EL CUENTO POR SU AUTOR

Alguna vez se me ocurrió la idea de que a un pintor le celebraban y admiraban un cuadro que para él representaba un problema interior, que le abría algo perturbador. Y que no era precisamente la obra que más le hubiese gustado mostrar o poner a consideración del público, sino todo lo contrario. Pero como la vida nos lleva por caminos que no advertimos con tanta anticipación, en este caso el pintor debe lidiar con esa respuesta externa que lo descoloca. Su cuadro más admirado es un retrato de su padre, con quien ha tenido problemas emocionales, existenciales, que lo tienen a maltraer.

Escribí el cuento “Retrato del padre” hace muchos años y jamás lo mostré. Ni se publicó ni circuló informalmente. Entendía que para mí tenía un valor secreto: algo específico en relación a mi propio padre. Pero pasado el tiempo, más de veinticinco años, no tengo idea exactamente ahora de qué cosas me preocupaban o por qué me causaba tanto pudor mostrarlo.

Ahora me doy cuenta que es más común de lo esperado que aquello que parece perturbarte un poco, o quizás contrariarte, es justamente por el lado o el punto que más te llaman, te convocan o por donde surge el interés por parte del otro. Y que quizás vale la pena aceptarlo, más temprano que tarde, no sea cosa que te pase lo que le pasa a Antonio Larte, el protagonista de “Retrato del padre”. Los invito a compartir esta fantasía animada, este momento incierto de la vida que pasa mientras pensamos, con John Lennon, qué es la vida. 


RETRATO DEL PADRE



“El guardián comprende que el hombre está por morir,

y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras,

le dice junto al oído con voz atronadora:

-Nadie podía pretenderlo, porque esta entrada era solamente para ti.

Ahora voy a cerrarla”.

Franz Kafka, Ante la ley.

I

De inmediato, el pintor Antonio Larte pensó: "Yo elegí entre los muchos rostros que me ofreciste. Yo me tomé el tiempo de observarlos como si recorriera la galería de un museo". Y caminó en círculo por su modesto taller. La galería del Viejo Hotel, ahora, se resistía al tiempo en el histórico y recluido San Telmo.

El mismo Antonio, en primera persona. Era una guerra personal, él lo sabía. El padre del pintor podía constituirse en un tema, y acaso en la totalidad de la obra. Bastaba con recorrer el taller de la galería y asombrarse. Bocetos, acuarelas, incluso óleos excesivamente trabajados: en todos, en todos aparecía el padre.

Había un origen, una historia de infancia. El niño, que ya se manchaba los dedos con pinturitas, dibujaba al padre. De pie, sentado a la mesa cuadrada, sentado al escritorio de oficina que había sobrevivido a distintas mudanzas. A los doce años descubrió el primer plano y de allí al retrato hubo un paso artístico más quince años de ensayos y errores. Al padre le divertía. En verdad, lo llenaba de vanidad. Su hijo lo dibujaba, le sugería un espejo deformante, lo hacía presente. Lo importante era que se ocupaba de él.

Ahora, mucho después, el pintor Antonio Larte recorría su taller. Había vivido experiencias que lo acreditaban como tal: una muestra en San Pablo era su logro mayor. Grupos de trabajo, exposiciones en Buenos Aires, Tucumán y Rosario; dos recordadas entrevistas en semanarios con prestigio. Su idea del trabajo artístico era simple: la publicidad para potenciar la afluencia de alumnos y la atención del ambiente. Lo primero le daba de comer, lo segundo lo mantenía vivo. Respecto de los cuadros era cuestión de tiempo. La juventud lo demoraba o, en todo caso, se consideraba inmaduro para una consagración.

El reconocimiento, sin embargo, no se había hecho rogar. No había local de San Telmo que no tuviera uno de sus famosos retratos. La clave había sido la campaña de una galería de la calle Defensa para un encuentro latinoamericano de pintores y escultores: en el afiche, se imponía el adusto y pícaro rostro del padre de Antonio Larte, pintado por él mismo. El título, directo: Retrato del padre. En los stands de la feria nadie olvidaría el suceso que tuvo aquel afiche, no sólo porque los jóvenes lo pedían para sus habitaciones y sus locales, sino porque durante mucho tiempo fue un emblema del barrio y de los eventos de fin de semana. Lo ponían en las vidrieras con cinta scotch, lo colgaban de los practicables de cada localcito, perduraba en las cajas de luz de las veredas a medio despegar.

Antonio tenía una fisonomía lejana a sus cuadros. Lo decían muchos, incluso en el taller del Viejo Hotel podían tomarlo por un asistente, por un marchan de sí mismo, y no por el pintor. Era alto, huesudo, de pelo encanecido. Su espalda interminable concluía no obstante en una pequeña cintura de bailarín. Era como un abuelo repentino, un joven viejo fatigado. Por supuesto que ignoraba los cuidados básicos de cualquier ser humano moderno. Su prolongada bohemia hablaba no tanto de un descuido como de una infinita libertad para deambular sórdidamente como un gato. Al fin y al cabo, Antonio Larte era pintor. Qué otra cosa podía esperarse de aquel muchacho de Barracas que apenas si había hecho unos pocos kilómetros para cambiar de vida, de una vez y para siempre.

El padre era otro tema. Y quizás había empezado a deslucirse cuando Antonio albergó la inquietud de pintarlo. De momento, el problema se había detonado con el asunto del encuentro latinoamericano. Allí, de pronto, eligieron un cuadro suyo para la publicidad. Y qué cuadro. La elección podía arrojarse a la arena de una conspiración: los creativos publicitarios buscan el golpe de efecto y no el arte, de modo que la miopía y la billetera los habían decidido por el ignoto Retrato del padre. Pero en su fuero interno, Antonio tenía otra razón. Aunque no los exhibiera, los retratos de su padre invadían a sus anchas la mayoría de su obra, desde por lo menos diez años atrás. Antonio se empecinaba con rigor y meticulosidad en separar aquellos cuadros que podían ser mostrados de aquellos que no. Los de su padre (que en general lo consumían, lo reconcentraban, le robaban sus mejores horas) quedaban siempre afuera. ¿El artista tapado? ¿El pintor vergonzoso? No, éste no me gusta, señor. Deme aquel. ¿Le parece un buen cuadro?

II

Pero a partir del momento en que Retrato del padre pasó del desván a la vidriera principal de San Telmo, Larte quedó desnudo. Nadie lo conocía, nadie sabía su nombre ni recordaba un motivo de sus sublimes pero anónimos cuadros. Ahora todos conocían, sin embargo, Retrato del padre, ese prodigio entre kafkiano y vangoghiano. Pedían por él, querían una reproducción del afiche. Era extraño, porque el público pedía el afiche y no el cuadro. Y, en orden a una emancipación de su propio mito, Larte tuvo la osadía de donar el original a una amplia casa de muebles ubicada en la esquina de Balcarce y Carlos Calvo. Y allí lo pusieron.

Un amigo le dijo: "Todo lo que no conseguiste con años de docencia, bohemia y exposiciones berretas, lo tuviste de un día para otro con un afiche de morondanga que saturó la feria".

Larte estaba feliz y exhausto. Lo de feliz adquiría cierta relatividad puesto que nunca supo si la gracia del público provocaba placer, acoso, egolatría o todo junto y mezclado a la vez, como un color complicado. Como un hechizo. Lo de exhausto resultaba evidente: toda pasión que se quebraba lo producía.

Desde entonces, su vida se complicó. Todas las ideas que en el pasado (de joven, de aprendiz), podía haber tenido acerca del arte, de la pintura, de su capacidad de expresión, se derrumbaron. Lecturas, colecciones de otros, viajes, cada evento previo en torno de su vocación. Si la obra que lo había destacado era aquella en la que él menos confiaba, e incluso ocultaba, pues entonces había habido un error. ¿Cómo descubrir, en la vida íntima de un artista, los pliegues, las facetas que luego, en otro tiempo y en otro espacio, reaparecerán en forma de obra? Ya no se trataba de un problema biográfico, acaso de semejanzas y diferencias entre la obra y el autor. No iba a hacer él, consigo mismo, la exégesis del crítico de arte. El asunto era simple: el pintor había trabajado en la dirección equivocada y había puesto demasiada energía en ocultar aquello que en verdad debía profundizar y exhibir. El resto del trabajo era lo superfluo. Aquello que él había considerado el eje de su labor artística no era sino el follaje, las virutas. ¿Les había enseñado lo aleatorio a sus alumnos? ¿Los había conducido sobre la misma falla en la que él se había movido?

Si, de pronto, rondando los cuarenta, por primera vez se daba de narices contra la verdad de su obra, ¿cómo era posible que durante veinte años hubiera proclamado incertezas? El pintor hubiera podido arrastrarse por el suelo del confesionario y pedir perdón y rezar una y otra vez las oraciones que quien fuera le encomendaría. Aun así, el pintor sólo habría conseguido reponerse a una idea vaga de sus responsabilidades como maestro, y a una mayor desesperación por el hecho de que debía empezar todo de nuevo.

Pero ese comenzar de nuevo no implicaba la destrucción del pasado sino volver la mirada de una forma sabia, experta. Ahora, el accidente habría de ser lo extraordinario, y lo permanente el sobrante, el boceto de lo que nunca jamás tendría relevancia. ¿Cuánto tiempo le lleva a un artista verdadero descubrirlo? Antonio Larte estaba conmocionado y dichoso y por supuesto inerme.

Hubo algo peor: el pasaje crítico de una verdad revelada a un purgatorio autoimpuesto. Ni siquiera pudo decirse que fue por una deformación profesional. El hombre era débil de espíritu y así fue que derrapó en el lodo de la inconsciencia. ¿Qué hacer? ¿Profesionalizar su descubrimiento y difundir las otras versiones del consumado Retrato del padre (el otro perfil, la mirada fija, el gesto triste, la expresión cínica, ese en que el padre se observa en un ascensor multiplicado hasta el infinito) o, llegado el caso, culminar una serie pensada a tal efecto (por ejemplo: Todos los padres el padre, con halo cortazariano)?

Antonio Larte se escabulló en su sínodo y quiso saber el por qué. ¿El por qué?, le hubiese preguntado un niño despierto, ¿para qué? ¿Por qué debía descubrir las razones que lo llevaban a retratar a su padre? ¿Acaso ese filón de su trabajo artístico le impedía vivir plenamente, incluso pintar otras cosas?

III

Así fue como Antonio le declaró la guerra a su padre. Que desafió sus instintos, sus habilidades, y amenazó su propia existencia. La palabra era "castigo" y el pintor tomó esa expresión para explicar las pinturas que emergían de su pincel. Un castigo, una cruz. El pintor obligado a destruirse. El pintor dominado por una voluntad ajena. El pintor a merced de otro. El artista esclavo, el demiurgo sin dominio sino dominado.

Aquel día decidió escribir el primer parte de guerra:

"Era una hora de sombras en el museo, apenas iluminado por la luz de otro día en fuga. En el hall central, unos espejos volvían interminables las pocas piezas que te representaban. Siempre creí que esos juegos ópticos no hacían otra cosa que promover la exageración. Podría decir que el museo fue el primero y el último campo de batalla. Todas tus caras se ofrecían en estados alterados: eran caricaturas de tus gestos sonrientes, superficiales, aquellos que prometían una felicidad tramposa, débil; más cara que la peor de las angustias. Recorría los pasillos en un estado de sorpresa y parálisis. Alguna vez había pensado que descubrir la verdad podía ser un acceso a la felicidad. Hoy, en cambio, debo decir que la verdad está por destruirme".

Antonio imaginó aquel museo que visitaba sin más ropa que el mameluco gris que vestía en su taller. El catálogo informaba que se ofrecían únicamente las obras sobre su padre. El castigo, ahora, llevado a la máxima expresión. Todo el museo dedicado a él; es decir, y si no contaba mal, toda su obra dedicada al padre.

Sus pensamientos eran cada vez más obsesivos:

"No se trata de medir la violencia sino la tenacidad del cambio. ¿Qué locura nos pone de modo permanente al borde del abismo? Debo decirte que en el ojo de la tormenta he preferido desafiarte aún al precio de perderlo todo. Y que, si me consideraba hecho retazos, trizas, pues entonces tomé consciencia de que vos también debías quebrarte".

"Quisiera señalar que la derrota de hoy no se debe a mi desafío sino al tuyo. Vos me obligaste. Aunque te refugies en rostros involuntarios, pero no por eso menos injuriosos. La guerra también es el riesgo de la destrucción. El hombre se asoma a la orilla de enfrente: imagina el río ya cruzado. ¿Cómo queda el campo después de la batalla? Y es entonces cuando ve, con los mejores ojos, gestos apacibles, esperanzas. Cuando tolera la benevolencia insospechada del enemigo. Y a medida que la guerra transcurre, uno comienza a acostumbrarse al estado de belicosidad. Le toma el gusto a la pelea. Uno se hace hábil, eficaz. Resulta menos arduo que al principio sofocar al enemigo y a sus trampas".

"Si te elegí como enemigo fue porque cansado de visitar otras haciendas me di cuenta que nunca había mirado adonde debía mirar. Y una vez que te identifiqué no pude más que desatar la furia. Vos eras el culpable, digámoslo de una buena vez. Y por extensión, porque se trataba de una inesquivable prolongación, yo era el culpable. O eso presentía, a cada momento, preso de la incapacidad. Fue entonces cuando decidí entrar en el museo de mi locura y recorrer las instalaciones".

Toda la vida había pensado que ganar la batalla consistía en pintar figuras y objetos donde no estuviera el padre. Ahora notó la diferencia entre pensar y vivir algo. La realidad mostraba lo contrario: los cuadros referían al viejo Larte y el pintor seguía con su pincel aquel dictado lejano y tan cercano a la vez que parecía surgirle desde su propio cuerpo, como si el padre estuviera encaramado sobre sus hombros, como si su padre fuese una enorme y liviana mochila de viaje adherida a su espalda y a sus brazos. Ese, pensó Larte, sería otro cuadro. Uno mejor aún que los que había hecho hasta entonces: el pintor junto a su caballete, pincel en mano, el padre agazapado sobre su espalda y su cabeza, y la tela no más que un espejo reflejando exactamente lo que sucedía afuera, enfrente. ¿El cuadro perfecto?

Imaginó que recorría cada sala. Allí estaba lo que nunca había querido mostrar, y sin embargo lo superaba: sus cuadros. En el ambiente central, al que se accedía desde cinco pasillos, encontró lo que había imaginado y sin embargo temía. En forma de escultura, erigida hacia el cielo raso, creyó ver un caballete gigante, la tela convertida en espejo, él mismo y su padre encima. El secreto, el castigo, la clave, el sínodo; las palabras abundaban.

De pronto se oyó un disparo desde la calle Balcarce. Aparentemente un asalto frustrado por la policía o un tiroteo con asaltantes jóvenes. Lo cierto es que el pintor Antonio Larte abrió los ojos y descubrió que yacía entre potes de pinturas, esmaltes, trapos sucios, telas; el caballete en el suelo. El pequeño taller, en el primer piso de la galería, era un escándalo silencioso. No estaba en la plaza Dorrego ni en las callecitas empedradas del barrio más antiguo. El museo de su padre, el que había contribuido a edificar, se esfumaba como una obra cumbre irrealizable.

No pudo más que ponerse en pie, dar media vuelta y cerrar esa puerta para no reabrirla jamás. Respecto del taller, de sus alumnos, de las otras pinturas, se supo que encontraron rumbos nuevos, reparables. Respecto de él hubo un ligero revuelo el día domingo, la consternación de los vecinos, los compañeros de la galería y los puestistas de la feria. Se había arrojado a la planta baja del Viejo Hotel un sábado, el mismo día del asalto a la mueblería en que se llevaron Retrato del Padre