Fernando de la Rúa fue un presidente de la modernidad tardía, suelo moral de la hipocresía. Carlos Menem de la posmodernidad, suelo a-moral del cinismo (el planteo es conceptual, no cronológico). Durante sus respectivas gestiones los dos hijos del primero y la hija del segundo recibieron acusaciones de copiarse en exámenes. Al ser encarados por el periodismo, ¿qué dijo De la Rúa? (categórico): “¡No, jamás!, mis hijos son incapaces de copiar”. ¿Y Menem? (canchero): “Y, bue… ¿Quién no se copió alguna vez”?

La verdad sesgada es la navaja del cinismo y de la hipocresía la falsedad insidiosa. Suelen utilizarse como sinónimos, pero no lo son. Son paralelas azarosas pues por momentos se tocan. La hipocresía a la que se le marca su falsedad y la niega se transforma en cinismo, por el contrario, el cinismo descubierto y persistente deviene hipocresía.

El cinismo tiende a expresarse mediante ironía, sarcasmo y burla. La hipocresía también se burla, pero “caretea”. En el dispositivo verdad-mentira se oponen y contaminan al mismo tiempo. Hipocresía y cinismo son afecciones existenciales, modos de ser en el mundo, actitudes frente a sí y hacia la otredad. No solo ciertas personas y grupos son afectados por la hipocresía o el cinismo (a veces por ambos), hay periodos histórico culturales marcados por estas pasiones. La modernidad fue hipócrita, la posmodernidad y la época contemporánea, cínicas. Los líderes de derecha derrochan ejemplos.

La pobreza cero prometida por Macri; la delirante acusación de fraude de Trump; el compromiso de corrupción cero de Bolsonaro; la “prioridad educativa” de Larreta reducidor serial del presupuesto educativo; la presunción de no pertenecer a la casta política del paradójicamente político Milei; o el cinismo desfachatado de los medios de comunicación hegemónicos, que hacen silencio ante los contubernios entre jueces, políticos y periodistas de su palo -reunidos en secreto en Lago Escondido, por ejemplo- mientras flamean la falacia de que sus trapicheos no deben juzgarse porque se descubrieron por medios ilegales. Como si el sistema de espionaje y decretos no fuese el modus operandi cotidiano de los jíbaros del Estado. Como si un delito no continuara siéndolo independientemente de cómo se lo descubrió. Como si dejara de ser una orgía jurídica corrupta realizada por usurpadores de bienes públicos.

“Desplazamiento del suelo moral” denomina Paula Sibilia a este corrimiento histórico desde la hipocresía de las instituciones modernas al cinismo contemporáneo producido -o favorecido- por el creciente maridaje con las nuevas tecnologías digitales. Esta autora considera que nos vamos adaptando a ellas -sobre todo las móviles fácilmente manejables- y producen adecuación a una nueva forma de vida. La hipótesis es atendible pero discutible. Porque más que adaptación hemos entrado en la era de la interacción. Los medios en sí mismos es obvio que no son neutros, pero tampoco son determinantes per se. El uso que se le da a la lámpara de Aladino digitalizada nos reconvierte siguiendo una dialéctica sin superación. Vivimos en tensión.

Para el cinismo político un decreto es “democrático” si favorece a la derecha, pero es desestabilizador si lo enuncia un gobierno popular. Una acusación fundamentada de asesinato merece cárcel común si les acusades son humildes, pero si son jóvenes privilegiados los cuida el Buen Pastor, y si hay que cambiar locación por temas procesales, acondicionan y pintan los calabozos para que se parezcan lo menos posible al cajón en el que se pudre el también joven Fernando, “negro de mierda” le decían mientras lo mataban, ahora lo llaman “la víctima” (¿por qué no lo nombran?).

El suelo moral hipócrita disimulaba la irritación con formalidades. Si se escapaba de las manos la posibilidad de una segunda presidencia, quien perdía daba la cara y sonreía al oponente. En el suelo moral cínico, en cambio, no hay lugar para fementidas gentilezas ni para transición amistosa del poder. Trump o Bolsonaro le arrojan dardos venenosos al ganador y emulan a personajes de la farándula escupiendo resentimiento, cosificando y descalificando. Macri despechado reta a la población por no haberlo votado.

La hipocresía si es descubierta produce vergüenza (todavía) porque ocupa el suelo moral de valores -heredados y declinantes- basados en verdades comprobables, “objetivas”. El cinismo, en cambio, insiste con sus dichos bizarros sin avergonzarse y sin pruebas. Porque en el suelo (a)moral actual la verdad ya no exige contrastación empírica, basta con la convicción del poder que la enuncia. El juez Moro condenando a Lula sin pruebas o la Suprema Corte arrancándole la venda de los ojos a la Justicia.

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Hipócritas (hypokrites) son les actores. No porque en Grecia fingieran personajes femeninos -a las mujeres se les prohibía ser actrices- ni porque interpretaran bajo una máscara llamada persona, sino porque hypo remite a debajo y crita a discernir. La hipocresía, aunque diga falsedades, sabe reconocer lo que hay de verdad debajo del simulacro. La pasión hipócrita, similar al teatro, pretende hacer creíble lo falso. Pero si insiste en la falsedad se convierte en cínica. Es la actitud que atraviesa hoy el pegoteo entre poderes (político, jurídico, legislativo y periodístico) que deberían ser independientes entre sí. Este cinismo contemporáneo nada tiene que ver con el antiguo. El filósofo Diógenes vivía en la calle de lo que le daba la gente y no se regía por normas sociales. Como les demás cínicos/as (había también mujeres) era partidario de la vida austera, el desinterés económico y el desprecio por el ostento social. Por eso les llamaban perros. Pero eran seres éticos. El cinismo actual carece de valores morales y ofrece un punto para repensar la resistencia frente a estas nuevas prácticas, incluyendo medios “informativos” y redes sociales. Si el opresor cambia las tácticas hay que repensar las estrategias. Ahondar en esta genealogía es un eje posible. La solemnidad moderna y el desparpajo posmoderno confluyen y se distribuyen en nuestra contemporaneidad póstuma (y tensa). El neoliberalismo persiste en sus fake news e inocula veneno discriminatorio mientras se envuelve con el manto del cinismo y echa a andar indiferente sobre los humeantes escombros de una época de utopías extinguidas que reclaman necesidad de renovarlas.