Resurrección, de Romeo Castellucci sobre la Sinfonía Nº2, “de la resurrección”, de Gustav Mahler. 

Intérpretes: Jaquelina Livieri (soprano), Guadalupe Barrientos (mezzosoprano), Grupo Vocal de Difusión, Orquesta Filarmónica de Buenos Aires.

Dirección musical: Charles Dutoit.

Lugar: Pabellón Ocre. Rural de Palermo

Repite el miércoles, jueves, viernes y sábado a las 20.30. Domingo a las 19.

Calificación: 4

¿Un concierto? ¿Una obra de teatro? ¿Un oratorio representado, a la manera las hagiografías del barroco? Si hubiese sido un concierto no necesitaba puesta en escena. Si de teatro se trataba, no hacía falta que para que exista se someta a una de las grandes páginas sinfónicas de todos los tiempos, producto de una época en la que, después de varias batallas, la música asume el estatuto de lenguaje autónomo trascendente, más allá del puro descriptivismo, del epidérmico placer de la combinación agradable de sonidos y de las eventuales posibilidades de danza. Podría, en todo caso, estar cerca de un oratorio representado, sobre todo por su moralismo abstracto. Resurrección, el espectáculo de Romeo Castellucci sobre la Sinfonía nº2 de Gustav Mahler con el que el Teatro Colón inauguró su temporada 2023, es un híbrido. Y como tal, goza de las prerrogativas de las miradas combinadas y las interpretaciones abiertas. Aunque ahí mismo podría estar su límite.

El martes, en el pabellón Ocre de la Rural, ante un auditorio lleno de autoridades de la Ciudad, funcionarios, asesores y asesores de asesores, además de invitados más o menos notables, la puesta de Castellucci tuvo su estreno latinoamericano, con la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, dirigida por Charles Dutoit, junto a la soprano Jaquelina Livieri, la contralto Guadalupe Barrientos y el Grupo Vocal de Difusión, dirigido por Mariano Moruja. El espacio, que necesitó de amplificación, no fue el óptimo para el esperado buen desempeño de una orquesta, que en esta ocasión tuvo al frente a una de las grandes batutas del mundo. Para un concierto, la ejecución hubiese sido apenas aceptable, pero resultó eficaz en el contexto de un espectáculo híbrido, más jugado sobre la iconografía y sus efectos que sobre el sonido.

“Poner en escena sinfonías puede permitir nuevas relaciones entre la música y lo escénico a través de la fuerza de las imágenes, sin palabras”, dice Castellucci en las notas del programa de sala, en un texto extraído de una entrevista de mayo 2022, en ocasión del estreno de Resurrección en el Festival de Aix-en-Provence. Desde esa idea, el director italiano, a quien alguna vez se admiró hasta la devoción por su trabajo con la Societas Raffaelo Sanzio –la compañía teatral que entre los ’80 y los ’90 del siglo pasado arrasó el sentido común de la burguesía teatral con radicales muestras de creatividad e irreverencia–, elaboró un marco escénico para la música, que así se convirtió en la columna sonora de una serie de imágenes. Esa es la parte en la que Mahler y su concepción de la sinfonía mueren, para resucitar recién al final, cuando despojada la escena, sólo la música absoluta fue capaz de cerrar su propio drama. Pero ya era tarde.

Comunes fosas comunes

Una enorme extensión de tierra negra se despliega más allá del foso –vaya analogía– donde están coro y orquesta. Un caballo blanco la recorre, instintivamente husmea el terreno hasta si quererlo, delata un resto que poco después identificarán como humano. La música de Mahler acompaña hasta el final una acción lenta e incesante, en la que un equipo de la UNHCR (L'agence des Nations Unies pour les réfugiés) excava en silencio para extraer cadáveres que, es lícito sospechar, produjeron países miembros de las mismas Naciones Unidas.

Charles Dutoit. Foto: Arnaldo Colombaroli.

En la producción de un cuadro escénico dantesco, Castellucci logra más pintura que teatro y son pocos los momentos en los que logra el encuentro entre música y escena. Por ejemplo, cuando se "escuchan" los cinco minutos de silencio que Mahler prescribió después del primer movimiento; o cuando la escena se detiene con la entrada de la voz de Guadapupe Barrientos; o hacia el final, cuando el escenario queda vacío y comienza el quinto movimiento. Más allá de estos hallazgos teatrales del director de escena, los preciosismos sonoros de una obra como la “Segunda” de Mahler, que en sus dimensiones mastodónticas no deja de llevar una canción en el alma, quedan sumergidos –¿ignorados?– en una relación demasiado condicionada por la obra sobre la obra. Con irreverencia digna de mejor causa, Castellucci se sobrepone a Mahler y el tiempo íntimo de la música no es el de una escena que no escucha y se limita a representar un largo mantra de desentierros, que después del tercer cadáver ya no impresiona y se repite hasta anularse a sí mismo. Le queda entonces el recurso al chantaje sentimental, en pos de la superioridad moral, que al final de cuentas se convierte en el motivo de la obra.

Resurrección es una obra de estos tiempos, en el sentido que desde su doble canal expresivo dispara un torrente de información que apabulla e inmoviliza, porque apunta más a los sentidos que a la razón. A la imagen más que al contenido. A la imaginación más que a la historia. El tema es la muerte. La muerte de los pobres y desposeídos, los explotados, los estafados. Los muertos de siempre y en cualquier lado, que descubiertos y clasificados deberían recuperar su dignidad. El enunciado resulta demasiado general, casi abstracto en su carencia de espesor histórico. Apenas queda la posibilidad para la contemplación y, en todo caso, la culpa y el sufrimiento. Religiosidad pura.

También el traslado trastoca los simbolismos de la obra. En Aix-en-Provence se estrenó en un estadio abandonado y ruinoso, construido en los abundosos años ’90 sobre los restos de una mina de bauxita del siglo XIX, para acompañar la buena –y breve– campaña de equipo local de handball. La puesta del Colón eligió un espacio del predio que la Sociedad Rural regentea en Palermo y además lo liga a la celebración de los 40 años de la recuperación de la democracia en el país. La parábola de los buenos que llegan a desenterrar a los pobres, aunque bien producida, resulta de un moralismo insoportable y poco tiene que ver con la tragedia, aun no del todo resuelta, que está en la base de nuestros 40 años de democracia.

Huelga además cualquier tipo de comentario sobre la ocurrencia de celebrar la democracia en la sede del club que enrola apellidos ligados a lo menos democrático de la historia argentina. La Rural es el lugar, valga un ejemplo por todos, donde hace poco menos de 40 años interrumpieron con silbidos socarrones el discurso de un presidente elegido por las mayorías.

Queda la impresión de que Resurrección es una de esas “novedades” que hoy puede producir la cansada y contradictoria Europa, para con apoyo estatal lavar las culpas de lo que a fin de cuentas los mismos estados no son capaces de afrontar. El Colón la compró y mejor no preguntarse cuánto (nos) costó.

Lo bueno es que al final de la puesta de Castellucci, llueve. Y eso, para el imaginario campero de la Sociedad Rural, es siempre una buena noticia.