexter), pero, ¿podemos encontrar una contracara femenina que no sea la del ridículo o el descontrol, por más hilarante o liberadora que sea esta idea? ¿La disfuncionalidad como método de validación personal ante la audiencia?

Una pista puede tener que ver con mostrar la dinámica entre mujeres: amigas o frenemies, mentoras y alumnas, coworkers y vecinas, hermanas e hijas, y el modo en que estas relaciones las marcan y limitan, las estimulan y las asfixian, las excitan y las deprimen. GLOW se inscribe también en otra tradición de empoderamiento femenino moderna, que junto con otros consumos varios (Parks & Recreations, las mencionadas Broad City y Halt Fire, Playing House, Search Party), explora las contradicciones y la resiliencia de las amistades femeninas, y el impacto que tienen en nosotras. Un aspecto denodado tanto en la pantalla como en la vida, y hoy resignificado y revalorizado a la vista de los cambios culturales en torno a la familia tradicional y el rol de la mujer. 

En materia programación, aparece una tercera vertiente temática en formato de ficción distópica (Evolution, The 100th, Star Crossed, la brasileña 3%, Black Mirror). Como la flamante producción The Handmaiden (Hulu), basada en la obra homónima de Margaret Atwood, parece venir a dejar ciertas cuestiones de género todavía más explicitadas. Cómo no hacerlo cuando el cuento original habla de lo que sucede en una sociedad en donde las mujeres son reducidas a meros vientres/esclavas sexuales, y los hombres toman el poder y las despojan de sus derechos. Libre albedrío y los peligros de un régimen teocrático y opresivo, sí, pero también, la lucha por la igualdad de sexos y lo que algunos están ya considerando ficción feminista (existe todo un subgénero literario de distopías feministas). Sin embargo, para los creadores y sus intérpretes esto es casi una mala palabra y se esmeran en toda conferencia de prensa en evitar pronunciarla; o en asumir el claro paralelismo con la situación actual de las mujeres y las minorías bajo el mandato de Trump, aduciendo que no se trata de una historia con resonancia política o de un personaje feminista, sino de humanismo (¿no se puede ser feminista y humanista?, ¿político y entretenido?).

Como muchos señalaron en las redes sociales encendiendo el debate, es realmente extraño escuchar las volteretas discursivas de los responsables o, para el caso, es perturbador el hecho de que Hollywood todavía siga considerando que un producto feminista tiene que ser disfrazado o despolitizado para no “alienar” a las audiencias. La conversación puede haber progresado, las voces haberse diversificado y encontrado un suelo fértil en la televisión -en oposición a las demandas y limitaciones del cine-, pero ciertamente falta recorrer todavía un sinuoso camino. Mientras tanto nos mantenemos sintonizando universos distópicos con la esperanza de que se parezcan poco y nada a lo que nos toca vivir en el presente.