En un patrullero, con una venda en los ojos y las manos atadas. Así, Adriana Calvo parió el 15 de abril de 1977 a su tercera hija, Teresa. Estaba en el cruce de Alpargatas: la habían sacado de un centro clandestino para llevarla a otro, el Pozo de Banfield. Con la beba nació una promesa: si ella y su hijita sobrevivían, no iba a dejar un solo día de buscar justicia. No faltó a ese juramento. En esos menesteres estuvo la cofundadora de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos (AEDD) hasta que falleció el 12 de diciembre de 2010, hace ya doce años.

En los últimos meses, la historia de Adriana Calvo volvió a emocionar a quienes vieron cómo la actriz Laura Paredes la personifica en la película Argentina, 1985. El de Adriana fue el primer testimonio de un sobreviviente en ser escuchado en el Juicio a las Juntas. Entonces, Adriana relató cómo el 4 de febrero de 1977 se la llevó de su casa en Tolosa una patota –con un embarazo de casi siete meses– y cómo una vecina logró quedarse con su hijito Santiago, de poco más de un año. La mayor, Martina, había pasado la noche con sus abuelos. Su marido estaba trabajando en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), donde eran docentes. A él lo secuestraron después.

– ¿Dónde están los chicos? –gritó ella con desesperación al enterarse que los dos estaban secuestrados en Arana.

La película le da una centralidad en la historia que merece pero también se toma licencias. No incluye –como apuntaron sus compañeros de la AEDD– la promesa de buscar justicia hasta el último de sus días y dice que ella y su entonces marido, Miguel Laborde, se fueron del país. No es cierto. Adriana y Miguel cuando fueron liberados discutieron la posibilidad de aceptar una beca en el exterior: él era químico y ella, física. Pero la decisión fue quedarse. Entre los dos contactaron a las familias de sus compañeros y compañeras de cautiverio.

En 1984, Adriana se presentó con su testimonio pasado a máquina en la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep). Había sistematizado toda la información que había reunido en esos meses en los que atravesó el infierno de lo que se conoce como el “Circuito Camps”.

Cuando se filmó el programa “Nunca Más” como un adelanto del informe, se conoció con Jorge Watts, sobreviviente del centro clandestino El Vesubio. Jorge Watts y Guillermo Lorusso impulsaban la conformación de una organización de sobrevivientes. Así fue como hacia fines de 1984 se formó la AEDD. En un momento en el que las llagas de los centros clandestinos aún estaban a flor de piel, juntarse con otros y otras que habían pasado por la experiencia concentracionaria era algo que no ofrecía otro espacio de militancia. Ni para Adriana ni para la AEDD, el Juicio a las Juntas colmó las expectativas. Una crónica de Martín Granovsky de ese entonces la muestra levantándose de la sala de audiencias enojada.

La vocación pedagógica

Osvaldo Barros fue el primer sobreviviente de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) en sumarse a la Asociación. Lo hizo en enero de 1986, unas semanas después de la sentencia en el Juicio a las Juntas. A mediados de ese año, los exdetenidos-desaparecidos fueron invitados a dar una charla en la Universidad de Mar del Plata. Viajaron, entre otros, Adriana, Osvaldo y Susana Leiracha –la compañera de Osvaldo, también sobreviviente de la ESMA–. Cuando el tren estaba por partir desde la terminal marplatense, Adriana se dio vuelta y se paró de rodillas sobre el asiento.

– Osvaldo, contame qué es la ESMA –le dijo. La charla duró más de cuatro horas.

“Ella quería saber y se interesaba profundamente por todos los temas”, recuerda Barros.

En los años de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y de los indultos, el movimiento de derechos humanos se dedicó a buscar resquicios contra la impunidad. En la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos, las fichas iniciales con los datos de quienes habían pasado por los campos de concentración se empezaron a convertir en Trabajos de Recopilación de Datos (TRD), que tenían la impronta de Adriana, que aplicaba el método científico a la construcción de la verdad.

En esa tarea también participaba Irene Ippolito, colega de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Buenos Aires (UBA), donde compartían la docencia y la militancia gremial. Irene recuerda que el primer TRD que hicieron fue el de Arana, ese lugar tan parecido al infierno y a una estación de torturas hacia otros lugares de detención. En la casa de Temperley de Adriana repartían los testimonios en el piso y hacían casi un minuto a minuto de las declaraciones. El trabajo muchas veces se continuaba en el auto: si una manejaba, la otra leía una declaración y así se iba sistematizando. “Ella siempre se encargó de formar gente”, dice Irene.

Denunciar el genocidio

Margarita Cruz llegó a la AEDD con más dudas que certezas. Ella era sobreviviente del Operativo Independencia, la fase inicial del genocidio que se había implementado en Tucumán. Se presentó con esa advertencia. No sabía si podía ser considerada una “sobreviviente” de la dictadura.

– ¿Vos estuviste en un campo de concentración? –le preguntó Adriana.

– Sí –contestó ella.

– ¿Entonces dónde vas a estar que no sea en la Asociación? –le respondió.

Para Margarita, hablar de Adriana es hablar de la lucha contra la impunidad –una batalla que la atravesaba completamente–. “Adriana tenía la capacidad de sintetizar lo colectivo y era habilitadora de gente que quería luchar y participar. Ella habilitaba acciones: todo sumaba en la lucha contra los genocidas y los gobiernos cómplices”, remarca.

De esa forma también la mandó a declarar en España ante el juez Baltasar Garzón. “Tenés que ir porque la ‘escuelita’ fue el primer campo de concentración”, la animaba. Para Calvo, había que aprovechar todos los resquicios contra la impunidad: militó los juicios por España y los juicios por la Verdad en la Argentina.

Llenar los tribunales de denuncias

Cuando se anularon las leyes de impunidad, los organismos celebraron fuera del recinto del Congreso. “Esa misma noche Adriana me dijo que iban a necesitar muchos abogados y abogadas para presentar las querellas”, recuerda Myriam Bregman, que así se sumó a Justicia YA.

– Vamos a tener que llevar las denuncias con carritos de supermercado –decía Adriana mientras festejaba.

Desde ese día, empezaron a buscar a quienes quisieran presentarse como denunciantes y luego como querellantes. “Ella era muy consciente de que la tarea de querellar era de las víctimas, de las familias y de los organismos”, dice Bregman. En simultáneo, leía con fruición todos los libros o trabajos que le podrían servir para calificar lo sucedido como un genocidio, recuerda Osvaldo Barros.

Guadalupe Godoy, en La Plata, era receptora de cierto temor reverencial que muchas veces los jueces le tenían a Adriana. “Usted pídame lo que quiera pero que no me llame la señora Calvo”, le suplicaba un magistrado en la ciudad de las diagonales.

La abogada también recuerda cómo una de las juezas de Casación salió a correr a la fundadora de la AEDD por los pasillos de los tribunales de Comodoro Py para avisarle que ese mismo día iban a sacar una resolución. “Tenía que ver con la potencia y con que no había forma de discutirle a Adriana. Era imparable con los argumentos y con la historia”, dice Godoy.

Un tesoro

Durante su cautiverio, cuando Adriana llegó desde Arana hasta la Comisaría 5ª de La Plata se encontró con Inés Ortega, una chica de 18 años que estaba embarazada. Su compañero también estaba secuestrado allí, pero en otra celda. El 12 de marzo de 1977, Inés empezó con el trabajo de parto. Las secuestradas gritaron y gritaron, pero el guardia no apareció. Fue Adriana –como era la mayor y tenía la experiencia de haber atravesado dos partos– quien la asistió hasta que finalmente la sacaron. Inés bautizó como Leonardo a su bebé. Estuvo con él cinco días en un calabozo hasta que lo sacaron de sus brazos. Después ella volvió a la celda con Adriana y el resto de las compañeras.

Leonardo restituyó su identidad en 2005 gracias a la labor de Abuelas de Plaza de Mayo. Primero conoció a su familia, después llamó por teléfono a Adriana y más tarde fue a visitarla a su casa. Ella fue quien le relató cómo fue su nacimiento y cómo estaba su mamá la última vez que la vio.

“Adriana para mí era como una cajita en la que guardás cosas importantes, un tesoro. Sabés que está ahí pero no la estás abriendo todo el tiempo. Yo pensaba que a Adriana la tenía que llamar para cosas importantes. Cuando ella falleció, yo me quedé con la sensación de arrepentimiento al no haber tenido una relación más fluida”, dice Leonardo Fossati Ortega.

“Hoy, Adriana, para mí, ocupa un lugar muy parecido a las Abuelas. Es como el camino a seguir, que tiene que ver con la valentía de dar testimonio y de transformar las cosas. No solo fue resistir, dar testimonio sino también juntar la prueba y llevarlos a los genocidas a juicio”, dice Fossati Ortega.

Hasta el último día

El cáncer avanzó rápido en 2010. La última actividad pública de Adriana fue en la marcha por el asesinato de Mariano Ferreyra en octubre de ese año. Para ella había una ligazón entre la impunidad del ayer la impunidad del hoy.

En sus últimos días, Adriana siguió trabajando en su laptop con los TRD –rodeada de la familia y de sus compañeras de la AEDD–. No llegó siquiera a ver elevada a juicio la causa del Pozo de Banfield, que se instruyó gracias a lo que ella había reconstruido del funcionamiento del centro y la maternidad clandestinas.

“Hasta sus últimos días de vida –dice Marga Cruz–, Adriana siguió pensando que no podían quedar impunes los que hicieron sufrir al pueblo.”