Leo, no sin comenzar a preguntarme unas cuantas cosas que me remiten a nuestra actualidad, el último libro de Franco “Bifo” Berardi, Fenomenología del fin. Sensibilidad y mutación conectiva, en el que desmenuza la época de la digitalización y del predominio de la financierización del mundo no sin derramar, al menos sobre mí, una sutil dosis de pesimismo civilizatorio que conduce más hacia la melancolía que a la rebelión. No por eso deja de ser un libro valioso y agudo en su intento de cartografiar la oscura complejidad de nuestra época. Me detengo en uno de los tantos párrafos de un texto inquietante: “El punto crucial de la crítica de Baudrillard es el fin de la referencialidad y la (in)determinación del valor. En la esfera del mercado, las cosas no son consideradas desde el punto de vista de su utilidad concreta, sino desde su intercambiabilidad y su valor de intercambio. De manera similar, en la esfera de la comunicación, el lenguaje es comercializado y valorado como performance. Es la efectividad, y no el valor de verdad, la regla del lenguaje en la esfera de la comunicación. Es la pragmática, y no la hermenéutica, la metodología para comprender la comunicación social, particularmente en la era de los nuevos medios de comunicación” (pág. 175). En estas reflexiones de Berardi se pone de manifiesto el proceso que, en el interior de la modernidad burguesa, concluyó, siglos después, en lo que él denomina el “semiocapitalismo”, esa etapa en la que el signo lingüístico se ha emancipado plenamente de toda referencialidad para desplazarse por una espacialidad en la que domina la abstracción. 

Citando a Jean Baudrillard –al que no se suele citar últimamente más allá del valor anticipatorio de muchos de sus análisis–, nos dice que el filósofo francés “propuso una semiología general de la simulación basada en la premisa del fin de la referencialidad tanto en la economía como en el campo lingüístico. En El espejo de la producción escribe: ‘[…] la necesidad, el valor de uso, el referente, `no existen´: no son sino conceptos producidos y proyectados en una dimensión genérica por el propio desarrollo del sistema del valor de cambio’. El proceso de autonomización del dinero, que es la principal característica del capitalismo financiero, puede inscribirse en el marco general de la emancipación de la semiosis de la referencialidad” (págs.. 172-173). El capital financiero no sólo constituye el punto más avanzado de la “abstracción” ya señalado por Marx sino que, en la perspectiva de la comunicación, introduce, de forma radical, la autonomización del signo y de su impacto en la producción artificial de contenidos inmateriales que, sin embargo, definen el vínculo con la realidad determinando la busca de rentabilidad por parte de un capital que ha abandonado la esfera de la producción para centrarse en la esfera financiera. Al evaporarse la referencialidad lo que también se termina es la vinculación argumentativa abriendo paso a la fabricación de sujetos impulsados por signos vacíos y abstractos que impactan de lleno en la dimensión afectiva y sensible. 

“Todos los signos –escribe Baudrillard en El intercambio simbólico y la muerte– se intercambian entre sí en lo sucesivo sin cambiarse por algo real (y no se intercambian bien, no se intercambian perfectamente entre sí sino a condición de no cambiarse por algo real)”. Pensar las estrategias comunicacionales es adentrarse en esta hipérbole del signo en la que la operación de desplazamiento se ha consumado de forma definitiva impactando de lleno en la subjetivación de individuos que establecen vínculos con “la realidad” a través de esta “emancipación del signo de su función referencial”. En la era de la “posverdad” todo puede ser dicho y convertido en “verdad irrefutable”. Romper esta nueva forma de hechizo constituye el desafío más arduo y difícil de todo proyecto de liberación. 

El peligro es que la dimensión  real e imaginaria de este trastrocamiento de la materialidad en abstracción acabe por ser aceptada por los sujetos como la efectiva “realidad” sin chances de sustraerse a esta colonización cada vez más profunda. “La virtualización financiera –dice Berardi– es el último paso en la transición hacia la forma del semiocapital. En esta esfera, aparecen dos nuevos niveles de abstracción, como fruto de la abstracción del trabajo sobre la que escribió Marx (…). La abstracción digital suma una segunda capa a la abstracción capitalista. La transformación y la producción ya no acontecen en el campo de los cuerpos, de la manipulación material, sino en el de la pura interacción autorreferencial entre máquinas informáticas. La información toma el lugar de las cosas y el cuerpo queda eliminado del terreno de la comunicación (…). Luego, hay un tercer nivel de abstracción, que es el de la abstracción financiera. Las finanzas (…) se han desvinculado de la necesidad de la producción. El proceso de valorización del capital, es decir, aquel que incrementa el dinero invertido, ya no pasa por la instancia de la producción del valor de uso o, incluso, por la producción física o semiótica de bienes” (págs.. 176-177). De todas formas, ya Giovanni Arrighi en su  libro El largo siglo XX había destacado que en cada una de las etapas o ciclos atravesados por el capitalismo desde su primera estación genovesa se podía constatar un rasgo común a todas: que en sus períodos de declive se producía, en el centro hegemónico de cada época, un desplazamiento del capital comercial y productivo hacia el capital financiero (eso sucedió con Génova, Holanda, Gran Bretaña y, actualmente, con Estado Unidos que, según Arrighi, constituyen los cuatro ciclos de acumulación que definen el recorrido histórico de la economía-mundo capitalista). Rasgo más que interesante –aquella condición de hegemonía financiera en las épocas de decadencia de cada etapa del capital– que nos permite anticipar la crisis, quizás terminal, del ciclo dominado por Estados Unidos. Cómo si en el cuerpo inmaterial del capitalismo ya estuviese escrito, desde sus comienzos en el siglo XVI, la significación decisiva de la financierización como núcleo último de su despliegue histórico y como marca de su condición crepuscular. 

Claro que, y en esto hay que darle la razón a Berardi, el nivel de predominio del capital financiero en la actualidad es abrumador y constituye el eje central de la acumulación contemporánea hasta prácticamente reducir la producción de objetos materiales o inmateriales a la periferia en la búsqueda de rentabilidad. El semiocapitalismo se ha convertido en el punto máximo de abstracción del capital impactando directa y fulminantemente sobre individuos que viven, cada vez más, en el interior de realidades virtuales y bajo el signo de la desmaterialización de los vínculos intersubjetivos. Berardi agrega que la depredación del mundo real se hizo posible, en toda su extensión, en el preciso momento en el que el capital pudo prescindir de la producción de cosas útiles para centrarse casi con exclusividad en la dimensión abstracta de la circulación e inversión dineraria. “La separación del valor de un referente conduce a la destrucción del mundo existente” (pág. 178). El dominio de la abstracción generalizada como rasgo decisivo de la etapa neoliberal no sólo avanza sobre una depredación del mundo real sino que también deja sin capacidad de reflexión, y por lo tanto de crítica, a una humanidad que es incapaz de comprender los mecanismos que han definido una actualidad demoledora sobre la que parece imposible intervenir en un sentido político.

Slavoj Zizek, a su vez, también insiste con este carácter desmaterializador y supuestamente a-ideológico del capitalismo contemporáneo, un carácter que vuelve indescifrable, para el individuo atrapado en las gruesas pero invisibles mallas del consumo y la virtualidad, la trama de dominación que sigue ejerciendo su cuantioso poder sobre los cuerpos y la naturaleza al mismo tiempo que promueve una “verdad-sin-significado” que se adapta sin inconvenientes a la era de la digitalización y la comunicación de masas. En Problemas en el paraíso. Del fin de la historia al fin del capitalismo señala que quizás “es aquí donde deberíamos localizar uno de los principales peligros del capitalismo: aunque es global y abarca todo el mundo, mantiene una constelación ideológica stricto sensu sin mundo, privando a la gran mayoría de la gente de cualquier mapa cognitivo significativo. El capitalismo es el primer orden socioeconómico que destotaliza el significado: no es global a nivel de significado. Después de todo no existe ninguna ‘cosmovisión capitalista’, ninguna ‘civilización capitalista’ propiamente dicha: la lección fundamental de la globalización consiste precisamente en que el capitalismo se puede adaptar a todas las civilizaciones, desde la cristiana hasta la hindú o la budista, de Oriente a Occidente. La dimensión global del capitalismo sólo se puede formular a nivel de verdad-sin-significado, como Real del mecanismo global de mercado” (pág. 16). Esa destotalización del significado se corresponde con el abandono de la acción reflexiva de parte de sujetos carenciados de aquellos instrumentos promovidos por la ilustración y que han quedado como restos arqueológicos de una historia vacía de contenido.

Hay una asfixia de la comprensión que es proporcional a la complejidad tecnológica a partir de la que se desplazan los infinitos flujos del capital financiero por la abstracción del éter informacional. Como si aquel sujeto de la ilustración se hubiera transformado en un individuo pasivo que es hablado por una realidad desmaterializada en la que solo parece imperar el reino de la ficción y la artificialidad. Nada queda de la apuesta kantiana que postulaba individuos autónomos y soberanos. El semiocapitalismo se mueve sin inconvenientes en el interior de una sociedad atrapada en las redes del binarismo digital. Bifo Berardi lo ha dicho de un modo directo y preocupante: “Hoy en día, la tecnología digital se basa en la inserción de memes neurolingüísticos y dispositivos automáticos en la esfera de la cognición, en la psique social y en las formas de vida. Tanto metafórica como literalmente, podemos decir que el cerebro social está sufriendo un proceso de cableado, mediado por protocolos lingüísticos inmateriales y dispositivos electrónicos. En la medida en que los algoritmos se vuelven cruciales en la formación del cuerpo social, la construcción del poder social se desplaza del nivel político de la conciencia y la voluntad, al nivel técnico de los automatismos localizados en el proceso de generación de intercambio lingüístico y en la formación psíquica y orgánica de los cuerpos” (pág. 34). Fenomenológicamente esto se puede observar en las estrategias desarrolladas por los medios de comunicación a la hora de construir dispositivos que operan bajo la lógica de los memes neurolingüísticos a los que hace referencia Berardi, buscando, precisamente, saltar la anquilosada capacidad reflexiva de los telespectadores o de los usuarios de internet y de redes sociales hasta alcanzar su más profunda sensibilidad en donde las respuestas se vinculan con el gesto automático que se manifiesta como un antes y, por qué no, como un bloqueador de toda acción argumentativa. 

Más adelante, y siguiendo su deconstrucción de la era digital, Berardi precisa mejor su definición de la actual etapa de la sociedad dominada por la confluencia de lo semiológico y de lo financiero: “Llamo semiocapitalismo a la actual configuración de la relación entre lenguaje y economía. En esta configuración, la producción de cualquier bien, ya sea material o inmaterial, puede ser traducida a una combinación y recombinación de información (algoritmos, figuras, diferencias digitales). La semiotización de la producción social y del intercambio económico implica una profunda transformación en el proceso de subjetivación. La infoesfera actúa directamente en el sistema nervioso de la sociedad, afectando a la psicoesfera y a la sensibilidad en particular. Por esta razón, la relación entre economía y estética es crucial para entender la actual transformación cultural” (págs.. 127-128). La masa de los ciudadanos-consumidores se mueve en el interior de este proceso de estetización del mundo que se corresponde con lo que Nicolás Casullo llamaba la “culturalización de la política”, perspectiva que nos lleva directamente a la influencia decisiva que se ha establecido entre las esferas del lenguaje y de la economía en el interior del semiocapitalismo, una categoría perturbadora que busca descifrar la fabricación de subjetividad y los nuevos dispositivos de la servidumbre voluntaria que ya no se despliega en la dimensión exclusiva de la imagen sino que penetra en los intersticios del lenguaje hasta alcanzar su núcleo más profundo e inconsciente. Los sujetos sujetados en el interior de esta lógica del capital son, ahora, hablados por esta configuración hecha de algoritmos, figuras y diferencias digitales. La trampa ya ha sido construida y hemos caído en sus redes. ¿Seremos capaces de romper sus nudos?