El palacio Mamounia de Marrakech fue construido en el siglo XVIII como un regalo del sultán Sidi Mohammed Ben Abdallah a su hijo, el príncipe Al Mamoun, por su casamiento. Recién en 1922 fue transformado en hotel, adquiriendo una configuración que aún incluye restaurants de altísimo nivel, decenas de hectáreas de parques y habitaciones de lujo. Sus pastos y majestuosas construcciones están cargados de historias, como la que cuenta que Winston Churchill elegía este lugar para refugiarse de la política y despuntar su vicio de la pintura: pasaba horas caminando por los jardines buscando inspiración. Churchill accedió al cargo de Primer Ministro del Reino Unido luego de renuncia de Neville Chamberlain, en mayo de 1940. Y Chamberlain, justamente, fue uno de los últimos personajes que le tocó interpretar a Jeremy Irons. El Mamounia, entonces, como el lugar ideal para una charla con este actor cuyo rostro ha sido visto por varias generaciones, al punto que, como con el fútbol argentino entre 2009 y 2017, hay un Irons para todos.

Claro que ni siquiera él imaginaba, durante su juventud, lo que le depararía la vida, pues su acercamiento a la actuación no fue intempestivo ni el fruto de una revelación vocacional: nacido en 1948 en la Isla de Wight, de chico solo sabía que no quería ser como “la gente aburrida” con la que se rodeada su familia, que lo suyo era más bien la errancia y la improvisación “de los gitanos”. “Tuve una educación muy convencional y nunca pude imaginar ese modelo de vida para mí”, recordó durante una charla pública realizada en el marco del 19º Festival Internacional de Cine Marrakech, donde asistió en carácter de invitado especial. “Tenía una impresión muy romántica de lo que podía ser la vida. En ese momento tocaba la guitarra al mismo tiempo que era trabajador social, un trabajo muy difícil porque tenía que dar todo de mí todo el tiempo y yo quería algo donde de alguna manera tuviera una devolución. Ahí me dije que debía tratar de ser actor o trabajar en la industria artística, que parecía ser una extensión de lo que venía haciendo con la guitarra”.

Recién ahí asomó en el horizonte el teatro, ese ámbito “maravilloso en el que sos parte de un grupo de personas que se junta para contar una historia, creás una conexión con el público, después te vas a otro teatro y hay otra conexión”, según lo definió. El recorrido continuó como el de nueve de cada diez actores ingleses: mamando Shakespeare en Londres, donde dividió tiempos entre castings de todo tipo y un trabajo ganapanes como limpiador de casas. Hasta que a fines de la década de 1960 consiguió un pequeño papel en un musical que operó como verificador de que, efectivamente, lo suyo era actuar. “Una noche estaba sentado cerca del escenario mientras alguien cantaba y tuve la sensación de que este oficio se complementaba conmigo como si fuera una pareja. Por eso siempre digo que hay que tratar que escucharse a uno mismo y no pensar tanto”, reflexionó.

Le siguieron varios años de teatros londinenses, sus primeros trabajos en televisión, un debut tardío (tenía 32 años) en el cine con Nijinsky (1980), la progresiva construcción de un nombre en Europa y, claro, el inevitable cruce al Atlántico para para bañarse con flashes en Estados Unidos, en lo que sería su etapa de mayor exposición. Una etapa que va entre mediados de la década de 1980 y fines de la de 1990, y que inició con La misión (1986), donde se puso en la piel del Padre Gabriel, y culminó con El hombre de la máscara de hierro (1998). Entre medio, hizo de todo: fue Elliot y Beverly Mantle en Pacto de amor (1988), de David Cronemberg; ganó un Oscar por su papel protagónico en Mi pasado me condena (1990), coqueteó con el qualité en La casa de los espíritus (1993), prestó su voz a esa encarnación del Mal absoluto que es Scar en la animada El Rey León (1994), jodió de lo lindo a Bruce Willis en Duro de matar: la venganza (1995) y se enamoró de Lolita en la adaptación de 1997 (hoy irrealizable) del libro homónimo de Vladimir Nabokov a cargo de Adrian Lyne.

Irons como Alfred en Batman vs Superman: el origen de la justicia.

Con el nuevo milenio, sin embargo, Irons se alejó de Hollywood para dedicarse al teatro y la televisión. Recién volvería a la meca de la industria a mediados de la década pasada con su papel de Alfred en Batman vs Superman: el origen de la justicia (2016) y Liga de la Justicia (2017), ambas de Zack Snyder, para luego convertirse en Adrian Veidt en la serie Watchmen (2019) y en Rodolfo Gucci en La casa Gucci (2021), de Ridley Scott, donde compartió set con Lady Gaga. ¿A qué se debe ese corrimiento del centro de la industria? A que Irons, afirma, actúa para vivir, no vive para actuar. “Soy muy afortunado porque trabajo en una industria que muchas veces paga muy bien y me permite hacer otras cosas que me interesan, como criar caballos, navegar o jardinería. Hoy encuentro menos trabajos interesantes. La industria está cambiando y ahora trabajamos en una atmósfera de muchísima corrección, lo que para mí es la antítesis completa del arte, que tiene que ver con romper barreras”, explicó ante un grupo de periodistas de medios de todo el mundo –entre los que estuvo Página/12– luego de la charla con el público.

 

-¿Y cómo afecta esa corrección a los actores? ¿Hoy es más difícil ganarse un lugar que antes?

-Tengo que ser cuidadoso y no caer en esa idea de viejos de que todo tiempo pasado fue mejor. Las cosas cambian y ahora hay un mercado enorme que no tiene el mismo proceso para construir estrellas que antes. Mi preocupación es que esa corrección política hace que los artistas tengan miedo de alzar la voz para decir lo que piensan. Por lo que hablé con los jurados del festival de este año, uno de los problemas que tienen es que la mayoría de las películas son muy correctas, y el arte no necesariamente tiene que ser correcto. El arte tiene ver con generar preguntas y emociones. Obviamente, esta situación favorece a quienes quieren que todo siga igual porque están ganando mucha plata. Pero espero que las cosas mejoren.

 

-Uno de los grandes desafíos de su carrera fue Pacto de amor, de David Cronemberg, en la que interpretó a dos gemelos opuestos entre sí. ¿Cómo preparó ese trabajo? 

-Las escenas con los dos personajes las filmamos con un doble de espaldas que me daba los pies para que dijera la letra. El desafío era diferenciar a los gemelos con algún gesto o particularidad, así que busqué un mecanismo que me permitiera sentirme diferente según qué personaje fuera. Se supone que los magos no deberían revelar los trucos, pero la realidad es que encontré dos puntos energéticos distintos en cada uno: el de Elliot estaba en la parte frontal de la cabeza y el de Beverly, en la garganta. Haciendo ese "switch" cambiaba mi posición corporal, mi mirada, mi tono de voz. Y cuando un hermano se hacía pasar por el otro, lo que hacía era imitar al otro sin cambiar ese punto energético, como para que se notara una mínima diferencia. Fue un truco simple, pero funcionó.

 

-¿Qué le dijo Cronemberg sobre ese mecanismo?

-Lo primero que hice fue leer todo lo que pude sobre los comportamientos de hermanos gemelos y la relación entre ellos. Después, David me dejó hacer lo que quisiera. De hecho, durante una escena que no salía me preguntó: "¿Estás seguro que sos el hermano correcto?"

 

-¿Suele pensar a sus personajes en términos energéticos o es más una cuestión intuitiva o metódica?

-Es un poco de todo, porque depende de qué tan lejos de mí está el personaje: mientras más lejos esté, ya sea en términos históricos o humanos, más trabajo tengo que hacer. En algunos casos se puede ser uno mismo y es sencillo, pero en otros puede ser importante hasta qué tipo de zapatos uso. Cuando hice La misión estuve cuatro meses en Sudamérica. Cuando filmamos en Cartagena, me saqué el calzado y no me lo volví a poner hasta que me fui, porque si iba a trabajar con gente del lugar tenía que sentir la tierra de la misma manera que ellos. Ese personaje en particular estaba muy lejos de mí: era católico, jesuita, cura... Tuve que investigar mucho. Uno va encontrando diferentes métodos según cada trabajo. 

El actor en La misión.

 

-¿Y cómo "sale" de los personajes después de habitarlos?

-Empecé en el teatro, así que ese ejercicio es habitual. A veces ensayaba una obra a la mañana, hacía otra a la tarde y una tercera a la noche. Estoy acostumbrado. El momento más importante es el ensayo, que es cuando buscás el arco emotivo del personaje. En el teatro es diferente porque uno va construyendo y corrigiendo sobre la marcha, pero una película no se filma en orden cronológico: es como un rompecabezas de momentos que después arman el director y el editor. En esos casos hay que tener muy bien pensando y analizado cómo convertirte en alguien que no sos. Pero, insisto, todo depende de qué tan alejado esté del personaje. El villano de Duro de matar: la venganza era parecido a mí, salvo por el hecho de que era alemán, y la pasé muy bien haciéndolo.

 

 

-Muchos directores arman sus elencos según lo que cada actor pueda aportar en el set. ¿Se considera uno de esos actores que aportan?

-Puede ser. Siempre amé a los directores que me piden cosas que creo que no puedo hacer y me empujan más allá mis límites. Es importante llegar a un punto común sobre lo que quiere el actor y el director, aunque debo confesar que no soy de hablar mucho cuando estoy trabajando. El otro día leí algo, no me acuerdo dónde, sobre alguien que no se acordaba cómo era la otra persona ni mucho menos su cara, pero sí de lo que sentía cuando estaba con ella. Creo que ese es mi manera de trabajar: no hablo mucho porque lo que me importa son los sentimientos que entran en juego en el set. La gente suele pensar que los actores somos showmen, que nos gusta andar por ahí mostrando talento, pero en realidad somos vehículos para generar una conversación entre una obra o película y el público. No hay nada más maravilloso que conseguir que esa comunicación se produzca. Por eso siempre trato de que la actuación no sea exagerada.

 

-En 2021 le tocó interpretar a dos personajes reales y uno fue Rodolfo Gucci en La casa Gucci. ¿Cómo fue trabajar con Ridley Scott?

-En La casa Gucci no tuve un papel central, así que filmé solo un par de semanas. Obviamente conocí a Lady Gaga, que me parece una aparición enorme y una artista extraordinaria, además de una mujer muy talentosa y graciosa. Trabajar con Ridley fue gracioso porque usa muchas cámaras, sabe muy bien qué tiene que hacer en cada escena y, por lo tanto, no es necesario repetir tantas veces. Esa es una manera hermosa de trabajar porque implica no preocuparse tanto por repetir los gestos ni las posiciones corporales. Y es un maestro visual, un pintor, sus películas siempre se ven bien. Además, su manera de aproximarse a Gucci me pareció extraordinaria, casi shakesperiana en la manera en que lo muestra envuelto en la tragedia.

 

-El segundo personaje real fue Neville Chamberlain en la producción de Netflix Múnich en vísperas de una guerra.

-Así es, es una adaptación del libro Múnich, del periodista Robert Harris, que hizo un trabajo muy profundo para conocer a ese hombre que pasó a la historia como un débil y un tonto. Robert se propuso retrotraerse hasta los años '30 para ver cómo era la situación en ese momento, que por otra parte era muy parecida a la de hoy en Ucrania. ¿Nos mantenemos neutrales? ¿Qué hacemos? Después sabemos qué hizo Churchill, pero en ese momento era una decisión muy difícil porque todavía estaban muy cerca los recuerdos de la Primera Guerra Mundial y nadie quería repetir eso. Lo que me fascinó del libro es cómo muestra los problemas en el detrás de escena del gobierno, algo que no está en la película porque Netflix pensó que no le gustaría a la audiencia y decidieron borrar esa subtrama.

 

 

-En Estados Unidos hay una suerte de fascinación con los actores británicos, especialmente con los shakesperianos, que en muchos casos llegan a Hollywood para hacer grandes superproducciones. ¿A qué lo atribuye?

-Tengo que ser honesto y decir que he hecho películas en Hollywood solo porque pagan muy bien. A veces es divertido, pero nada se compara con las producciones más pequeñas en las que todos trabajan como una familia para contar una historia. Respecto a esa fascinación, además de que hablamos el mismo idioma, quizá sea porque tenemos una historia cultural mucho más larga que la de Estados Unidos y, probablemente, artistas más interesantes. Pero bueno, no quiero morder la mano que alguna vez me dio de comer.