Por los mentideros de la noche porteña ya circula la especie: en el último libro de Edgardo Cozarinsky hay por lo menos una obra maestra, un cuento extraordinario, de esos que no se olvidan. Y para los entendidos de la milonga, también hay un cuento de tango que da brillo y lustre a la propuesta. Todo eso se rumorea, aunque con los primeros rayos de sol, los chismes (dignos del “museo del chisme”) se disuelven porque se trata esencialmente de un libro nocturno. El cuento fuera de serie se llama “La otra vida” y está ubicado -estratégicamente, audazmente- al comienzo del volumen. En efecto, puede afirmarse, compartir y difundir la especie: es extraordinario. En “La otra vida” se narra una variante en blanco y negro de la muerte, una muerte que no trae dolor pero es insípida, y también se esboza un más allá de la muerte intrincado, administrativo. Opaco. Un hombre es atropellado en Parque Lezama y para cuando se levanta del suelo y entra al bar Británico se da cuenta de que está irremediablemente muerto. Ahí se encuentra con un amigo muerto unos dos años atrás y va comprendiendo que la vida seguirá igual que antes, pero sólo le será dado hablar y alternar con los muertos, los vivos le pasarán al lado sin verlo, sin registrarlo, sin sentirlo. Y más tarde se entera de que los muertos, que parecen vivos, a los tres años se borran, se esfuman, se mueren en serio. Y más adelante aún se da cuenta que hay una manera de eludir ese purgatorio de los tres años, de prolongarlo, y que para eso hay que negociar una prórroga al mejor estilo balzaciano de La piel de zapa, intercambiando algo del orden del deseo por algo del orden del cuerpo y el alma. Y por si todo lo dicho hasta aquí no alcanzara, el final del cuento pega un giro inesperado, un viaje hacia la infancia, el origen. 

Además de extraordinario, “La otra vida” trae reminiscencias de aquel relato también notable que abría Vudú urbano, “El  viaje sentimental”, encarnizado, potente, hacia una Buenos Aires que los milicos habían vuelto un infierno pero también un mundo habitado por marionetas cínicas, vacías, que convertían en una pesadilla de la Historia la experiencia de pasaje del protagonista. Y como dijimos, ya promediando el libro, se destaca “Noches de tango”, quizás uno de los textos sobre las milongas porteñas de aquí y ahora que puedan integrar futuras antologías sobre el tema, porque tiene la virtud de enlazar la música ciudadana con el presente rabioso y la decadencia de lo moderno, no sólo con el pasado y la nostalgia.

En rigor, todo el libro parece citar de alguna forma u de otra modulaciones narrativas ya probadas por el autor, y visitar o revisitar geografías y paisajes que Cozarinsky, cosmopolita y viajero, recorrió, de Camboya como en “Grand Hôtel des Ruines”, a Odessa. Pero conjeturamos que más allá de esos territorios este es un libro esencialmente urbano, porteño y nocturno. Por eso, ese primer cuento donde vida y muerte se cruzan de madrugada en los alrededores del parque Lezama, y después los muertos en vida pululan por una anómica ciudad de Buenos, Aires, es determinante, le marca el pulso a lo que viene y también se complementa con “Noches de tango” para arrojar un “Nocturno” porteño, también en línea con la reciente Dark, quizás de los libros más perturbadores ofrecidos por Cozarinsky. Hablamos, claro está, de un tono, de una pátina, de una idiosincracia. Lo demás es Cozarinsky en buena forma y reconocible, el “método Cozarinsky” en acción, método condensado en “Little Odessa”, el último cuento, adjudicado a uno de esos escritores y narradores que pululan por estas páginas y que ya ni siquiera son un alter ego, porque aquí la línea delgada entre autor y narrador es delgadísima, y si no atendemos a divisiones superadas entre lo fantástico y lo real, podríamos pensar que varios de los textos de En el último trago nos vamos, entran bastante cómodamente en la categoría de autoficción. Ese método, precisamente, es el del que no hace del ser escritor una carrera (o un oficio, como se jactaban algunos en tiempos más románticos) que tiene sus tiempos, sus horas del día, sus momentos y rituales. No: el escritor según el método Cozarinsky es una máquina de oír, observar, que vive mientras carbura sobre el filón narrable de lo que está ahí pulsando. “El escritor, se jactó, nunca descansa, no sabe qué futuro tendrán las notas que toma pero íntuye que, de la página o de la memoria, algún día saldrán a la superficie e intentarán encontrar nueva vida”.

Entre una cita -deliberada o no- a los comienzos y un despliegue de registros que suena a balance pero no a cierre, sin embargo En el último trago nos vamos logra finalmente cristalizar una propuesta heterodoxa y libre, una personal mirada sobre cómo contar y cómo mirar. Una mirada sobre la mirada. Una lección acerca de cómo observar desde un costado pero aun desde adentro de lo vivido y más allá de lo vivido.

En el último trago nos vamos Edgardo Cozarinsky Tusquets 199 páginas