“NAVIDAD no es Navidad sin regalos --murmuró Jo, tendida sobre la alfombra. --¡Es tan triste ser pobre! --suspiró Meg mirando su vestido viejo. --No me parece justo que algunas muchachas tengan tantas cosas bonitas, y otras nada --añadió la pequeña Amy con gesto displicente. --Tendremos a papá y a mamá y a nosotras mismas dijo Beth alegremente desde su rincón. Las cuatro caras jóvenes, sobre las cuales se reflejaba la luz del fuego de la chimenea, se iluminaron al oír las animosas palabras; pero volvieron a ensombrecerse cuando Jo dijo tristemente: --No tenemos aquí a papá, ni lo tendremos por mucho tiempo. No dijo “tal vez nunca”, pero cada una lo añadió silenciosamente para sí, pensando en el padre, tan lejos, donde se hacía la guerra civil.”

En mi casa, como en la de las hermanas March, no había regalos de Navidad, pero no por la pobreza, sino porque en mi casa no existía la Navidad. No había religión, no había Jesús, por lo tanto, nunca había nacido en ningún pesebre y Jerusalem era un sitio ocupado por los israelíes, que se habían olvidado de sus penurias en la Segunda Guerra Mundial y ahora eran opresores de los palestinos. Tampoco teníamos a mi papá --ni a mi mamá--. Ya hacía unos dos o tres años que los habían secuestrado, así que “tal vez nunca” eran las palabras que no decíamos, pero sentíamos.

En la casa de los tíos en la que nos criábamos, nada era de primera mano, todo lo habían comprado para mis primos cuando eran niños o habían pertenecido a las infancias de los compañeros solidarios. Pero Mujercitas fue mío en cuanto lo leí. Fue más que mío. Jo, la hermana que escribe y que se corta el pelo para venderlo y salvar de la indigencia a la familia era yo misma. Cada vez que cerraba el libro por la noche y lo abrazaba como un oso de peluche para dormirme, soñaba despierta con mi destino de artista y salvadora de mi familia.

Louisa May Alcott, la autora de Mujercitas, soñaba con ser escritora desde muy niña. Su papá, el señor Branson, era un trascendentalista bastante fanático que tuvo a maltraer a su esposa y a sus cuatro hijas, pero, en lo relativo a cumplir sueños, fue muy alentador. En su idealismo religioso no les permitía abrigarse con nada hecho con animales (tampoco con lana), ni comer lujos extranjeros como el azúcar o el café. Era un antiesclavista apasionado, así que el algodón, cosechado en las plantaciones por gente que debía ser libre, también estaba prohibido. Lo que tampoco estaba permitido para él era trabajar en nada que no fuera difundir su filosofía, por lo que su esposa vivió en un permanente ataque de ira apenas controlado: su vida se repartía entre la tierra de la que intentaba sacar algún alimento, las costuras para afuera y las tareas de la casa.

Louisa y sus hermanas crecieron mudándose para huir de los acreedores, comiendo mal y poco, padeciendo el frío y las enfermedades sin dinero para doctores ni remedios. Después de una reunión familiar en la que decidieron aguantar el temporal sin dispersarse, Louisa se fue a la cima de una colina con su diario íntimo y escribió: “Yo voy a hacer algo. No me importa qué: enseñar, coser, actuar, escribir, lo que sea para ayudar a la familia; y voy a ser rica y famosa y feliz antes de morir. Ya verán”. Por suerte se decidió para la escritura. Por suerte para mí y para todas las que encontramos en su alter ego --Jo March-- a una heroína a nuestra medida: sacrificarse por la familia no era casarse con un viejo rico, ni trabajar en una oficina. Había que escribir hasta dejarse la mano sangrando tinta y lograr que nuestros libros fueran populares.

Louisa escribió cuentos de crímenes y de fantasmas para todo el que ofrecía dinero por ellos. No los firmaba con su nombre, pero el nombre no era nada frente a la posibilidad de aliviar un poco las deudas de su familia. Los editores de diarios y revistas le pedían más y más, porque la gente los esperaba con ansiedad. En Mujercitas, el novio de Jo le critica que escriba cosas que no están “a su altura”. Jo le retruca que él nunca tuvo hambre, que no sabe lo que es necesitar cobrar por un trabajo para comer o para dar de comer a su familia. En la vida real, Louisa veía cómo, además, los varones hacían todo lo posible por evitar que las mujeres se atrevieran a escribir, y mucho más aún, a publicar. El United States Review publicó en 1853 un artículo que instaba a los autores estadounidenses a ser “hombres y héroes... No dejen la literatura en manos de unas pocas mujeres laboriosas”.

El asunto es que las mujeres también leían, y los hombres no estaban encontrando el modo de escribir cosas que este nuevo mercado necesitaba. Así, el editor de Louisa, que ya le había publicado algunas obras, le pidió que escribiera un libro para niñas. Al principio se negó, pero la necesidad es hereje. El 30 de septiembre de 1868 se publicó la primera edición de Mujercitas. En las primeras dos semanas se vendieron dos mil ejemplares. A partir de ahí su vida se empezaría a parecer a lo que se había prometido aquella vez en la colina.

Salgari y Verne, contemporáneos de Alcott (Salgari era más joven, pero vistos desde más de cien años después, parecen casi de la misma edad), también fueron escritores que trabajaron día y noche. También fueron pobres y trataron de que la escritura los salvara. Salgari se suicidó y dejó una carta a sus editores que habla por sí sola de las privaciones que implicaba la escritura: “A ustedes que se enriquecieron con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semimiseria o aún peor, sólo les pido que, en compensación por las ganancias que les he proporcionado, se ocupen de los gastos de mis funerales. Los saludo rompiendo la pluma. Emilio Salgari”.

Ella tuvo más suerte en general en este asunto. Se convirtió en lo más parecido a una rockstar de la época, con invasión a su casa y pedidos de autógrafos y de besos. Sin embargo, la literatura, o los críticos literarios más bien, no los han puesto en el mismo podio. Ellos, los escritores varones, son los clásicos que nutrieron a los escritores que conocemos. Ella, en cambio, es una artista menor. El relato épico del momento en que los varones decidieron convertirse a las letras siempre los encuentran rememorando al Sandokan de Salgari o a los viajes a la luna o al centro de la tierra de la mano de Verne. Las aventuras en el mar, las guerras, las tierras lejanas, siempre tuvieron mejor prensa que la vida de las mujeres, máxime si esa vida es narrada por mujeres.

Yo también leí a Salgari y a Julio Verne. El Capitán Tormenta --ese misterioso guerrero feroz que ocultaba su cuerpo de mujer debajo del hierro de su armadura--, se sentaba en mi almohada y conversaba con Jo. Conozco muchas escritoras que como yo amaban a Alcott, a Johanna Spyri y también a los autores de las aventuras marítimas y guerreras. No conozco tantos escritores varones que no piensen que Mujercitas es una lectura menor, doméstica, no-literaria.

Quién sabe, tal vez mujer, soltera, independiente, que logró ganar dinero con su trabajo de escritura, sea demasiado para que el patriarcado (aliades incluides) considere literatura a su obra. Una señora que hizo manualidades y la pegó con sus obritas. Hasta ahí.

Yo quiero hacer un homenaje a una autora enorme. Gracias Louisa: Mujercitas es una obra que nos viene haciendo escritoras a miles de mujeres desde hace más de 150 años. Mal que les pese a la academia y a los varones cool.