Llevábamos varios quilómetros sin carteles que indicaran cómo llegar a la casa de la artista, pero aún quedaban horas de luz para encontrarla. A la izquierda, nos escoltaba la huella de un río sin agua. Sin estaciones de servicio, sin baño, sin comercios, sin pueblos. Una ruta que conectaba aglomeraciones de casas de adobe que desaparecían del camino antes de que advirtiésemos el cartel de inicio de zona urbana.

No se entiende bien el mapa. Es fotocopia. La chica de Turismo lo marcó con un círculo. Es una población sin nombre, dijo mi madre. La señora que pinta es Julie. Fue nombrada ciudadana ilustre hace unos años.

Nosotras comíamos galletitas de agua en el asiento trasero para pasar el mate amargo y evitar la languidez. Mi hermana colocaba las palmas de la mano debajo de los glúteos para sostenerse e intentar calmar el dolor de tanta ruta sin parar. Tierra, montañas altas, algunas aún con nieve, adobe y piedra. A veces, algún matorral salpicaba de verde seco el lienzo de marrones, ladrillo y arcilla sobre el que avanzaba nuestro auto sin rumbo claro. A ambos lados de esa ruta sin asfalto crecían los cardones, algunos incluso en el lecho del río seco. Yo miraba sus curvas por la ventanilla con la esperanza de que en alguna parte del trayecto me sorprendiera el agua. Solo quedaban rastros de su paso tallados por el sol bajo de la puna.

Mi madre había preferido callar. Se había resignado a tener que buscar. Si no encontrábamos el destino volvería a la hostería con la piel más tirante, el cabello más seco y la paciencia consumida, después de otra excursión improvisada a la casa de la anciana francesa reconocida por sus pinturas de la pobreza en una provincia negada. Tenía catorce años cuando vino de Francia. ¡Qué ganas de venir a morirse acá!, interrumpía de a ratos mi madre cuando ya no soportaba el apunamiento del silencio ante la decisión inmutable de mi padre de seguir avanzando sin nada que indicara que íbamos en el camino. Un poquito más. Hay nafta. Debe estar cerca. Será el próximo pueblo. Lo dijo tres veces sin que nada cambiara.

-¿Qué pueblo, papá? Acá no hay una mierda- saltó mi hermana ante el tercer intento frustrado. -Volvamos. Ya está. No importa.

- ¿Tienen hambre?

- ¡Sí, papá! Y ganas de hacer pis- dije yo harta de contener la orina después de matear sin rumbo durante horas.

-Yo quería tomar un café con leche en el centro- lamentó mi madre tan urbana como siempre.

Mi padre detuvo el auto delante de una casa aislada, salpicada por la tierra y el viento, y comenzó a aplaudir delante de la puerta de madera agujereada. Sin mucho preámbulo corrimos con mi hermana hasta los arbustos. El zonda interrumpía la intimidad de nuestro baño público. Restos de piedra daban peso al aire y casi lastimaban con el roce la piel descubierta. Mamá había abandonado el silencio. Dentro del auto insultaba en voz alta a mi padre que ahora conversaba con un hombre muy bajo, de ojos rasgados que había salido de la vivienda. Nos habíamos pasado. La casa de la artista había quedado atrás. Si seguíamos andando nos íbamos a Chile.

La francesa vivía en el primer grupo de casas cerca del pueblo grande.

Nos invitó a pasar. Le explicamos desde dónde veníamos y que nos habían hablado de ella. Entramos a una habitación grande, cocina- comedor. Un gato comía sobre la mesa los restos de lo que podría haber sido el almuerzo. El olor de la orina del animal — y de varios más que no se habían atrevido a presentarse —expulsó a mi madre instantáneamente de la casa de la artista. Se quedó afuera mirando un pequeño jardín de cactus. Mi padre hacía preguntas sobre las pinturas, los materiales y la casa. Algunas que quizás la artista francesa de la puna no tenía ganas de responder. Había llegado muy joven en barco, luego en tren y después en caballo hacía más de medio siglo y nunca más había regresado. Con mi hermana nos detuvimos frente a uno de los cuadros. Era el más grande, sin marco, con colores más pálidos. El bastidor, aún, sobre el caballete. Era diferente al resto, sin ocres ni ladrillos. Parecía no representar ninguno de los elementos propios de la zona. Prevalecía el azul. Al mirarlo desde cierta distancia se reconocía un campo de cardones con pinceladas de niño, fuera de la escena central.

Nos ofreció mate cocido sin azúcar. No podía. Era una de las cosas que había preferido dejar de hacer. Cargar la azucarera que terminaba siempre con el piso blanco y los gatos lamiendo las baldosas. Nos sentamos con los codos sobre la mesa en la que minutos antes se paseaba el gato. La artista arrastró los pies hacia un mueble de madera baja y sacó una caja con fotos en blanco y negro. Mi padre seguía haciendo preguntas, pero la francesa había dejado de responder ahora. No tenía acento. Su español era idéntico al de sus vecinos y sus erres eran bien sonantes. Puso dos fotos sobre la mesa y nos las mostró a mi hermana y a mí. Una mujer joven embarazada, parada al lado de un hombre con bigotes en una silla. Ella apoyaba una mano sobre la cintura y otra sobre el hombro de él. ¿Y el viejo ese?, lanzó mi hermana. Le apreté la mano para que no siguiera hablando, pero siguió. ¿Esa chica joven eras vos? ¡Qué linda! Parecías una princesa, pero con panza de embarazada. No se callaba más. Sí, era Delphine- la interrumpió la artista. Es la nena del cuadro. Desde entonces empecé a pintar. Todavía la extraño. Aunque ya no la sueño. Vinieron ustedes a visitarme, dijo y se le llenaron los ojos de agua.