Una colina separa dos pueblos. En uno de ellos hay una epidemia de una extraña y peligrosa enfermedad. Una mujer –de uno de los pueblos– y un hombre –del otro, de la zona enferma– están enamorados y nada, ni la certeza del contagio, parece detenerlos. Pero ésta no es la única razón por la cual la historia de amor entre Lila (Natalia Santiago) y Roco (Agustín León Pruzzo) es complicada. También, en el medio, está Teo (Francisco Prim), un ex de ella, además amigo de él, que surge como figura que no facilitará precisamente las cosas. El mal de la colina, de Héctor Levy–Daniel, también bajo su dirección, es una historia de amor con resonancias políticas, como no podría ser de otro modo considerando la trayectoria del dramaturgo, licenciado en Filosofía, docente, investigador y guionista, que ha hecho del exterminio su temática esencial.

La primera escena que el público ve es, en realidad, la última. El mal de la colina es una historia contada al revés. El espectador ya no se pregunta, como es habitual, qué es lo que va a pasar; sino que lo que aquí pesa es cómo se llegó hasta cierto punto: la expectativa es de otra naturaleza y las dudas se despejan mediante el flashback. Durante todo lo que dura el espectáculo hay un violinista presente (Eugenio Chuke Estela); de hecho él da comienzo a la función. En 45 minutos se combinan escenas con diálogo con otras en las que los actores construyen imágenes que aportan al argumento y la música triste y melancólica del violín cobra mayor protagonismo. 

El mal de la colina empieza –o termina– mal: los habitantes del pueblo “enfermo” están siendo perseguidos e incluso exterminados. La obra podría pensarse como una historia sobre el amor, la amistad, la traición. Aquí todos aman de manera diferente y eso dispara interrogantes (¿es el amor otra forma del egoísmo?). Pero, por otro lado, esta separación entre dos pueblos sugiere otra cosa, habilita una lectura que va más allá. “Desde siempre me preocupó el tema del exterminio. Me pregunto siempre cómo es posible que algunos decidan exterminar a otros y que siempre haya quienes tratan de ocultar ese hecho”, ha dicho el autor, referente del teatro político en el país, que ha estrenado Rommer, los últimos crímenes; Memorias de Praga; Instrucciones para el manejo de las marionetas; La noche del impostor; El archivista; Despedidas; Serena danza del olvido y Los insensatos, entre muchas otras.

En esa opción de empezar por el final y terminar por el principio, El mal de la colina es una puesta que desafía la linealidad del tiempo y la forma clásica de contar en el teatro. Esta decisión de dirección ofrece algo distinto, una variable sobre lo usual. Está a la vista, además, que se trata de una puesta que realza este aspecto más que otros elementos de la escena. La escenografía y el vestuario, ambos de Alejandro Mateo, coinciden en cierto despojo: la idea latente es destacar el trabajo de las actuaciones de Prim, Pruzzo y Santiago, que sostienen con solidez el andamiaje desde la interpretación antes que desde un entorno llamativo o que busque impacto. Lo que importa es lo que sucede: aunque las locaciones están claras –la acción transcurre fundamentalmente en una cueva en la colina–, el espacio escénico está de algún modo inconcluso, abierto a la imaginación del espectador.

Seguramente no sea casual que Levy-Daniel, interesado en las persecuciones políticas, haya elegido este contexto para estrenar el espectáculo, en tiempos en que la discriminación hacia el distinto vuelve a estar naturalizada y legitimada desde el poder. En tiempos en que, pareciera, mejor cuidarse uno mismo que practicar la empatía y la solidaridad. Porque es, incluso, el poder –hay unas patrullas vigilando la colina, para que ningún enfermo cruce hacia el pueblo “sano”– el que aquí persigue hasta las últimas consecuencias. El texto fue especialmente escrito para ser incluido en el libro Exclusión, publicado en México por la Editorial Sierpe, que contiene seis obras teatrales argentinas, seis españolas y seis mexicanas. 

* El mal de la colina se presenta los jueves a las 20.30 en NoAvestruz Espacio de Cultura, Humboldt 1857. La escenografía y el vestuario son de Alejandro Mateo; la iluminación, de Ricardo Sica; el asistente de dirección es José Guerrero. El violinista Chuke Estela compuso música original para la pieza.