La señora vino esta mañana de nuevo para decirme que Dios me ama y que llevo en mi cuerpo una bendición. Siempre que viene se queda un rato y me acaricia el pelo, me da besos en la frente y después me deja sola, se va. Yo me aburro en esta pieza blanca y limpia, sin espejos, con una sola ventana que tiene rejas por fuera y no se puede destrabar. Hace calor, me asfixio, quiero irme a mi casa; pero la señora dice que por unos días me tengo que quedar acá en la ciudad, que así lo quieren Dios, la Virgen y mi mamá.
Afuera hay un jardín vacío, con plantas raquíticas y tierra seca. Y de la ventana se descuelga una arañita que flota y se mueve con el viento; cae lenta, muy lenta, hasta que llega al piso y también se va. Me aburro acá, le dije a la señora. Y ella me trajo revistas y una muñeca de plástico. Pero yo ya estoy grande para jugar con muñecas. Me dejan salir al jardín. Hay una hamaca pero está rota. Ojalá venga alguien pronto para arreglarla. Me lo prometió la señora. Pero ya pasaron dos días y la hamaca sigue igual.
No hay televisores tampoco. Ninguno. Me aburro y paseo por el pasillo, que es oscuro y limpio; las baldosas rojas brillan y reflejan la poca luz que llega del patio, hay un poco de olor a humedad; es el lugar más fresco de la casa, me recuerda a los corredores de mi escuela; a la hora de la siesta me voy a una punta y canto en susurros la ronda de la farolera. Quisiera abrazar a la muñeca; pero ya soy grande como para andar jugando con muñecas, la verdad.
Estoy sola y me aburro. No quiero rezar como me piden. No sé por qué mi mamá quiere que me quede acá mientras ella sale a trabajar. Quiero que me saque, que me lleve de nuevo a mi casa. Pero no viene, no la veo. Y me quedo sola, rodeada de gente que no sé quién es, de dónde vienen y adónde se van.
Extraño a mi amiga, a mi perro y al manantial que desagua en la zanja que está atrás de rancho que levantó mi papá. Ese arrullo era mi refugio, mi escape del mundo cuando pasaban esas cosas que me lastimaban siempre y que, por lo que dice la señora, eran, de Dios, Su Voluntad.
Pienso en el amor de Dios Padre, como lo llama la señora, y en la vida que llevo dentro por su bendita voluntad. Pienso y pienso y me duelen la panza y los sueños, me dan ganas de llorar. La señora dice que no esté triste, que no me preocupe más, que ella me va ayudar. Dice que puede conseguirme una casa para ir a trabajar y una familia que se haga cargo del fruto de mi vientre; así lo llama: fruto de mi vientre. Pero yo no quiero trabajar en ninguna casa, quiero seguir ayudando a mi mamá. Quiero ir a la escuela y que me saquen el infierno que llevo en el cuerpo, el fuego del diablo que me quema y me quema y no me deja en paz.
No es el diablo, me dice la señora; es una vida, una bendición. Dice que el amor del Padre es más fuerte que todo, que la vida es sagrada y es más importante que la ley del hombre, porque el hombre gobierna y vive sin la conciencia de que todo de Dios es voluntad. Y que todo Dios es Voluntad.
Dice todo eso y yo no le entiendo nada. Cierro los ojos cuando habla y me da miedo pensar. Me da miedo que se abra la tierra y me trague el infierno, que se me seque la lengua y se caigan mis ojos cuando, cada vez que veo al Cristo crucificado sobre la cabecera de la cama, me doy trompadas en la panza y sólo me salen insultos para él, su Padre y su mamá.
Clarita me contó que una vez lo escuchó llorar al papá; estaba borracho y decía que Dios era malvado, que nadie que se diga bueno y justo podría castigarlo por nada como lo castigaba a él. Clarita me contaba que su papá lloraba, y lloraba ella al contarlo; y lloraba yo también por ella y porque me acordaba del mío, que también se emborrachaba pero no se enojaba con Dios Padre, se enojaba conmigo porque me quería escapar.
La señora viene y me acaricia, me da besos en la frente, me dice que lo que iba a hacer era malo, un pecado mortal; me lo dice y se va. Pero antes una doctora me había dicho que sacarlo estaba bien, que yo era una nena, que tenía derechos, que me podía ayudar; y mi mamá dijo que bueno, pero después vino la señora y me trajeron hasta acá.
Me llevaron a una misa antes de traerme. Me hicieron hablar con un cura, que me dijo que si me arrepentía de mis pecados Dios me iba a perdonar. Le dije que yo no había hecho nada malo, que el malvado había sido mi papá, pero de eso no quiso hablar; me dijo que cargaba en mi cuerpo el fruto de un pecado, del pecado original. Le dije que la señora que me trajo a la iglesia me dijo que yo cargaba una bendición y no un pecado, que pecado mortal era sacarlo. Me dijo que por eso mismo me perdonaba el Padre, porque era Su Voluntad la vida, y que rezara mi penitencia antes de comulgar.
No quise comerme la hostia. Me la saqué de la boca y la escondí entre la ropa. Después la tiré por el inodoro entre la mierda, cuando fui a cagar. Y ahora eso también me da miedo. No quiero irme al infierno. Pero tampoco quiero más el amor de ningún Padre, ni que se haga en mi cuerpo Su Voluntad.
La señora vino recién, de nuevo, para decirme que Dios me ama y que manifestara intención de quedarme porque me habían ido a buscar; no me dijo quién me buscaba y usó esa palabra: manifestar. Siempre que viene se queda un rato y me acaricia el pelo, me da besos en la frente, pero esta vez no pudo porque atrás llegó una mujer policía que la empujó al pasillo y me pidió que juntara mis cosas porque me iban a sacar de la casa. Pensá en lo que vas a hacer, me dijo la señora, y en su voz escuché al diablo y en sus ojos vi el infierno. La policía se llevó a la señora a otra pieza.
Apurate, nena, me dice la mujer policía. Yo no me apuro. No puedo, porque todavía no volvió mi mamá. ¿Le van a avisar? La policía dice que sí, que ya sabe. Agarro algunas de las revistas que me regaló la señora, guardo las medias y las bombachas en un bolso de supermercado, dejo en la cama la muñeca de plástico. Miro al Cristo de la pared y me da miedo. No quiero que Dios me castigue, quiero irme con mi mamá.