Hugo Flores es un musher sanjuanino. Lleva 30 años viviendo en Tierra del Fuego con perros, criándolos, saliendo al bosque con ellos: en trineos en invierno –llevando turistas-- y al trote en verano. Parece un personaje de Jack London, barbado e hiperactivo, pendiente de sus 132 perros siberianos y alaskan huskies. Está sobre la RN 3 en el centro invernal Las Cotorras, donde hombre y perro viven uno para el otro en relación simbiótica. Para él, “los criadores que abrazamos esta profesión somos un eslabón de aquellos hombres que convivían con los perros primitivos en un pasado milenario”. Flores se siente ligado a una cultura del norte siberiano, los chukchies, que migraban acarreando la caza en trineos: su vida dependía del nexo con el perro. “Hoy dependemos de ellos de manera deportiva y son nuestro sustento”, dice Hugo poniéndose serio.

La actividad que hace en verano surgió en pandemia: todos los días de su vida sale varias horas a corretear por el bosque con jaurías de 35 perros: “ellos necesitan correr 5 km por día y no los puedo dejar solos, se irían lejos”. Mucha gente sigue a Flores por Instagram y cuando se abrió la cuarentena, comenzaron a rogarle que los dejara ir a correr con los perros, como en los videos posteados. Su situación económica sin turistas era complicada –gasta un millón de pesos al mes en alimentarlos- y así nació una actividad rentada que ahora extendió a todo el que quiera venir jugar y abrazar perros de ojos azules, pomposos como peluches.

Al llegar a Las Cotorras aparece el canil con 132 casetas. Los perros están tranquilos y se paran en dos patas si alguien se acerca. “Buscan todo el tiempo que les dé un abrazo”, cuenta Flores y lo muestra. Los visitantes lo imitan. Pero cuando los atan al tiro del trineo en días de nieve, se vuelven salvajes: les brota ese instinto de sus antepasados los lobos. En verano corren sin el trineo y si aparece Flores, ladran, aúllan, tironean de la soga que los sujeta a su cucha. Todo comenzó en 1998 Hugo cuando rescataba perros siberianos de la calle con sus hijos y los criaba por placer. Hasta que lo invitaron a la primera carrera local de trineos y terminó girando por el hemisferio norte en competencias.

La actividad veraniega es un trekking. En la charla, Flores explica que estas cruzas de perros originarios del polo norte están aquí en su ambiente natural: recomienda no tenerlos en la ciudad ni fuera de los polos. Por las temperaturas y porque necesitan mucho ejercicio: “para crialos tenés que ser un atleta que corra con ellos o contratar a alguien que los saque”.

El grupo de visitantes sale a caminar la planicie verde que en invierno recorren los trineos. Hugo suelta al grupo de perros y salen corriendo, no hacia cualquier lado. Cada trineo tiene un líder y hoy -sin el carro- también hay uno: es Emilia, a quien Flores lleva con una soga larga porque es muy intensa, peleadora para imponer autoridad. Su sola presencia de la mano de Hugo hace que los demás no se vayan lejos: saben que deben seguirla. Si ella escapara al bosque, se irían todos y sería difícil reunirlos. El paseo es algo caótico: por momentos corren todos al arroyo y lo cruzan de un lado al otro en éxtasis, mojándose (Hugo incluido, quien los sigue). Se corretean, tarasconean y aúllan. Las personas caminan detrás e interactúan: acarician y corren si quieren, incluso se descalzan y entran al agua.

La tarde con perros es una fiesta canina, un descontrol ordenado por Flores y la perra Alfa. Él explica que aquí prima el mestizaje de razas nórdicas. Ninguno tiene pedigrí: “la excepción es un labrador que vivía a 8 km y vino cinco veces acá a divertirse, hasta que eligió quedarse y hoy impulsa trineos; yo creo que es un labrador que se percibe siberiano”.