“Intento relatar una vida”, escribe Maggie O’Farrell promediando Sigo aquí, “pero solo a través de experiencias cercanas a la muerte. Retazos de una vida. Una colección de momentos”. Se lo dice a su madre cuando va a tomar el té a su casa y también se lo dice a los lectores, a modo de explicación. Este es su único libro de memorias, publicado en 2017, tres años antes del éxito de Hamnet (Libros del asteroide), la hermosa reconstrucción imaginaria de la vida de la esposa de Shakespeare y de su hijo muerto cuando era muy chiquito, y justo diez años después de su primer gran éxito, La extraña desaparición de Esmé Lennox (Salamandra), la historia de una joven que debe hacerse cargo de su tía abuela, institucionalizada durante más de sesenta años, y de quien ella desconocía la existencia. Solo mencionar estos tres libros –O’Farrell, a los 50 años, tiene muchos más, es una escritora incansable- basta para dar cuenta de su amplitud temática y, sin embargo, como suele pasar con los escritores, por más lejos que se remonte en el género elegido, siempre vuelve a sus temas: en su caso el cuerpo de las mujeres, las tortuosas relaciones familiares, los duelos, las cicatrices, las infancias.

O’Farrell nació en Irlanda del Norte y creció en Gales, pero también vivió en Londres y viajó con auténtica euforia toda su vida, al menos hasta el nacimiento de su hija más pequeña, una criatura frágil que protagoniza el último capítulo de este libro. Ella atribuye esa ansiedad por comerse el mundo a la encefalitis que la postró de pequeña y que es el primer, cronológicamente, encuentro con la muerte narrado en este libro. Tenía ocho años, le costó dos recuperarse de una parálisis total y relata cómo, cuando estaba internada, escuchó que una enfermera hacía callar a un nene parlanchín diciéndole “shhh, que acá cerca se está muriendo una niña”. La niña era ella: no se murió, quedó con algunas consecuencias neurólogicas como cierta falta de ubicación en el espacio, de coordinación y de equilibrio, pero todo manejable. Tan manejable que el libro no empieza por narrar esa experiencia extrema infantil ni sus consecuencias en el presente, sino un encuentro de otro tipo: la posadolescente O’Farrell termina de trabajar en un hotel y se va a pasear por la orilla de un lago. Ve a un hombre en el camino, no le parece raro. Un rato después, ese hombre le pasa la correa de sus prismáticos por el cuello en un intento de ahorcarla. Se salva, no diremos cómo, pero días después la policía que al principio la desdeña, por piba, por haber sobrevivido, viene a interrogarla: una chica ha aparecido asesinada, violada y ahorcada con la cuerda de los prismáticos. “No exagero si afirmo que me acuerdo de ella muchas veces, si no todos los días. Soy consciente de la vida que le cortaron, la vida que le amputaron, mientras yo, no sé por qué motivo, pude seguir con la mía”.

Sigo aquí no es, sin embargo, un libro aleccionador. Lo que intenta es atrapar esos momentos, a veces muy evidentes, otros no tanto, en los que nos cruzamos por la muerte y, en vez de olvidarlos, los pone en un anaquel y luego los desmenuza, no tanto para explicarse el sentido de la vida o solemnidades por el estilo sino para entender por qué, por ejemplo, no soporta que le toquen el cuello (el encuentro en el lago no es la primera vez que intentan ahorcarla), por qué tiene una compulsión por nadar a pesar de haber estado a punto de ahogarse varias veces, y otros patrones por el estilo. Cada tangente tiene sentido. Cuando recuerda su trabajo de adolescente en un club de golf: “En este trabajo te pueden meter mano varias veces los golfistas sentados a una mesa mientras les sirves la verdura con cubiertos de plata, y tienes que apelar a todas tus fuerzas para no dar vuelta el tenedor que llevas en la mano y clavárselo en sus gruesas muñecas”. Cuando describe el estado mental de una chica periférica: “Esperar es lo que hacen los adolescentes que viven en las ciudades de la costa. Esperan: a que algo termine, a que algo empiece”. 

Las situaciones a veces hablan de otra cosa, como su primer parto, por cesárea, de una violencia obstétrica repugnante. O son divertidas, como el festival en el que se desvía y, por distraída o aburrida termina en un escenario con un lanzador de puñales. Hay más: una ameba la deshidrata en China y la deja al borde de la muerte; un avión se despresuriza camino a Hong Kong y los pasajeros quedan despatarrados por el aire, inclusive su compañero de asiento. Calles cruzadas mal, perder pie en el mar, un aborto que no se concreta, en el sentido de que el feto queda retenido en su cuerpo: un encuentro literal con la muerte que las mujeres conocen bien y del que hablan poco. “Percibir estos momentos te cambia”, escribe. “Aunque intentes olvidarlos, darles la espalda, ningunearlos con un encogimiento de hombros, se cuelan dentro de ti pese a todo. Se instalan en tu interior y forman parte de lo que eres, como un stent coronario o una grapa que sujeta un hueso roto”.

El libro está dividido en capítulos titulados como partes del cuerpo y desordenados en la línea de tiempo: “Cuello, 1990”, “Pulmones 1988”, “Columna, piernas, pelvis, abdomen, cabeza”, 1977. No son solo una descripción del roce mortal en cuestión sino relatos, algunos con trama interna y otros con preguntas o insinuaciones abiertas que se responden en capítulos siguientes, como la visita al hospital del presentador de televisión Jimmy Saville, un personaje muy famoso que, se conoció después, era un pedófilo que incluso abusaba de niños enfermos. O’Farrell lo recuerda y también a la enfermera que, quizá porque ella no podía moverse en absoluto, no la dejó sola junto a la celebridad siniestra de la que nadie sospechaba entonces.

El único que resulta un aparte, un capítulo escindido de la narrativa, es “Hija, hoy en día” que describe la vida con una enfermedad crónica de su niña menor. Concebida después de varios tratamientos de fertilidad y cuando O’Farrell se había dado por vencida, ella la considera una especie de milagro feérico y, como todo presente de las hadas, viene con un precio. “Tiene un trastorno inmunológico congénito, es decir, su sistema inmunitario reacciona poco a algunas cosas y demasiado a otras. Lo que para mis otros hijos es un catarro, a ella la tumba al punto de tener que hospitalizarla. Si entra en contacto con cualquier elemento de la larga lista de cosas que le producen alergia, puede sufrir un choque anafiláctico”. Y la larga lista incluye: huevos, frutos secos, semillas de sésamo, picadura de abeja, maníes (y no sólo comerlos, sino que la toque con la mano alguien que, por ejemplo, se comió un bocado junto a la cerveza). Desde la crema solar con aceite de almendras hasta un nogal en flor, la nena está en peligro de muerte ante casi cualquier cosa. Y en el capítulo que se le dedica entra en shock después de una salida familiar a una granja. Los padres saben darle su medicación, incluso inyectarle adrenalina. La nena va al menos quince veces al año a urgencias y también pasa largos periodos en tratamiento por un eczema crónico que le hace sangrar la piel con el mero roce de la ropa. Pero claro, están en el campo, no saben donde hay un hospital y el GPS es errático. “¿Cuáles son los efectos de vivir con una niña de salud tan delicada, de querer a una persona que te pueden arrebatar en cualquier momento? Pienso mucho en eso”. Quizá este libro, que no es depresivo y tampoco jovial, que es una especie de arqueología, de encontrar a la muerte en el cotidiano, de normalizarla, sea el comienzo de la respuesta a esa pregunta sobre el sufrimiento físico que parece solo una crueldad, sobre la finitud que en apariencia no tiene motivos.