Desde Berlín

El concepto de “autor” en el cine lleva ya casi 70 años –cuando lo acuñó François Truffaut en las páginas de la revista Cahiers du Cinéma- y desde entonces ha sido tan explotado como bastardeado. Pero si algo queda claro cuando en la competencia oficial de la Berlinale aparecen -uno tras otro- films de los de la talla de Angela Schanelec, Philippe Garrel y Christian Petzold es que Truffaut tenía razón… y la sigue teniendo. Todavía hay “autores”, cineastas dueños de una mirada y de un mundo que les son propios, inalienables, y a quienes es posible reconocer por uno solo de sus planos, como se reconocería el lienzo de un gran pintor o la página de un escritor único.

En Music, de la alemana Schanelec, nombre esencial del cine contemporáneo, todo comienza con unas nubes ominosas, un paisaje escarpado, una tormenta y un grito de mujer desgarrador. Estamos en el terreno de la tragedia. Algunos elementos –un niño recién nacido abandonado, una adopción a ciegas, una muerte tan equívoca como innecesaria- remiten al mito de Edipo, reforzado por el hecho de que Music fue rodada esencialmente en Grecia, en locaciones donde no llega el turismo. Pero el mito es apenas el punto de partida, la base sobre la cual Schanelec construye un film, como todos los suyos (Marsella, El camino soñado, Estaba en casa, pero…), de una árida, exigente belleza. En Music, ambientada en la actualidad, no hay arquetipos: hay personajes que se liberan de su destino y cobran vida propia, hasta para desafiar al mito que los inspira.

Schanelec es capaz de ser expresiva sin necesidad de usar palabras. En Music, casi no hay diálogos en un sentido estricto, pero son las acciones y los gestos de sus personajes los que se expresan por ellos. Schanelec tiene la rara virtud –heredada del cine de Robert Bresson— de hacer hablar a las manos, o a unos pies ensangrentados, cuando filma aquello que nadie salvo ella parece ver: esos detalles que hacen a lo esencialmente humano. Music puede llegar a ser críptica, pero nunca oscura: hay esperanza pese a todo, parece decir Schanelec a través de la música, justamente, que es la salvación de su protagonista.

A su vez, el teatro –de marionetas específicamente- está en el centro de Le grand chariot, la nueva película de ese sobreviviente de mayo del ’68 que es el francés Philippe Garrel. Los títeres forman parte de la vida cotidiana de toda una familia –padre, hijas e hijo, abuela- que se dedican amorosamente a un arte tan antiguo como noble, que parece condenado a la desaparición. Y la película misma está hecha en familia: Louis (38 años), Esther (30) y Lena Garrel (22) son intérpretes que vienen brillando en el cine francés, incluso en el de su propio padre, pero ahora Philippe Garrel los reúne a todos juntos por primera vez, para contar las historias de cada uno de sus personajes, sus amores, sus desencuentros, sus sueños y sus pérdidas.

Para ser un film que comienza con la muerte del pater familias, del motor de esa troupe (un destino que quizás Garrel entrevió con el fallecimiento del gran Jean-Claude Carrière, que fue coguionista de todos sus últimos films, este mismo incluido), La grand chariot es un film de una enorme vitalidad, en el que cada uno de sus herederos es consciente del valor de ese legado artístico, pero que también -algunos antes, otros después- sabrán tomar caminos y decisiones propias, diferentes. La actitud misma del director es de una gran vitalidad, porque aun siendo fiel a sí mismo vuelve a reinventarse: deja de lado esa melancolía tan post nouvelle vague, esa estética en blanco y negro en la que parecía aprisionado, y con la complicidad del extraordinario director de fotografía suizo Renato Berta vuelve a la luminosidad y al color.

La luz es también crucial en Roter Himmel, la nueva película de Christian Petzold, autor de films esenciales del cine alemán actual, como Bárbara (2012), Ave Fénix (2015) y Transit (2018). Rodada en una casa de verano en la costa del Mar Báltico, la película tiene al sol como protagonista hasta que -tal como indica su título original- el cielo comienza a teñirse de rojo, debido a los incendios forestales que van cercando la zona. En esa casa convienen cuatro personajes jóvenes, tres hombres y una mujer (Paula Beer, una figura constante en el cine más reciente de Petzold), en constante tensión entre sí. Tensiones que son eróticas, porque hay una permanente y cambiante circulación del deseo, pero que tienen que ver también con los celos profesionales. De ese cuarteto, hay uno que es escritor –o al menos en eso está- y se le hace evidente que sus compañeros de verano son, a su manera, mejores narradores que él.

Roter Himmel 

Film mutante, capaz de pasar sin transición de la comedia a la tragedia, Roter Himmel es una película constituida, desde el comienzo, por fallas, equívocos, errores y malentendidos que hacen a su materia dramática. Sus personajes no son necesariamente queribles y pueden llegar a ser irritantes, pero nunca deja de haber en ellos cierta nobleza. Un nuevo Petzold se avisora aquí: el director que hasta ahora hizo de la pareja su motivo central, aquí se anima a filmar a un grupo. Y si en su película inmediatamente anterior, Undine –que le valió a Paula Beer en la Berlinale 2020 el Oso de Plata a la mejor actriz- el elemento era el agua, aquí el fuego amenaza con devorarlo todo, aunque como en las cenizas de Pompeya siempre pueda quedar la huella del amor. 

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