El cuento por su autor

Por razones que acaso Darwin explique mejor que nadie, buscamos siempre en las nubes figuras que podamos reconocer. Lo verdaderamente difícil, claro, es contemplarlas tal cual son. Al parecer necesitamos alguna clase de orden, de orientación, hacer de la naturaleza familia, una vez que, erectos, bajamos de los árboles en procura de alimento. Por eso no es tan fácil mirar un cuadro abstracto, abandonarse al puro sentido plástico de las formas, las líneas y los colores: el temor de que se aparezca un súbito tigre sable permanece intacto. Podemos apreciar la hermosa plasticidad de caligrafías remotas como la árabe o la china porque sabemos que, no tan en el fondo, alojan un sentido. O a la inversa, escuchar como extranjeras -puro sonido para nuestra furia o congoja- las voces del consuelo cuando el mundo se nos presenta ancho y ajeno. Creo que la literatura más interesante o, al menos, la que a mí más me interesa, opera en ese sentido: se encuentra hecha para perderse, para extrañarnos de nosotros solo para poder regresar al árbol con los frutos conseguidos. Este relato que sigue es parte de Lenguas Vivas, un libro que editará este año Eterna Cadencia.

Caligrafías

En la cúpula que cubre la cabeza de la virgen de su Anunciación, Fra Angélico ha pintado un cielo donde las estrellas se congregan en un prolijo sembrado militar. Todas ellas tienen el mismo tamaño como si la virgen ejerciera una fuerza gravitatoria capaz de congelarlas en una geometría de mantel bordado. Un cielo así violentado, de luces equidistantes, sin posibilidades de constelar, solo puede producir un riguroso desorden aquí abajo. A la noche se la disculpa porque sus luces han sido dispuestas por un chico indolente y distraído: de otro modo no podríamos dibujar en ella las figuras que nos orienten y nos lleven adonde las estrellas ya no tienen razón de ser, es decir, al fuego del hogar propio. El cielo de los santos solo sirve para extraviarse. Casi doscientos años de velas devocionales encendidas desde 1425 en el convento de Fiesole fueron alejando a la Anunciación de nosotros; una noche levísima y por lo tanto indetenible se fue posando sobre ella hasta que en 1943 se decidió la primera de sus restauraciones para devolverle su resplandor de origen. La última de ellas, practicada hace pocos años, reveló detalles inadvertidos como que una de las alas del arcángel de la nueva buena concluye con plumas de un pavo real. No debería sorprendernos, ya desde los griegos la cola del pavo real era vista como imagen del cielo estrellado; la diosa Hera atravesaba el firmamento en un carro tirado por ellos. No es fácil distinguir una constelación en medio de la noche por más obvia y grande que se la dibuje en un mapa. Del mismo modo ocurre con ciertas grafías extranjeras en las que nos es casi imposible saber dónde comienza o termina una palabra, una oración, es decir, dónde deberíamos tomar aire. Una gráfica de apnea esas inscripciones ondulantes o de rigurosa arbitrariedad arácnida como se nos antojan siempre los ideogramas chinos. Para quien sabe de constelaciones los ojos tienen una dirección obligada en el cielo de la noche. Por defecto leemos siempre de izquierda a derecha y si no conservamos el recuerdo de contemplar a las palabras como meros dibujos cuando no sabíamos siquiera deletrear es porque siempre supimos que algo se movía detrás de esos arbustos, de modo que no era ese el lugar donde anidaba el sinsentido de la belleza. Pero ahora, frente a esas lenguas inabordables, la sensación de estar sin oxígeno, en busca de un hueco donde tomar aire, comulga con la dicha de sentirse extraviado, a la deriva por un azaroso cielo sin dibujos. Una escritura así, de puro abandono plástico, comenzó a componer León Ferrari a principios de los años sesenta. Obras de una claridad auditiva tan precisa como ininteligible. Enormes y diminutas, ora muy abiertas, ora puro lacre, sin lógica en su continuidad, al borde del sentido, las palabras dibujadas respetan casi siempre la horizontal de un renglón imaginario. Su Carta a un general es una obra escrita en un alfabeto incomprensible, de trazos anudados con la fuerza de una certidumbre pero siempre, en algún momento, cuando algo parece develarse, brota un pliegue, un gesto, un golpe de muñeca y la línea se ensancha o se quiebra y la voz en ciernes se ahoga en un alboroto de tinta traviesa. Sin embargo, en el anteúltimo renglón de esa carta, a la izquierda, se recorta nítida la palabra Voz. Un clamor fugaz como los que aparecen en las descargas de una radio, el grito ahogado de quien se ha vuelto a sumergir, el grito mudo de Munch. Basta entonces descubrir una palabra inteligible para comenzar a mover el dial de nuevo en busca de algún sentido. Bueno, después de todo ese fue casi el punto de partida que permitió descifrar los jeroglíficos de la Piedra de Rosetta. La piedra en cuestión resguarda un decreto del faraón Ptolomeo labrado en tres escrituras: griega, demótica y jeroglífica. Champollion pudo descifrarla a partir de una anomalía que encontró en la sección superior, la trazada en jeroglíficos. Resultó ser que había una serie de cinco o seis signos encerrados en una suerte de cápsula. Asimismo, en las otras dos secciones, la trazada en demótico y la trazada en griego, idiomas que el francés muy bien conocía, percibió otra singularidad: solamente se consignaba un nombre propio, el del faraón Ptolomeo. La hipótesis de partida, entonces, cayó por peso propio: ese debía ser el nombre escrito en los jeroglíficos encapsulados. Lo que siguió no fue pan comido, claro, sino un guiso de cocción lenta que permitió descifrar un lenguaje oculto a la vista de todos por más de mil cuatrocientos años. La última vez que se escribió algo en ese sistema fue en el 394 de nuestra era en el templo de Isis en File. Ya el Imperio había prohibido cultos y ceremonias de todo aquello que no fuera cristiano, pero en esa isla remota del sur del Nilo, los trazos del faraón sobrevivirían unos ciento cincuenta años más. Allí un escriba llamado Nesmetajom trazó a las apuradas y en forma desprolija la última inscripción jeroglífica que conocemos: una alabanza al dios Meruel, forma local de Horus. Luego, abajo, consignó su nombre. Nada sabemos del escriba pero podemos imaginarlo inclinado sobre la arena encerrando en cápsulas su propio nombre y también el de su hijo ahí con él, arrodillado en silencio. Una leve brisa de atardecer separará uno a uno los granos que conforman sus voces una vez que se hayan alejado. Pero antes de llegar a confundirse con las dunas, Nesmetajon y su hijo remontarán vuelo hacia las estrellas. Arcas de un solo tripulante a merced del viento del desierto se dirigen hacia donde ya no moran sus dioses con cabezas animales sino uno nuevo y solitario que no entiende muy bien la monotonía de sus plegarias.

La piedra de Rosetta ha sido llevada por los británicos a su museo de Londres y los dedos de miles de visitantes se deslizan sobre las inscripciones como si de esa forma pudieran dar con la clave que descifre su misterio; las autoridades deciden entonces untar el bloque con una cera especial para que las caricias públicas no cubran de afonía las voces de la piedra. Champollion, cosa curiosa, nunca estuvo delante de ella sino que, al parecer, su trabajo lo realizó frente a una copia de yeso. Las yemas de sus dedos besan el nombre del faraón que revelará el secreto del mismo modo que hacen todos los que acarician la caligrafía impersonal del bronce en una íntima placa del cementerio. También ahí, en ese gesto braille, se suele buscar una clave, una razón, cuando el dolor enceguece. La escritura de León Ferrari abandona toda legibilidad al exiliarse en Brasil en 1976. Ariel, uno de sus hijos, ha quedado en Buenos Aires y es desaparecido por la Dictadura. Los cuadros escritos de su padre no saben entonces de reposos. Recuerdan partituras hechas de alambre de puas, electrocardiogramas, cartas borrosas, mensajes vistos a través de un vidrio esmerilado, ideogramas apresurados; y también, sí, líneas caóticas, diagonales que abandonan un ejercicio de perspectiva, lenguaje de hecho de cabellos. La contundencia de un balbuceo infatigable. Una urgencia cardíaca que se agota antes del habla.

Hacia la década del cincuenta una empresa norteamericana había inventado un postre que se preparaba con solo añadir leche al polvo del sobre. Dos sabores se arriesgan con facilidad: crema y chocolate. Lo que parecía una explosión segura de ventas vio la luz roja de fracaso antes de llegar a la primera esquina. ¿Qué había pasado? Pues ese postre de factura rápida, un trámite de repostería muy burocrático, daba la impresión, tanto a amas de casa como a las visitas, de que alguien se había sacado un problema de encima en vez de dedicarle un mínimo de tiempo al agasajo de los invitados, al marido cansado vuelto al hogar. La empresa arregló el asunto de manera sencilla: agregó a la receta un huevo innecesario. Entonces sí, tras batir y mezclar por un minuto, quedaban manifiestos los gentiles esmeros de la anfitriona. Algo semejante ocurre con los manuscritos que los escritores han decidido guardar o al menos no arrojar a la basura. Un manuscrito sin mácula, salido a borbotones, a la manera de Mozart con sus partituras, no solo es casi imposible sino que le resta verosimilitud. Las iluminaciones nunca se presentan completas, en cápsulas de Ptolomeo, antes bien, se instalan bajo el modo de una antesala, como una niebla que se disipa a medida se escribe, pinta o compone. Lo que aguardamos de un manuscrito es precisamente su carácter de palimpsesto, sus modales de boceto; queremos ser testigos del progreso de una idea y poco importa que en ocasiones nunca se sepa ni por asomo qué palabra fue tachada. Es que, precisamente, esas palabras suprimidas, esas flechas, corchetes, notas al pie, costuras y cicatrices, constituyen ese huevo en el postre que leemos. El manuscrito vale por sus descartes.

También leemos así, muchas veces, de manera abocetada, en ensayos o novelas, ciertos nombres largos muy a menudo extranjeros, de mucha consonante junta y confusa, nombres de autores, personajes o lo que sea consignen sus páginas, reconocidos a golpe de vista como un todo sin jamás intentar deletrearlos una vez. Se instala en nosotros una pronunciación clara, muda y eficaz que ignora el verdadero sonido del nombre. La nitidez de su integridad oculta el orden de sus partes. Solo así lo percibimos cuando, por alguna razón, debemos decirlo en voz alta. Con las ideas ocurre algo semejante. Hay un estado previo a su ejecución, donde se puede percibir como un todo lo que luego las palabras se encargaran de limitar. El relato, entonces, como ese nombre impronunciable tan claro antes de ponernos a deletrearlo. La cápsula de Ptolomeo al borde del descifrado; el momento previo a la sinfonía, cuando cada instrumento de la orquesta calienta motores por su cuenta antes de afinar; una gran sopa de umbral, incierta y previa; donde todo es posible porque nada se recorta todavía con nitidez; los contrarios aún no se han revelado como tales, todo se transmuta continuamente en otra cosa, lo aledaño y lo lejano se encuentran a la misma distancia de nuestra agitación. A medida que la pincelada avanza sobre la tela, la bruma de antesala se disipa; el concertino aúna a los instrumentos, lo indiferenciado, entonces, se reduce a lo posible.

En sus notas previas, en el vestíbulo de sus narraciones, Dostoievsky no solo dibuja -hay una predilección por elementos de la arquitectura rusa- sino que también pareciera practicar ejercicios de caligrafía. Consigna nombres propios con meticulosidad y preciosismo, nombres que no se vinculan con la novela necesariamente. Tararea con tinta una canción olvidada. Hay una página manuscrita de Los hermanos Karamazov que bien se puede exhibir como una obra de arte. Y quien nada entienda de ruso mejor sabrá apreciarla. La vista recorre toda la hoja sin ninguna dirección prefijada; arriba a la izquierda Dostoievsky ha dibujado una iglesia. Parece un mapa de sus ideas sin que quede en claro cuál de todas fue la primera. No hay sucesión en el derrotero sino transposición de planos. De alguna manera semeja a esos moldes superpuestos de las revistas de moda y costura. Mapas de madres, indescifrables para un chico que se conforma con la alegría de su divertida ininteligibilidad, siguiendo a veces el trayecto estricto de algunas líneas puntadas, como si se estudiara una expedición militar; dichoso en ese desconcierto avanza el hijo, como si copiara con regla un cuadro de Jackson Pollock o, lo que es igual, perdiéndose en un cielo uniforme de estrellas imperiales como el cielo radial de la Reina de la noche cuando clama y canta su venganza en La flauta mágica de Mozart o en el de estrellas dispuestas en círculos concéntricos en la abismal cúpula del mausoleo de Gala Placidia en Ravena o la capilla de los Scrovegni en Padua pintada por Giotto en 1305 o, mucho más atrás en el tiempo, en la tumba Nefertari, la esposa de Ramses II (por lo que se ve nadie puede dibujar nada en el cielo de la casa de dios).

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Fue el cielo ortogonal de la bandera de los Estados Unidos lo último inmóvil que contempló el astronauta. Nunca alcanzó a deducir por qué se había desenganchado de la nave. Eso sí, a medida que se aleja de ella sus percepciones se hacen cada vez más lánguidas y pausadas. No tiene nada de raro eso: usualmente en situaciones estresantes, ante la cercanía probable de la muerte, el cerebro necesita recopilar la mayor cantidad de datos posibles para poder actuar con eficacia y celeridad y, en consecuencia, sobrevivir; poco sabe y le importa si las chances son ínfimas o, como lo son ahora para el astronauta, directamente nulas. Su cuerpo da vueltas como si estuviera en una coctelera sin bordes pero aun así, envuelto en la miel de su lentitud psíquica; el astronauta intenta orientarse de algún modo, es decir, de establecer algún punto fijo, dibujando constelaciones. Desde donde se encuentra es imposible distinguir siquiera una –de hecho, si encontrara una, encontraría a todas las que ha observado desde la Tierra. Cinco estrellas brillantes y vertiginosas forman de pronto un involuntario perro sobre su lado derecho; no le hace falta forzar ningún dibujo para recortalo nítido: corre clarísimo detrás de una pelota impresa con la niebla lechosa de un cúmulo estelar que ahora aparece detrás suyo y se confunde con las ramas encendidas de un árbol. A mayor velocidad se aproxima a la Tierra la sensación de caer en cámara lenta se transforma casi en una experiencia de flotación y por momentos de bienestar; sin embargo, una vez adquiridos los datos que de nada han de servirle al astronauta, cuando precisamente advierte la inutilidad de los recursos acopiados, la miel desaparece sin siquiera llegar a derretirse y toda su vida comienza a suceder en un instante. No hay un inicio preciso en la secuencia regresiva porque no fue claro cómo se desenganchó de la nave, cómo fue el accidente, cuál la falla, cómo una caminata espacial casi de rutina, más allá de los múltiples peligros bien sabidos y esperados, devino tragedia. Antes del desenlace hay bromas en la nave, escenas militares y universitarias, novias. En esa sucesión simultánea de recuerdos delgados e ínfimos llega a una imagen suya contemplando con su abuelo el cielo nocturno en el patio de su casa. Es invierno y ya han cenado. Su abuelo señalaba las tres o cuatro constelaciones muy conocidas y le cuenta una de las tantas historias de Orión, cazador o amante, muerto de un flechazo o perseguido por un escorpión, una historia por todos contadas, donde, como en las comidas del pueblo, cada cual ha tirado algo de su cocina a la olla de la mitología, una historia que abarca la mayor cantidad de constelaciones posibles porque, en definitiva, ese era el algoritmo poético que le permitía a los viajeros ubicar astros en el cielo para poder regresar a casa. La voz de la madre llama al niño desde la cocina. Es hora de acostarse ya y hace frío ahí en el patio. En la imagen siguiente, si así puede dividirse ese segundo infinito, el niño corre alentado por los gritos de su abuelo lo más ligero que puede, puro latido de risa, cada vez más cerca de la casa donde lo aguarda un postre de vainilla; más rápido, más rápido, como pasan ya todas las imágenes de su infancia a una velocidad de abismo hasta que el astronauta entra a la atmósfera y se convierte en una estrella más de una constelación fugitiva que un chico, en una playa, señala sorprendido a su padre. Hay que pedir tres deseos, le dice el padre, que no alcanza a verla. ¡Una camiseta de Messi!, grita, feliz, el chico.

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En las cúpulas de la iglesia de los capuchinos, que diseñara el padre de León Ferrari, puede distinguirse el cielo nocturno de la ciudad de Córdoba durante diferentes momentos del año. Todas las noches en una sola con forma de cruz.