Tradiciones ancestrales y raros peinados nuevos. La cartografía establecida por los antepasados y los deseos de las nuevas generaciones. Son algunos de los temas que recorren Lobo e Cão, el primer largometraje de ficción de Cláudia Varejão, directora de los documentales Amor Fati y Ama-San, este último estrenado en la Sala Lugones en 2019. Rodada enteramente en São Miguel, una de las islas que integran el grupo de las Azores, territorio de ultramar ubicado a casi 1500 kilómetros de distancia de Lisboa, la película forma parte de la 10° edición de la Semana de Cine Portugués (ver nota aparte) y tendrá una única proyección este jueves a las 20 horas como título de apertura del encuentro, con la presencia de la directora en la sala de cine del Malba. 

Antes de viajar a Buenos Aires, Cláudia Varejão conversó con Página/12 acerca de su última creación, una inteligente mirada sobre un grupo de veinteañeros cuyas ansias gravitan entre la necesidad de ser libres en su lugar de nacimiento y escapar del lugar para forjar una nueva vida en el continente.

“No puedo separar claramente lo que es realidad o ficción. Ambas dimensiones están en relación constante y se potencian mutuamente”, reflexiona Varejão ante la primera pregunta, ligada al hecho de que todos los actores y actrices del film están interpretados por no profesionales, habitantes de São Miguel. “Mis primeras películas fueron cortometrajes donde trabajé con actores y con un método que suele asociarse más con la ficción. Luego quise liberarme de esa gramática, de apariencia más cerrada y estereotipada, para sumergirme en las posibilidades infinitas de la realidad. En mis documentales trabajé con las mismas herramientas que traje de la ficción: buscar personas para los juegos de rol, escribir un guion, construir un personaje en el centro de la película, seguir una línea narrativa. Para mí, la gramática y las herramientas del cine son siempre las mismas, sólo cambian los materiales, el dinero y el tiempo”.

Una chica llamada Ana (la debutante Ana Cabral) se debate entre seguir las rutinas de la isla o construir algo nuevo en otro lugar. Allí están los cruceros llenos de turistas que echan anclas en el puerto, a los cuales accede para proveerlos de frutas. Al mismo tiempo, la llegada de una amiga que vive en Canadá abre las puertas de Ana, que sale a jugar y experimentar nuevas posibilidades vitales. “Durante los últimos años, trabajar con la materia que me da la vida en el día a día y moldearla a la medida de mis ojos me permitió descubrir mi propio lenguaje formal”, continúa la directora. “Por eso, en este largometraje imaginé que podía darme el privilegio de inmiscuirme más en la ficción partiendo de lo real. Lobo e Cão se fue construyendo en torno a vidas reales, actores reales, historias y relaciones reales, y la ficción aparece como potenciadora de lo que la vida real muchas veces no nos permite vivir, hacer o, incluso, sentir. La ficción es un lugar de experimentación, es el lugar de mayor libertad. Se alimenta de la realidad. Pero la ficción no se opone a la verdad”.

Lobo e Cão.

-¿Cómo fue el trabajo de selección durante el casting?

-Busqué gente joven queer en la islas. Con esas personas llegaron historias locales (y, desde luego, también universales) asociadas con cuestiones de identidad y expresión de género, así como de orientación sexual. Me interesaban esos temas, y al buscar a estos jóvenes esas cuestiones aparecían espontáneamente. La primera fase del casting se hizo online, ya que estábamos en plena pandemia, y la respuesta fue increíble, en parte quizás porque los jóvenes estaban encerrados en sus casas. Recibimos cientos de solicitudes y la selección se realizó en base al enfoque que mencioné anteriormente, las identidades queer. Luego pasamos a fases presenciales y cuando se abrieron las entradas a la isla, me puse a investigar en el territorio para buscar más gente. El proceso total duró más de un año y prácticamente mudé mi casa a la isla.

-¿Qué necesitabas de tus actores/sujetos y cómo fue la preparación de los personajes?

-Para preparar al elenco, en lugar de trabajar sobre las escenas del guion, opté por construir una suerte de grupo de sociodrama con la ayuda de dos psicólogas. Durante tres meses, los jóvenes dramatizaban sus propias historias de vida. Además de las improvisaciones, intercambiaron roles entre ellos, lo que les permitió sentirse menos solos y que sus dolores no fueran únicos. Al mismo tiempo, abrimos el primer centro de apoyo a personas y familias LGBTQI+, ya que no existía una estructura de apoyo de este tipo en todo el archipiélago, que está conformado por nueve islas. Este trabajo, más social y psicológico, se dio porque nos dimos cuenta de que estábamos trabajando con jóvenes que sufrían mucho y que no tenían herramientas para liberarse de las limitaciones sociales, familiares y personales. Era como si naciera una nueva isla dentro de la isla. Y fue hermoso ver la emancipación de los jóvenes y sus familias durante todo el proceso de realización de la película.

-¿Cuándo se tomó la decisión de crear ese centro? ¿Se dio de manera natural o fue algo planeado con anticipación?

-No di ese paso, la creación del centro, por una razón puramente altruista. Lo hice porque necesitaba ayuda para poder hacer la película. Además, me interesa mucho contribuir a hacer un mundo mejor con mis películas. Me propuse trabajar con una población herida, maltratada y escondida. No podía hacer una película y fingir que no sabía por lo que estas personas estaban pasando en sus vidas. El cine, cuando trabaja con personas reales en lugar de actores, se relaciona con la realidad de manera política. Y el gesto de crear ese centro fue un gesto político y un aporte social. Me alegra que el centro, luego de más de un año, ya ha dado apoyo a muchos jóvenes y está funcionando de forma autónoma, cada vez más relacionada con las entidades políticas locales. Las islas son lugares paradójicos: por un lado están encerradas en sí mismas y, por otro lado, están en contacto directo con el mundo entero a través del mar. Esta polaridad también se reconoce en el tejido humano. Las personas son muy conscientes de las tradiciones que heredan de generaciones pasadas en su vida pero, por otro lado, tienen una enorme sed de novedad y diferencia.

-¿Podrías contar un poco por qué te interesó la vida en las islas Azores? ¿Cómo viste en la realidad ese “choque” entre las tradiciones y los deseos de los más jóvenes, en particular en un grupo tan poco heteronormativo?

-La película es el resultado de un largo proceso de investigación y de un enorme interés por el tejido humano de esta isla portuguesa, São Miguel. Mejor dicho, encontré en ese territorio una muestra de la vida en sociedad que representa las conquistas y los conflictos con los que luchamos. La primera vez que estuve en São Miguel fue por invitación de una residencia artística en 2016. En uno de los primeros días de esa temporada, bajé a la zona de pesca y observé a un grupo de pescadores, todos hombres, trabajando. Eran muy viriles, con cuerpos marcados por la vida en el mar, tatuados y musculosos, con rostros muy duros, y se comunicaban entre ellos en un portugués que me costaba entender. Mientras los observaba comencé a escuchar, desde muy lejos, un grupo de voces femeninas. El sonido se acercaba. Cuando vuelvo mi rostro hacia las voces, veo a un grupo de muchachas muy jóvenes caminando hacia los pescadores. Su imagen era exactamente la opuesta a la que veía en el grupo de hombres: parecían pájaros de luz, jóvenes, coloridas, bien vestidas, con el rostro iluminado y esperanza en el futuro. Cuando pasan a mi lado, me doy cuenta de que son chicas trans. Me sonríen y les devuelvo la sonrisa. Continúan caminando hacia el grupo de hombres. Me preocupo, porque mi cabeza inmediatamente piensa que esos hombres pueden atacarlas. Pero lo que sucedió fue aún más desconcertante: las niñas y los hombres se saludaron con intimidad y alegría. Me di cuenta de que eran familiares, vecinos, gente cercana. Esa imagen de mundos aparentemente opuestos pero cooperando en un territorio limitado geográfica, económica y culturalmente, me impactó enormemente. Lo sentí de inmediato: quería hacer una película con estas personas.

-Hay una tendencia en el cine de autor contemporáneo a narrar el final de ciertos estilos de vida tradicionales. ¿Creés que tu película forma parte de esa idea? Ama-san, de alguna manera, se acercaba a una forma de existencia con raíces culturales muy profundas.

-No creo que sea el final de un estilo de vida lo que me interesa. Siempre dirijo mi mirada hacia el camino que tiene que tomar una determinada persona para ser quien es respecto de un grupo social. El centro de mi cine es la forma en la cual cada persona vive el momento presente. Porque creo que se pueden descubrir los fines en el camino, en ese movimiento anclado en la identidad de cada persona, en la experimentación de ser quien se es, cuando se conjuga el verbo en gerundio. El cine que me emociona vive atravesando bosques que no describe ningún mapa y que, por lo tanto, es necesario descubrir por nuestra propia cuenta. Si esto es una tendencia contemporánea, me da esperanza, pues significa que no estamos copiando mapas preestablecidos. Es solo en ese abismo de oscuridad que podemos encontrar signos de luz.