Deberíamos rediscutir a qué atribuimos nuestra pasión. Si nos viene del fútbol, ubicados en el escalón más alto del fervor deportivo que ya nadie discute. Si se acentuó por una Selección carismática y campeona mundial como la de Messi. Si influye el legado de amor por la camiseta que nos transmitió Maradona o, simplemente, si el disparador está en nuestra propia condición de argentinos, latinos y apasionados hasta la desmesura con cualquier excusa.

No lo decimos solamente acá. Afuera nos ven así. Ahora fue por una Copa Mundial. Pero también destacan esa exaltación transmisible de piel a piel, los músicos de rock en cada pogo cuando nos visitan, la prensa internacional que lo refleja y cualquier observador desprevenido de nuestro modo de ser tan efusivo.

¿Será que somos así por nuestro afán de protagonismo, un análisis del sujeto solo auditable por psicoanalistas? ¿Por sentirnos partícipes de una fiesta popular y masiva que jamás vivimos? ¿Será porque estar en el momento y espacio histórico preciso nos llevará a contarlo con orgullo a nuestros descendientes? ¿Será por formar parte de… O por el hecho de vivir una epopeya? Capaces de transferir y recibir sensaciones desbordantes como un tsunami.

Viví algo cuantitativamente semejante el 20 de junio de 1973, en el regreso frustrado de Perón con quince años. Un hecho incomparable con este presente por razones que excederían el espacio de esta columna. Pero este 20 de diciembre el hormiguero humano, serpenteante, esa marea de millones de hinchas de la Selección (tres, cuatro, cinco, lo mismo da), superó cualquier previsión más o menos sensata.

Se dio el mismo día, aunque veintiún años después, de la masacre del 2001. En un mes que la Argentina parece reservar para hitos callejeros que marcan nuestra sufrida identidad contemporánea. Esta explosión de júbilo popular por el título mundial en Qatar quizás se explique en aquel y otros de nuestros muchos padecimientos.

La fiesta imaginada en el obelisco, la Plaza de Mayo, las autopistas y avenidas desbordó los precarios diques de contención, la desprolija organización, un inocuo dispositivo policial que ya había dado indicios a la madrugada de lo que vendría a plena luz del día. Era posible que pasara lo que pasó. Podría explicarse en el bello título del libro de Susana Guzner, "La insensata geometría del amor", que aunque refiere a una historia pasional entre dos mujeres, aplica a cómo debería medirse semejante demostración afectiva de un pueblo para sus ídolos.

Es evidente que nadie pudo calcular el alcance de ese amor. Los más bienaventurados pudieron ofrendárselo a la Selección sobre la autopista Ricchieri. Pero el bus descapotable no consiguió ir mucho más allá. Los campeones mundiales tuvieron que ser evacuados en helicóptero. El objeto de la pasión argentina voló por el aire. Una pasión que es tan incontrolable como perdurable después de tres títulos mundiales.

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