En La Guajira colombiana una empresa carbonífera dejó sin agua a dos pueblos indígenas. Los habitantes del lugar denuncian que el emprendimiento es también el responsable del aumento de enfermedades en la región. Un grupo de mujeres llevó la causa a los tribunales y la Justicia le dio la razón, pero la contaminación y las violaciones a los derechos humanos perpetradas por la empresa persisten y dejan sin sueños a los habitantes de estas comunidades.

Hace 9 años, a pocos meses de su nacimiento, los médicos detectaron que el bebé de Luz Ángela Uriana, del resguardo indígena wayúu Provincial, en La Guajira, Colombia, tenía problemas respiratorios. Le dijeron que debía irse de su territorio: el polvillo del carbón explotado por la empresa Cerrejón, transportado en un ferrocarril con vagones sin protección, había llegado a sus pulmones.

En ese entonces, la empresa había logrado llegar a un acuerdo con un grupo de habitantes de La Guajira que reclamaba porque el proyecto minero estaba ocupando sus territorios. Cerrejón ofreció comprarles sus tierras para que pudieran irse a otro lugar. Para Uriana, que se enteró del acuerdo desde el hospital en el que estaba internado su hijo, no era suficiente. “Sentí mucha vergüenza en ese momento, porque no pensaron en la salud de los niños ni de la comunidad. Yo no quería permitir que quienes vivían en las comunidades pagaran por esa mala decisión. Decidí que la empresa debía ser demandada por la salud”, recuerda haber dicho en ese momento.

Integrantes de la comunidad afectada por el proyecto minero de Cerrejón. Imágen: CAJAR.

En La Guajira, al noroeste de Colombia, habitan principalmente dos pueblos: el wayúu y el de los bárbaros hoscos. Es la región más seca del país. En la zona norte del departamento las pocas fuentes de agua que hay están dispersas y son de difícil acceso para las comunidades. El sur es atravesado por el Río Ranchería, que está contaminado. Antes, los pobladores cavaban pozos para extraer agua. Ahora ya no la encuentran: la megamina utiliza 24 millones de litros de agua al día.

La explotación minera y la impunidad como paisaje

El proyecto minero Carbones del Cerrejón Límite comenzó a operar en La Guajira -uno de los 32 departamentos que conforman Colombia- en la década del 80. Es una de las minas de carbón a cielo abierto más grandes del mundo. Son 69.000 hectáreas ubicadas en la cuenca del río Ranchería, al sureste del departamento, en manos de la empresa suiza Glencore. El año pasado, según datos de la compañía -que dice contar con más de 11.000 colaboradores entre empleados y contratistas-, su producción de carbón superó las 23 millones de toneladas.

Ya son 17 las sentencias judiciales en contra de Cerrejón. En la sentencia T-614/19 -accionada por mujeres de Provincial- la Corte Constitucional colombiana le ordenó a la empresa controlar que sus emisiones no lleguen a “niveles de concentración que afecten la calidad de aire” en el resguardo indígena, disminuir el nivel de ruidos producidos por la actividad y adoptar estrategias efectivas que impidan la contaminación de fuentes hídricas. Pero según los habitantes del lugar la empresa no cumple los fallos y “por eso hay comunidades que no quieren iniciar demandas”.

Mujeres wayúu caminan en busca de agua. Imagen: CAJAR

El proceso judicial fue acompañado por el Colectivo de Abogados “José Alvear Restrejo" (CAJAR) y en él se comprobaron los altos niveles de contaminación a los que están expuestos de manera continua los habitantes del resguardo Provincial. “Aquí la impunidad se ha hecho paisaje”, afirma Rosa María Mateus Parra, abogada representante del CAJAR. “La empresa tiene un alto nivel de captura corporativa. Ante un Estado debilitado, frente a las empresas no hay herramientas jurídicas efectivas para lograr la responsabilidad penal”, agrega.

En el fallo, además, se le exigió a la empresa realizar limpiezas del material que se encontrase en casas, pozos de agua y vegetación. “Nosotros buscábamos que no se ampliaran los tajos de donde se está sacando el carbón, para mitigar la contaminación. Pero esto es mediocre, porque ¿cómo van a hacer con los pulmones de los niños?”, se pregunta Uriana, que vive a menos de un kilómetro de la mina y es defensora de derechos humanos.

Sin acceso al agua

A la dificultad de acceso a los pozos de agua subterránea se le sumó la disminución de fuentes de agua superficiales. En 2015 Cerrejón quiso desviar el cauce del río Ranchería para explotar el carbón que se encuentra debajo de su lecho. Luego de fuertes movilizaciones de las comunidades en defensa de uno de los pocos recursos hídricos que posee el lugar, la empresa desistió de hacerlo. Finalmente, la mina decidió ir por uno de sus afluentes, el arroyo Bruno. En el 2017 desvió 700 metros al norte un tramo de 3,6 kilómetros hacia predios del área concesionada, propiedad de Cerrejón, quitándole el acceso a las comunidades.

“En el norte de La Guajira los habitantes reciben mucha ayuda del Estado. Pero hay algo que aún no han podido superar: el acceso al agua. Sencillamente no hay. ¿De qué les sirven la comida y los remedios si no tienen agua para consumirlos?”, se pregunta Uriana. Las familias no pueden cocinar. “Hay muchos niños que se mueren de hambre”, cuenta.

De acuerdo a cifras oficiales, La Guajira es uno de los lugares de Colombia que más casos de desnutrición registra. El año pasado fallecieron al menos 50 niños menores de 5 años por esta causa. El Instituto Nacional de Salud confirmó, además, que más de 1.200 niños fueron diagnosticados con desnutrición aguda. Pero los casos podrían ser más. “Hay un subregistro enorme. Muchos niños de comunidades y de resguardos muy alejados no están incluidos en esas estadísticas”, asegura la abogada Mateus Parra.

El polvillo de carbón que sale de la mina queda suspendido en el aire y viste los árboles y las casas de los pobladores. Imágen: CAJAR.

Las comunidades, además, denuncian que las causas oficiales de esas muertes no siempre son las reales. “En el sur los niños se mueren porque se enferman mucho, no por desnutrición. El polvillo que está en el aire afecta muchísimo la salud”, cuenta la defensora de los derechos humanos y luchadora ambiental. Desde que la mina apareció en el lugar, los casos de cáncer de pulmón y de enfermedades de la piel aumentaron. “Aquí una niña de 9 meses falleció porque se le había inflamado un pulmón. En el hospital dijeron que había muerto de desnutrición. Los médicos no quieren poner la causa de muerte real porque tienen miedo”, agrega.

Uriana cuenta también que desde que comenzó a denunciar a Cerrejón sufrió amenazas de todo tipo. “Aparecieron hombres motorizados, dispararon al aire. Me llamaron por teléfono, me dijeron que si no paraba se la iban a agarrar con mi familia, con quienes yo más quiero”, cuenta.

Sin recursos y sin sueños por la megaminería

Las explosiones para extraer el carbón agrietan las casas, que tiemblan ante cada detonación. Los químicos usados durante el proceso llegan a los pocos recursos hídricos que posee el lugar y el polvillo de carbón que sale de la mina queda suspendido en el aire y viste los árboles y las casas de los pobladores. También llega a los pulmones de niños y adultos.

El material extraído de la mina es transportado en un ferrocarril que recorre entre cinco y seis veces por día los 150 kilómetros que separan a la mina del Puerto Bolívar, al norte del departamento, y esparce el polvillo del carbón por toda La Guajira. Al puerto llegan diariamente 80 mil toneladas de carbón.

El pueblo wayúu es un pueblo onírico. Al despertarse, lo primero que hacen cuando se ven es preguntarse en wayuunaiki qué soñaron. Sus guías espirituales son mujeres que orientan a los habitantes a través de sus sueños. “Muchas de estas mujeres, importantísimas en la vida de las comunidades, han dejado de soñar porque el tren pasa todo el tiempo y las despierta”, denuncia Mateus Parra.

“La riqueza del pueblo wayúu es su agricultura y el pastoreo. Ahora ya no se pastorea; los territorios donde se llevaba a cabo la actividad fueron comprados por Cerrejón”, relata Uriana.

Las mujeres wayúu son conocidas por sus tejidos. Los más populares son las mochilas, que se distinguen por sus colores y diseños. En el último tiempo, estos trabajos las empoderaron aún más: se volvieron un sustento económico. “Vender nuestros productos para nosotras ha sido muy fuerte, por todo lo que representa. En otros lugares la empresa da cursos y capacitaciones a las mujeres wayúu que no tienen la posibilidad de comprar material para hacer su propio negocio”, cuenta la habitantes del lugar, y subraya que de ese modo la empresa logró cooptar a muchas personas de las comunidades.

Mujeres en defensa del territorio. Imágen: CAJAR.

Una lucha encabezada por mujeres

A la lucha encabezada por Luz Ángela se sumaron otras mujeres. Hoy son cinco las que forman parte del Comité de Defensa del territorio Provincial. “No ha sido fácil, ser mujer aquí es terrible. Los hombres no valoran lo que hacemos. Se sienten amenazados por nosotras”, dice y agrega que las mujeres son continuamente señaladas por otros integrantes de su comunidad: “Las autoridades y los demás líderes no nos quieren”.

Una de esas mujeres era su tía, quien luego de quince días con fiebre falleció en el hospital más cercano, a 45 minutos de donde viven. Fue hace dos años. En los estudios se veía una nube negra en sus pulmones. El médico que la atendió los comparó con los de un fumador, pero ella nunca había fumado. La mujer tenía 42 años y era una de las soñadoras más jóvenes de la comunidad.

La producción minera de La Guajira representa un 40 por ciento del PBI minero del país, que equivale al 1,26 del total nacional. En el 2021, el carbón fue el producto minero que más divisas generó para el país. “Todo ese carbón que se saca de Colombia es quemado en otro lugar del mundo y contribuye a la crisis climática. Aquí hay un racismo ambiental: estas poblaciones no solo son afectadas por estos megaproyectos, también van a ser las más afectadas por el efecto que generan el cambio climático y la crisis climática en la que ya nos encontramos”, sostiene, por su parte, Mateus Parra.

Para la abogada, los daños generados por la mina son irreparables y la empresa debe paralizar sus actividades para dar inicio a procesos participativos de transición energética que incluyan a las comunidades. “Este modelo extractivista que se ha determinado para nuestra América Latina no deja el progreso y desarrollo que se decía”, se lamenta.