Clava el cuchillo en el punto extremo del dibujo, como queriendo sostener fija la inmensidad de esos cuatro horizontes rojizos del atardecer que ya anuncia viento hacia el amanecer. En un rato, cuya duración medirá según los ciclos de su pensamiento, podrá ver cuánto coinciden (por gusto) sus trazos en la tierra con la cruz del sur. La marca transversal a la derecha del cabo de asta está alineado en esa dirección, dirección que durante el día fue reconociendo según el movimiento del sol. Quien no fija el rumbo antes de la noche, se pierde en este desierto, dicta el sentido que va ordenando cada uno de sus actos. El rastro del puma se costeó hacia el oeste ya varias leguas atrás. Será un problema para los toldos, si es que hay toldos a esa altura. No ha visto ninguna rastrillada entre tantas vizcacheras desde hace varios días, salvo un palo que sin dudas es el palo vertical de alguien olvidado bajo aquella cruz. Hay otra cruz en su recuerdo y la mirada burlona de tanta frialdad de quienes los echaron incendiando su rancho y deshojando papeles que no sabe entender. No prenderá fuego ni tampoco ve fuegos en el horizonte. Si cambia el viento bajará el puma. La muesca en el asta erró por poco a la punta de la cruz del sur. Se acuesta con la cabeza apuntando a la brújula y borrando el dibujo de las estrellas en la tierra. Antes de dormir escuchara los indicios de la noche profunda, acaso sentirá la cercanía del flete y entrará cauteloso al sueño arrastrado por los mismos pensamientos que suelen despertarlo antes de la madrugada. Los suyos dormían. No podían saber. En cambio en los toldos duermen alertas o se turnan para dormir. Si el puma se les acerca, los perros empezaran a ladrar. Si el puma se le acerca, el cambio en la dirección del viento lo tendrá que despertar. Repite esa frase a modo de estímulo recordatorio con la vista todavía fija en el cielo, que en la línea de una estrella fugaz, lo llama a poder descansar aun con los ojos abiertos a esas primeras imágenes. El humo se hace una columna oscura cercada a los lados por varios puntos. Rodea despacio la cañada masticando bronca. Al llegar a las ruinas, el gris verdoso de los pastos se introduce escrito en los ojos de ellos. Ellos están dibujados con palabras que los hace inasibles a la ferocidad de los puntazos que tira. Retrocede y vuelve a tirar. De los trazos cortados en la humanidad del gringo y el juez, se reescriben miles de otros iguales ocupando la llanura atravesada a lo lejos por un tren de palabras idénticas. Miles de historias se apiñan en las mazorcas de un maíz que no pierde el gris verdoso fabricado por las letras salidas de un molino que gira intenso y despide otras tantas letras que conoce y signos parecidos a las guardas de los pampas. Muchas de esas letras se hacen números encerrando el ganado cimarrón en corrales multiplicados al infinito. El paisaje cambia a un rojo amarillento. Tira más puntazos y el cuchillo se enreda en un poncho escrito con las palabras del Juez. Sus deudos son dos signos de interrogación oscuros esparcidos entre las cenizas del rancho disminuidas a puntos disolviéndose en la tierra. El viento qué las lleva no silva. El agua que las arrastra no las moja. Esos fenómenos corren sucesivos en pulsos de ritmo salidos de algún lugar que se repite y repite (con variantes) la realidad diaria de cada palabra. Unas letras góticas serpenteantes lo arrastran desde los pies, pero el segundo facón alcanza a cortarlas justo cuando un vacío aspira cada signo y cada palabra arrastrando los colores. No hay nada. Un grito de letras "s" venido de la oscuridad lo golpea en la cara. Los ojos abiertos sienten el cambio de dirección en el viento. El flete esta incomodo. Empieza a clarear. Los pastos verdosos siguen el ritmo del viento. Espera. Estira las piernas entumecidas por el rocío. Cada uno de los días de su vida es un lenguaje escrito según el tiempo de las cosas que va leyendo. Piensa en los deudos. Se persigna y manotea el cuchillo justo antes del salto del puma.

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