Ver como una niña mira: inaugurando. La niña que fue asoma en los ojos chispeantes de Clara Obligado, escritora díscola de una tradicional familia literaria (su bisabuelo era Rafael Obligado), que se exilió por la dictadura cívico militar y desde 1976 vive en Madrid, donde dirigió los primeros talleres de Escritura Creativa que se organizaron en España. “Escribir, fantaseo mientras camino, es ir hacia el sueño, imaginar hacia atrás”, escribe en Todo lo que crece (Páginas de Espuma), un extraordinario libro híbrido, una especie de marca de agua en la narrativa de esta escritora que se define como una “optimista radical” en la entrevista con Página/12. Clara lee la naturaleza y su infancia, entre la memoria y el ensayo, acunándola en la palma de su mano con esperanza y asombro.

“Los embriones tempranos de aves, caimanes, cerdos y humanos se parecen. Se parece, también, lo que se gesta en el viente de una madre a la sombra de un helecho, nos desarrollamos a partir de un huevo, en algún momento tenemos branquias. La materia viva se replica, somos parientes de los peces. Quizá las flores nos llaman la atención porque rememoran nuestra época de insectos, nos relamemos y zumbamos frente al polen. Me gusta pensarme así, en cadena”, confiesa en Todo lo que crece. “No puedo dejar de comparar la escritura con la naturaleza, mis estrategias literarias se acercan cada vez más a ella, es la dueña de una economía impecable, todo se reutiliza y lo que muere se convierte en abono”, subraya la autora de la novela La hija de Marx (Premio Femenino Lumen en 1996), de los volúmenes de cuentos Las otras vidas, El libro de los viajes equivocados (Premio Setenil 2012), La muerte juega a los dados y La biblioteca de agua, y del libro de ensayos Una casa lejos de casa.

--En “Todo lo que crece” hay encuentros y desencuentros con la figura del padre. La madre, en cambio, es la distancia y el desencuentro permanente. ¿Por qué tiene más peso el padre?

--Este libro es un homenaje a mi padre, tengo muy claro que estoy trabajando la figura paterna; en otros libros trabajé la figura materna, pero siempre como ambigüedad. Me gusta ser sincera con los vínculos familiares; tampoco es que mi padre fuera una maravilla, en absoluto, pero sí me donó el amor por la naturaleza. Mi madre era una mujer difícil; pero sobre mi madre ya escribí y creo que hice las paces literariamente con ella. Mi madre era una persona que te hacía la vida incómoda; su lema era pudiendo ser infelices ¿para qué vamos a ser felices? Tenía todo para ser feliz, pero no pudo.


La fascinación por Borges

--En el libro aparece Borges como un padre literario. Tu padre lo cuestionaba porque en el cuento “El sur” convierte a los gauchos en pendencieros, y los gauchos son amables y educados. “Los confunde con los compadritos. Puros estereotipos”, advertía tu padre, que hizo una lectura válida de Borges, ¿no?

--Sí, es válida. Siempre que releo “El sur” pienso que tenía razón. Por otro lado, mi padre era también un hombre de letras, por su familia, por su tradición, y un gran lector, pero no superaba el siglo XIX. Con Borges tenía una especie de confrontación porque lo había conocido y tenía una relación con mi abuelo (el poeta Carlos Obligado); eran maneras de ver la literatura. El que tenía razón era Borges, sin duda. Pero las objeciones campesinas de mi padre era realistas. A mí siempre me acompañaron esas objeciones y lamento que él no haya disfrutado de Borges.

--¿Disfrutaste siempre de Borges?

--No. Yo estudié en la UCA (Universidad Católica Argentina). Borges se había jubilado en la Universidad Pública y quería seguir dando clases porque le gustaba y fue a la UCA y pidió que lo tomaran. Y le dijeron que no porque era agnóstico; gran parte de los estudiantes hicimos una carta en la que pedíamos que lo incorporaran. Yo creo que llegué a darme cuenta de que era muy interesante tenerlo como profesor, pero no lo adoraba. Mi generación no tenía ninguna fascinación por Borges. A Borges lo empecé a adorar cuando lo leí en el exilio y dije: “¡dios, esto nunca lo voy a poder hacer!”. No es la temática de Borges lo que más me atrae. Lo que me atrae de Borges es cómo escribe, su fascinación con el lenguaje, su ironía, su sentido del humor. La sintaxis de Borges me parece maravillosa. Yo aprendí a escribir con Borges; muchas cosas mías son borgeanas.

--¿Cuáles te parecen más borgeanas?

--El libro de los viajes equivocados es un desmontaje de “Emma Zunz”, incluso hay una frase de “Emma Zunz” metida en un cuento. Yo leo “Emma Zunz” y digo: ¿cómo lo hizo? ¿cómo lo pensó? Y necesito todo un libro para acercarme; eso para una escritora es una maravilla, aquello a lo que no vas a llegar nunca.

La escritura como ruina

--¿De dónde viene tu gusto por las ruinas?

--No tengo idea…. He tenido muchas casas, muy distintas y en distintos lugares. Nunca he comprado una casa terminada porque no me interesa. Una casa sin fantasmas no la quiero (risas). Una casa donde no pueda cambiar todo de lugar no me interesa. A mí me gusta el espíritu de las casas: la buena madera y las ventanas; alguien que pintó algo hace cuatrocientos años y ahí está… una pared torcida. Eso es lo que me gusta.

--¿Cómo vinculás el gusto por las ruinas con la escritura?

--La escritura es como acercarse a una ruina de uno mismo. Uno se acerca a esa ruina con el deseo de convertirla en un objeto estético. Te diría que es igual que una obra; pongo todo en distintos lugares y cuando está hecha no me interesa más; es igual que un libro cuando lo terminás. La ruina es una memoria. Quizá el hecho de haber perdido mi casa me lleva a tener una especie de entusiasmo por la reconstrucción, por poner de nuevo en el espacio algo que se cayó. Sueño mucho con casas con las puertas cerradas a las que no puedo entrar, y creo que eso es hijo del exilio.

--¿Esas casas de los sueños están en Buenos Aires?

--Sí, en una Buenos Aires que no conozco. Yo tengo un mal sentido de la orientación, lo cual parece gracioso pero no tiene ninguna gracia. Siempre me pierdo, me cuesta mucho viajar sin nadie porque sé que me recorta los movimientos. El sueño es en una zona de Buenos Aires que desconozco, un lugar en el que estoy perdida, pero es Buenos Aires. En el sueño no puedo entrar a la casa o no puedo entrar a las habitaciones de la casa; es muy angustiante. En Una casa lejos de casa escribí que sueño con casas adonde no puedo entrar.

Optimista radical

– “Me permito habitar ese gran error que es la esperanza”, afirmás hacia el final de “Todo lo que crece”. ¿La esperanza aparece de tu observación de la naturaleza?

--Yo soy una optimista radical (radical en el sentido de la raíz) porque creo que la única forma de construir un pensamiento utópico, que nos hace mucha falta, es desde una postura esperanzada. Aunque sepas que no se va a cumplir lo que estás pensando. No importa; yo sí estoy dispuesta a pensar que se va a cumplir. Estamos viviendo con tantas dificultades por donde quieras (aquí, en Europa, por todas partes), más el desastre ecológico que está en puerta; nosotros tuvimos un verano de 45 grados diarios durante un mes... La impresión es que el próximo verano no vamos a poder salir de casa. Hay que mantener el optimismo porque lo otro es empezar a quejarse y decir que todo se va al diablo, pero de ahí no se puede sacar energía para hacer nada. Ese es mi optimismo radical; no es autoayuda, es ponerte en una postura que te permita construir algo un poco esperanzador.

La esperanza sonríe en los labios de Clara. Leyó muchos libros para escribir Todo lo que crece. Entre esas lecturas destaca a naturalistas como Susan Fenimore Cooper (1813-1894), pionera de la literatura que reivindica el ecologismo y la sostenibilidad; y Rachel Carson (1907-1964), bióloga marina crucial en la puesta en marcha de la conciencia ambiental. “El libro me acercó a una forma de ver las cosas que no tenía: la enorme indiferencia de la naturaleza. Nosotros somos una especie en peligro porque somos particularmente dañinos y nos estamos cargando al planeta. Pase lo que pase el mundo va a subsistir, con o sin nosotros. La sensación es que hay una sabiduría natural que ahí está”, reflexiona la escritora. “Hay algo que ignoramos de la naturaleza, pero que si nos pusiéramos a estudiar lo veríamos: la capacidad de reconstruirse que nosotros no tenemos. Durante la pandemia, cuando frenamos, la naturaleza rápidamente empezó a actuar de otra manera. Si paramos, todavía podemos desextinguirnos, como lo llaman los biólogos”.

Mirar de otra manera

--¿Cuánto hace que criás gusanos?

--Hace unos quince años que tengo gusanos. Mi padre decía que los gusanos son más interesantes que las ballenas porque crean el humus. Cuando escribí Si un hombre vivo te hace llorar, estuve visitando vertederos durante dos años. Y ahí empecé a obsesionarme con la basura. Esa novela que publiqué en Planeta España quise traerla a la Argentina hace más de viente años. Leyeron el libro y me dijeron entonces que era “buenísimo”, pero “la basura no es nuestro problema”. Cuando salí de la editorial, había chicos revolviendo la basura. En esa época empecé a estudiar el tema del reciclado. En la terraza de mi casa tengo dos tambores grandes y adentro están los gusanos, con los que tengo una estupenda relación. Yo tengo gusanos rojos, que es la especie recicladora... Esto se está poniendo muy friki; vamos a alejarnos (risas).

--Sigamos con lo friki, ¿en otra vida fuiste un avestruz?

--Es verdad, tengo un cuento sobre una señora que se parece a mí, que tiene una vida normal y cocina, pero que cuenta que en otra vida fue un avestruz. Ese cuento, en el fondo, habla de mi pasado. Yo tenía avestruces y me sentía muy empática con ellas porque son pájaros que no vuelan y yo tengo mucho vértigo; tienen una especie de culo grande, yo también. Las avestruces son feministas. Mi primera relación con el feminismo fueron las avestruces; el macho cuida a las crías y a mi todo eso me fascinaba de chica. Son mis recuerdos de la pampa, de una pampa sin soja. Las avestruces son preciosas y perfectas.

--Apenas empieza el libro decís: “veo como los niños ven: inaugurando”. ¿En la escritura también tenés que escribir como inaugurando?

--La escritura tiene que ver con mirar de otra manera. La escritura de mercado mira de manera despótica, entonces afianza los prejuicios, mientras que una escritura literaria es una escritura que molesta, que mueve. Y para mover tenés que mirar de otra forma, como si fueras Adán o Eva; todo el tiempo tenés que inaugurar esa mirada desde otro ángulo. Es como la experiencia del viajero, de la viajera. ¿Por qué nos gusta viajar? Porque empezamos a ser otra persona, alguien que inaugura y mira por primera vez. Toda situación tiene una especie de destello nuevo; hay algo que no había entendido y de pronto lo entiendo. Para qué escribir si no es para entender de una manera distinta.

--En el final de la primera parte del libro te preguntás si el “hermoso cuerpo” joven de quien fue tu pareja estará bajo las aguas del río, en un fragmento en el que aludís a los vuelos de la muerte. Después agregás: “Pero de todo esto no quiero hablar”. ¿Por qué no querés hablar?

--Yo no suelo hablar de estos temas porque me parece que la literatura quizá no sea el mejor vehículo. Yo no sé qué pasó con él; posiblemente lo tiraron al río. En esa imagen hay algo consolador también; el río contado como si fuera una madre, algo que acoge, cuando es todo lo contrario. Literariamente es más eficiente dejar que actúe la imaginación; nunca me acercaría por el lado de hacer una descripción brutal; es lo que hacen los griegos con la tragedia: jamás representan las muertes. Edipo no se arranca los ojos en escena. Mucho peor es pensar cómo lo hizo.

--¿Hay en tu escritura un doble movimiento: lo que se cuenta y lo que se calla?

--Sí. Ahora estoy trabajando mucho con el silencio; parece que me estoy volviendo mística, pero te juro que no. Hay una frase de Clarice Lispector, una escritora que me gusta mucho, que dice: “escribo para que me lean en los renglones vacíos”. El trabajo literario sería provocar con las palabras un silencio activo en el lector.

Cooper y Chéjov

--En el libro recuperás a Susan Fenimore Cooper, quien cuatro años antes que Henry David Thoreau escribió el texto que funda el naturalismo: Diario rural. ¿Cómo la descubriste?

--No sé cómo llegué a ella específicamente...tengo un librero de confianza, que está en los agradecimientos del libro, Giuseppe Maio, y creo que él me sugirió varios libros. El olvido es parte de la historia de las mujeres. Hagas lo que hagas, cuando buscás siempre encontrás una mujer que fue olvidada, no le dieron importancia o no está mencionada, y te quedás pasmada. Fenimore Cooper publicó el libro como “By a lady”, ni siquiera lo firmó con su nombre.

--Otro escritor que mencionás es a Antón Chéjov y apuntás una idea de él: “el arte de escribir es el arte de borrar”. ¿Qué importancia tiene Chéjov?

--Chéjov es uno de los primeros escritores feministas. El último cuento de Chéjov es sobre una mujer que deja la casa atrás y se va sola. Chéjov era un hombre del futuro. Hay una herencia chejoviana en (Raymond) Carver y el minimalismo, pero también en una escritora como Alice Munro. Yo tengo de Chéjov el humor y el interés por el mundo pequeño. La influencia de Chéjov está absolutamente viva.