Uno de los debates clave de este año pasa por cómo diseñar una política energética razonable que no consista en cobrarle a todo el mundo la electricidad por lo que cuesta producirla y distribuirla, incluyendo a quienes no pueden pagarla, pero tampoco en empujar con la panza con desactualizaciones tarifarias ni subsidios indiscriminados hasta para quienes no lo necesitan.

Lo primero que hay que tener en cuenta es que actualmente la energía eléctrica es generada y distribuida en el Área Metropolitana (AMBA) por empresas privadas concesionarias que, obviamente, tienen como objetivo fundamental obtener una ganancia por encima de sus costos. Esa actividad está regulada por el Estado ya que, por el tipo de explotación o los niveles de inversión necesarios, es una actividad monopólica u oligopólica que no admite una competencia suficiente de oferentes para garantizar la menor tasa posible.

La regulación de la tasa de ganancia es uno de los primeros puntos del debate energético, como así también los controles que debe ejercer el Estado para que en los costos no se escondan ganancias encubiertas. Pero suponiendo que esos costos son reales y que la tasa de ganancia es razonable y no monopólica, el debate de fondo recién empieza cuando hay que definir la política tarifaria.

Políticas antagónicas

En un extremo, la postura ortodoxa-liberal plantea que “la energía debe pagarse por lo que cuesta producirla” de manera indiscriminada, lo que implica, como en todas las propuestas de esta visión, una suerte de igualdad entre desiguales, tan injusta como la desigualdad entre iguales. 

Es lo que hizo la gestión energética del gobierno anterior con la eliminación indiscriminada de los subsidios a las tarifas, atenuada parcialmente con una tarifa social insuficiente. Esto afectó no sólo a los usuarios de bajos ingresos que debieron postergar otros consumos para afrontar el encarecimiento energético, sino también a pequeñas y medianas empresas a las que se les cambió de un día para otro su estructura de costos, con serios problemas de adecuación a su nueva ecuación económica.

Sin embargo, las políticas heterodoxas alternativas han carecido hasta ahora de una concepción razonable y sustentable, ya que se han limitado a lo que llamamos "empujar con la panza", sin resolver la cuestión de fondo y acumulando desequilibrios que terminan contradiciendo los objetivos que supuestamente se persiguen. 

Los ingredientes habituales provenientes de estas concepciones, catalogadas como populistas, son: 1) congelar las tarifas o retrasarlas con relación a la inflación; 2) incumplir los contratos con las concesionarias que, más allá de que tengan condiciones favorables a ellas, están firmados y en su mayoría bajo jurisdicción extranjera; 3) aplicar o mantener subsidios al consumo de manera indiscriminada, alentando una utilización excesiva y dispendiosa de los recursos energéticos, sobre todo por parte de quienes no necesitan esos subsidios; 4) acumular déficit y compromisos incumplidos que tarde o temprano deben ser afrontados por el Estado mediante aportes o condonaciones que salen de recursos públicos y que no precisamente tienen una concepción progresiva en cuanto a distribución de las cargas tributarias.

La estructura

Después del controvertido proceso de privatizaciones llevado a cabo a partir de la última década del siglo pasado, la generación de energía eléctrica está en manos de empresas privadas, con la excepción de Yaciretá, Salto Grande y Atucha, que siguen siendo estatales, pero no alcanzan a cubrir el 30 por ciento de la oferta. 

Lo mismo sucede con la distribución mayorista y minorista, que lleva la energía hasta los usuarios finales y que, salvo algunas cooperativas provinciales, está a cargo de empresas privadas, con concesiones exclusivas por región.

Así, en una punta están las empresas generadoras, que conforman un esquema de oferta que si bien no es monopólico tampoco es de competencia perfecta, como lo entiende la teoría económica clásica, sino una mezcla de oligopolio y competencia monopolista que requiere algún tipo de control y regulación para evitar abusos colusivos.

En la otra punta del mercado eléctrico están las concesionarias monopólicas con áreas geográficas exclusivas, como los casos más conocidos de Edenor y Edesur en el AMBA, para las cuales el control estatal exclusivo está a cargo de la Secretaría de Energía de la Nación, que define el cuadro tarifario para los usuarios finales, y del Ente Nacional Regulador de la Electricidad (ENRE), que controla la provisión adecuada y obligatoria del servicio a esos usuarios.

En el medio de estas puntas del mercado eléctrico actúa una sociedad anónima con mayoría privada, integrada por las mismas empresas que participan del sistema en un 80 por ciento y por minoría estatal en un 20 por ciento, llamada Compañía de Administración del Mercado Mayorista Eléctrico (CAMMESA).

CAMMESA fue creada en 1992 junto con el proceso de privatización del sistema. La función básica de esta empresa “mixta” es la de relevar el perfil de la demanda y organizar una provisión equilibrada entre las generadoras y las distribuidoras, tanto en volumen como en precios, organizando el despacho combinado de la oferta térmica e hidroeléctrica.

Pero esta participación estatal, aunque minoritaria, termina siendo el talón de Aquiles donde se conjugan todos los desatinos que se hacen para tratar de morigerar el impacto que este esquema genera para los sectores de menores ingresos.

Sucede que en la práctica, CAMMESA termina siendo el intermediario entre los pagos que deben hacer las distribuidoras por la energía que demandan y las cobranzas de las generadoras que la proveen. Entonces, cuando el Estado congela las tarifas finales o las retrasa con relación a la inflación de los costos, si no aumenta los subsidios lleva a las distribuidoras a no poder pagar la energía que compran.

Y si CAMMESA no tiene más remedio que pagar a las generadoras lo que demandan las distribuidoras, alguien tiene que poner la diferencia. Adivinen quién: sí, el Estado que es quien obligó a pagar tarifas por debajo del costo. 

Pero esta “solución” vía recursos fiscales tiene el mismo efecto que un subsidio indiscriminado a todo el consumo eléctrico, porque permite que todos los usuarios, de bajos y elevados ingresos, paguen la energía más barata y, en la mayoría de los casos, consuman mucho más de lo necesario, con el consecuente déficit energético, que insume divisas vía la importación de gas para las usinas térmicas.

Subsidios

¿Cuál sería una solución que el Estado no acumule desaguisados como éste o parecidos? Asumir que, guste o no guste, hoy el mercado eléctrico está privatizado, con contratos suscriptos con jurisdicción extrajera, por lo cual las tarifas en su conjunto deben tener en cuenta el costo de generación y distribución, pero controlando que esos costos sean reales y no ficticios y que la tasa de ganancia sea razonable para las prácticas habituales del sector.

Si se definiera de esa forma el valor de la tarifa básica en las diferentes regiones por parte del Estado Nacional o los provinciales, según el caso, para que el servicio eléctrico sea accesible para todo el mundo y no haya despilfarros, sería preciso diseñar un nuevo esquema de subsidios.

Los subsidios deberían ser direccionados exclusivamente a quienes tienen menor poder adquisitivo, tomando en cuenta no sólo a las personas sino también a las PyMEs. ¿Cómo se financiaría ese esquema de subsidios para que no signifique una nueva carga para el Estado? El aporte provendría del encarecimiento de la tarifa básica para los sectores de altos ingresos, a quienes no sólo habría que quitarles el subsidio actual sino encarecerles la tarifa con un tributo redistributivo sobre sus consumos.

Tanto los subsidios como el tributo compensador tendrían que estar diseñados en función de los niveles de consumo, para evitar el despilfarro. Así, los usuarios destinatarios del subsidio serían beneficiarios si no exceden un consumo mensual determinado y los cargos tributarios tendrían que ser crecientes en función de los niveles de consumo de los sectores no subsidiados.

Esta idea de encarecer el consumo eléctrico a medida que aumenta el ingreso para financiar los subsidios es criticada con el discutible argumento de los subsidios cruzados y fue resistida en su momento por las distribuidoras privadas porque argumentaban que les impedía incrementar su mercado de ventas. 

Sin embargo, hay dos argumentos clave para defender esta estrategia: 1) es más equitativa que solventar los subsidios con recursos fiscales, provenientes de un esquema impositivo claramente regresivo, y 2) hoy la economía argentina, con el grado de escasez de divisas que padece, no se puede dar el lujo de admitir excesos de consumos energéticos de ningún tipo, que impliquen tener que restringir otro tipo de importaciones esenciales.

Claro que esto no luce atractivo en el último año de gestión de un gobierno popular, porque podría implicar una pérdida adicional de votos de quienes verán duplicado o triplicado el valor de su consumo eléctrico; pero sí habría que considerarlo seriamente si lograra renovar su mandato

Y si el escenario previsible es que el Gobierno volviera a caer en manos neoliberales, valdría la pena instrumentarlo ahora, para evitar el retorno de la política que dice que la energía hay que pagarla por lo que cuesta producirla, quitando todos los subsidios sin discriminaciones ni atenuantes.

(*) Docente de la Universidad Nacional Arturo Jauretche, Coordinador de la Licenciatura en Economía – @novak_daniel