Falta poco para que se cumplan dos años del estallido de la pandemia de la Covid-19, un momento excepcional que pareció, al menos en un principio y en medio del aislamiento, el miedo y la incertidumbre, hacer volar por los aires los cimientos de casi todo lo conocido.

Fue en ese contexto de emergencia que en la Argentina se desató un revuelo formidable alrededor de un supuesto proyecto para declarar de interés público todos los recursos sanitarios del país, incluidas las camas de internación.

Un día después, el runrún había quedado en la nada. No obstante, el brevísimo debate permitió arrojar algo de luz sobre el sistema sanitario, mientras usuarios de prepagas exhibían el pánico de “caer” internados en un hospital público tras haber pagado altísimas cuotas durante años y representantes del sector privado que, si bien parecían rechazar la idea de una estatización, por lo bajo necesitaban desesperadamente asegurarse la asistencia del Estado.

Las sentencias alrededor del sistema de salud tienden a sonar bastante parecidas y enuncian cuestiones como que “deberíamos ir hacia un modelo más integral”. Se suele coincidir también en el diagnóstico: el sistema de salud es descentralizado (entre Nación, provincias y municipios), fragmentado (entre los subsistemas público, de obras sociales y prepagas), mal regulado, descontrolado, debilitado, inequitativo, ineficiente en términos de asignación de recursos (a pesar de que es uno de los que más gasta en el rubro en todo el mundo: cerca de un diez por ciento del PBI) y con unos resultados que para la magnitud de esa inversión aparecen, a todas luces, como pobres.

El descontento de la fuerza laboral es alto. Y la expansión del complejo médico industrial —entre nuevos medicamentos, nueva tecnología, nuevas enfermedades y nuevas prácticas— se torna imposible de financiar. Mientras tanto, los “tiempos de acceso” —esperas para turnos, trabas burocráticas, autorizaciones— se alargan cada vez más y no solo en hospitales y “salitas”, sino también en el sector privado.

Salud privada

“La pandemia fue una oportunidad para entender que la salud es una sola”, dijo en junio de 2021 la ministra de Salud Carla Vizzotti. "Que el sistema de salud en la Argentina no está integrado y que necesita una reforma no es una idea nueva. Pero el tema nunca llega a ocupar un lugar en una agenda tranquila, consensuada, que permita sostenerse en el tiempo más allá de estallidos simbólicos", explicó por esos días a este diario la investigadora en salud Magdalena Chiara.

Una situación similar aparece con el debate en torno a las prepagas, que apenas cobra carnadura cuando aumentan las cuotas, sin que jamás llegue a discutirse cuál es su verdadero aporte al terreno de la salud.

Pero aunque por momentos parezca que las complicaciones pasan solo por el subsistema público y las obras sociales, también las prepagas representan en sí un problema. De acuerdo a la plataforma “Elegí Mejor”, la cuota de medicina prepaga para un matrimonio de 40 años con dos hijos va de los 26 mil pesos del plan más básico a los 345 mil del más premium, aunque el grueso de la oferta se ubica entre los 40 y los 100 mil pesos, cuando el salario mínimo vital y móvil ronda los 65 mil.

A eso se suman los brutales aumentos etarios (casi siempre a los 36 y 65 años), lo que vuelve aún más precario el de por sí incierto futuro de quienes ni siquiera saben si tendrán acceso a una jubilación. Pero no estamos hablando de un mero tema de cuotas: la propia lógica de gran parte del subsistema de salud privado implica poner los esfuerzos en la “venta” de prácticas de diagnóstico y tratamiento que puedan cobrarse de manera más o menos rápida, una forma de ejercer la medicina que no solo no colabora con la eficiencia en el uso de los recursos ni con el cuidado de la salud de las personas o la prevención de enfermedades, sino que además la vuelve en términos de financiamiento prácticamente insaciable.

“No se trata de eliminar la seguridad social ni la salud pública: se trata de mantenerla como reserva de aquello que no es rentable”, critica el diputado español Iñigo Errejón en “La insubordinación de los privilegiados”, un documental dirigido por Nicolás Kreplak que se mete con el conflicto entre el derecho a la salud y los intereses de la que llama “la industria de la enfermedad”.

En esa misma película, una paciente que sufre de esclerosis múltiple relata cómo su prepaga le brindaba la posibilidad de hacerse una cirugía estética gratis por año, pero no le cubría en cambio un tratamiento de rehabilitación ortóptica con ejercicios para que no se mareara y pudiera leer, usar la computadora o ver tele. “Eso es difícil de conseguir porque hay pocos prestadores y pagan poco. Y teniendo que hacerlo dos o tres veces por semana durante dos o tres meses, es difícil pagarlo”, contó. “Y es injusto también –remató-, porque si quiero me hago las tetas”.

¿Derecho?

A través de imágenes de gente que se ríe, estudia y anda en bicicleta muchas prepagas se dedican a promocionar sus “planes jóvenes”: con algo de eso tiene que ver la llamada “selección de riesgo” por la que los seguros privados de salud tienden a limitar los contratos a personas con menos posibilidades de enfermar como una forma de maximizar sus beneficios.

¿Acaso hemos como sociedad naturalizado a la atención médica como un producto de mercado, asumiendo que los desafíos sanitarios de nuestra época son individuales en vez de colectivos? ¿Es la salud algo que las personas deben resolver por sus propios medios de acuerdo a su capacidad de pago? ¿Atentan las prepagas contra los principios de solidaridad deseables para un sistema de salud? ¿Se condice su accionar con el derecho a la salud consagrado en la Constitución y en numerosos tratados internacionales de derechos humanos? ¿Qué lugar debería ocupar la medicina privada de cara a una eventual reforma del sistema sanitario argentino?

“Es cierto que el subsistema privado es el que introduce más desigualdad y más fragmentación. Pero a la vez hay dos errores que no se pueden cometer: uno es pensar la reforma centrándose en las prepagas, como hizo Colombia en sintonía con el informe “Invertir en salud” del Banco Mundial, que en 1993 proponía privatizar los servicios sanitarios no esenciales y que durante más de diez años fue para muchos el horizonte”, señala Federico Tobar, asesor regional en Medicamentos y Sistemas de Salud del Fondo de Población de las Naciones Unidas.

“Pero el otro error –agrega-, es el modelo brasileño, que directamente omitió a las prepagas. Hay en la Argentina un sector, desde mi visión anticuado, que sueña con un sistema público único, sin prepagas y hasta diría sin obras sociales”.

De acuerdo a Tobar, una reforma de ese estilo resultaría políticamente inviable, empezando por el hecho de que en todo el mundo es muy difícil quitar una respuesta de salud que la gente siente que le funciona. “Además hay una cuestión de gobernanza, porque en un sistema competitivo hay más motivación para reaccionar rápido y aprovechar la energía constructiva y destructiva de esos entornos. De hecho, en Europa muchos de los sistemas que nosotros llamamos de ‘welfare state’ empezaron a incorporar dosis de mercado. Ahora: si me dan a elegir entre el modelo británico y el argentino, probablemente me quede con el británico”, reconoce y precisa que el sector público podría organizarse como un seguro para que funcione de manera más parecida a la de la prepaga o la obra social y que, por caso, quien necesita un turno no tenga que ir a solicitarlo a las 5 de la mañana.

“No tengo la menor duda de que mejorando la respuesta pública y de las obras sociales, mucha gente no sentiría el pánico que hoy tiene de quedarse sin su prepaga”, sostiene y aclara que cualquier reforma “requiere de una capacidad regulatoria de la que hoy el Estado argentino carece”. “El aumento de las cuotas resulta poco sostenible para la clase media –concluye-. Y la epidemia de judicialización de las coberturas, sumada al aumento de insumos y salarios, amenaza la sostenibilidad de las prepagas”.

Leonel Tesler es el presidente de la fundación Soberanía Sanitaria y asegura que “cuando pensamos en integración, no pensamos en que las prepagas desaparezcan: eso sería suicidar cualquier proyecto de reforma”. “Lo que sí proponemos es que haya un Estado fuerte para regular no solo sus tarifas, sino que el modelo de atención sea el mismo para los tres subsistemas y que la remuneración se organice no por prestaciones, sino por resultados. ¿Qué quiere decir eso? Que podrías, por ejemplo, evaluar cuántos infartos tuvo la población que tenés a cargo, cómo está la presión arterial media y cuántas internaciones hubo y por qué motivo”, analiza y advierte que hoy, con todos sus problemas, el subsistema público es el único que hace actividades de prevención.

Además del modelo de atención y el gobierno del sistema, Tesler señala la importancia de trabajar el eje de la información. “Una historia clínica única no es algo técnicamente difícil de lograr, y podría contribuir a socavar esa dependencia que las personas tienen respecto de sus prestadores privados. Lo que hace falta para eso es que las prepagas compartan la información, y que el Estado las controle. De hecho los indicadores de salud se arman sobre la base del 40 por ciento de la población que se atiende en el sistema público”.

“El panorama está hoy tan trabado que todo el mundo está dispuesto a conversar para ver qué se puede hacer”, observa. Y advierte: “Los sistemas estatales funcionan: hay modelos en los que todo es del Estado, como en los países nórdicos, y otros en los que hay privados pero el Estado organiza y financia, como en Canadá. Todos suelen tener problemas de lentitud, y la prioridad se brinda de acuerdo a las necesidades. Pero sí funcionan y lo hacen con un cuidado de la salud muy fuerte y de una forma más económica”.

“El problema de la salud resulta tan complejo porque no tiene que ver con nada de lo que conocemos”, afirma el director del Instituto Salud Colectiva, Hugo Spinelli. “Ni siquiera podemos hablar de ‘sistema’, porque esa es una idea mecánica que viene del funcionalismo. Es un campo de intereses que además se mete con cuestiones tan esenciales como la vida, el dolor y la muerte”, reflexiona y recuerda las películas “Las invasiones bárbaras” (Canadá, 2003) y “Sicko” (Estados Unidos, 2007) en las que respectivamente se muestra una salud socializada y otra privatizada, ambas con sus dificultades.

 

“De los problemas actuales no se sale únicamente con una decisión política: en la salud hay un componente cultural clave y muy bien manejado como elemento disciplinador de las mentes y los cuerpos. ¿Qué es salud? Salud es trabajo, es vivienda, es agua, es educación, es medio ambiente. Asociar salud a medicina es la gran derrota”, marca y finaliza: “Si no entendés esa complejidad, diría Nietzsche, parpadeás”.