Los dos años de interrupción forzosa del Festival Internacional de Cine de Marrakech a raíz de la pandemia no le hicieron olvidar la costumbre de tener invitados de altísimo calibre como una de sus principales atracciones. A lo largo de su historia, la entrada del imponente Palais des Congrès ha sido transitada no solo por figuras de relevancia regional, tal como ocurrió este año con la superestrella india Ranveer Singh, sino también por otras de reconocimiento mundial, ya sea gracias al circuito comercial o al ámbito festivalero. El abanico de realizadores con sello marroquí en el pasaporte va desde Martin Scorsese, Francis Ford Coppola y Guillermo del Toro hasta Paul Verhoeven, Bruno Dumont y los hermanos Jean-Pierre Dardenne y Luc Dardenne, con escala en Cristian Mingui, Lee Chang-Dong, Abbas Kiarostami y Sergei Loznitsa. La variedad también abarca a los actores y actrices, como demuestran las visitas de Isabelle Huppert, John Malkovich, Robert de Niro, Robert Redford y Harvey Keitel a esta ciudad.

Esta edición no es la excepción: Paolo Sorrentino, Julie Delpy, Jim Jarmusch, Jeremy Irons, Diane Krueger y, desde este sábado, Tilda Swinton son los objetivos más deseados de las decenas de fotógrafos y centenares de transeúntes que noche a noche se apretujan a la vera de la alfombra roja desplegada en el ingreso del complejo que alberga tres espacios para proyecciones, uno para charlas y las oficinas de todas las áreas de la organización. Las “excusas” para que vengan son variadas: integrar el jurado de alguna de las competencias, brindar una charla abierta en la que repasan sus carreras, recibir un premio tribuno o presentar alguna flamante película. En estos últimos casos se inscriben las presencias de los realizadores y guionistas estadounidenses James Gray y Paul Schrader.

James Gray,

El responsable de Little Odessa (1994), The Yards (2000), Los dueños de la noche (2007) y Dos amantes (2009) viajó por segunda vez hasta el norte del continente africano. Lo había hecho en 2018 para presidir el jurado, y ahora para recibir un homenaje con entrega de estatuilla por parte de la francesa Marion Cotillard, quien trabajó con Gray en The Inmigrant (2013), presentar las funciones de Armageddon Time en la Salle des Ministres del Palais –con capacidad para 1500 personas– y de Ad Astra (2019) en la populosa e icónica plaza Yamaa el Fna. En el caso del renacido guionista de Taxi Driver y La última tentación de Cristo, entre otras decenas de títulos cuyos textos llevan su firma, trajo bajo el brazo su última película como realizador, estrenada en el Festival de Venecia, Master Gardener.

Personal y autobiográfico

El cine de James Gray se asume como hijo dilecto del de Martin Scorsese. No solo porque la geografía neoyorquina y las particularidades comunitarias –la descendencia italiana allí, la religión judía aquí– ocupan un rol central en sus trabajos. También porque Gray es de esos directores que retoman la tradición del cine clásico para filtrarla a través de su mirada y hacer películas personales y autobiográficas. Dos términos que suelen ir de la mano aun cuando se trate de cosas muy distintas.

Armageddon Time.

Gray hace confluir ambas vertientes en un coming of age que “resume tres meses de su vida durante 1980”, como reconoció cuando la periodista de la transmisión de la alfombra roja le pidió una definición de Armageddon Time. Tres meses que encierran un periodo clave en su educación ética, moral y política. Es que, así como la televisión que mira la familia de Paul Graff (Banks Repeta) devuelve imágenes del por entonces candidato presidencial Ronald Reagan echándole leña al fuego de la Guerra Fría, puertas adentro del hogar el asunto también irá levantando temperatura a medida que se desencadene una sucesión de hechos bisagra.

El disparador de la trama es la amistad de Paul –evidente alter ego de Gray– con un compañero de colegio afroamericano repetidor (y, por ende, un par de años mayor) que sueña con ser astronauta, pero al que la realidad le devuelve una vida de poca contención. Una situación distinta a la de este chico judío que comparte casa con mamá (Anne Hathaway), papá (Jeremy Strong, el Kendall Roy de la serie Succession) y su hermano mayor. Por ahí anda también el abuelo Aaron (Anthony Hopkins), el mismo que una noche le cuenta sobre la historia familiar en el Holocausto. Si todo coming of age recurre a la idea de descubrimiento como propulsor narrativo, lo particular en Armageddon Time pasa por el tipo de descubrimientos: nada de amores juveniles ni amistades para toda la vida, Paul vislumbra los mecanismos de una sociedad discriminatoria y segregacionista, dándole forma a la idea del mundo como un lugar despiadado y escenario de la batalla diaria por la supervivencia.

Estarán, desde ya, las inevitables picardías infantiles que salen mal –muy mal en este caso– y tienen consecuencias. Un cambio del colegio público a un privado, por ejemplo, con sus reglas sobre el uniforme y de qué manera comportarse. Y también asoma un primer contacto cercano con la muerte, cuyo preludio es una de las escenas crepusculares más bellamente contenidas y tristes que se haya visto en mucho tiempo. Que todos esos hechos fluyan con naturalidad, que casi nada –a excepción de alguna aparición fantasmal– luzca forzado o como una maniobra visible del guion, habla del pulso tan sereno como seguro de un realizador acostumbrado a situar a sus personajes ante situaciones que los enfrentan tragedias existenciales. Una tragedia que, en el caso de Armageddon Time, no es otra que la vida misma.

Hambre de redención

Si lo trágico atraviesa la filmografía de Gray, el nudo central de las películas de ese Ave Fénix que es Paul Schrader es la búsqueda de redención, el intento de expiar las culpas y horrores del pasado a través de una penitencia autoimpuesta movida por la idea de que las aristas y deseos más oscuros pueden reprimirse silenciándolos. Así ocurría con el cura de First Reformed (2017), con el jugador de póquer de The Card Counter (2021) y, ahora, con el responsable aunque perturbado jardinero de Master Gardener.

Master Gardener.

Como bien señaló la presentadora antes de la función, las criaturas de Schrader son definidas por sus trabajos. En el caso de Narvel (Joel Edgerton), hay un afinamiento absoluto de la rutina y las dinámicas laborales en el jardín que cuida y mantiene con devoción. Ese es, pues, un castigo digno de la Biblia: encontrar la salvación a través del servicio a un tercero. O a una tercera, en este caso, porque trabaja el jardín de la señora Haverhill (Sigourney Weaver), una millonaria que lo recibió cuando salió del camino al infierno que transitaba, el mismo que lleva impreso con tatuajes en el torso. Ese vínculo es retorcidamente maternal, una relación con por partes iguales de sexo, cuidados y sumisión, que explota por los aires con la llegada de una sobrina nieta de la mujer (Quintessa Swindell), una chica que a sus veinte años anda medio perdida por la vida y, piensa la tía abuela, le vendría bien enderezarse aprendiendo y trabajando en jardinería.

Allí se conformará un triángulo de altísima toxicidad, un laberinto emocional del que Narvel intenta salir por arriba; esto es, persiguiendo la salvación a través de los mismos métodos que antes parecían condenarlo. Si la película funciona, se debe principalmente a la elección de Edgerton para el rol central, que dota a su Narvel de una ambigüedad que, con el correr de los minutos, se revela como la corteza de un núcleo de dolor y podredumbre cuyo único paliativo es el amor.