Si los años noventa fueron despiadados, el teatro de Buenos Aires supo vivir por esa época una etapa de aventurada lucidez. Una nueva dramaturgia producía obras contra los padres del realismo y creaba propuestas donde la palabra se convertía en un territorio que abandonaba una concepción mimética de lo real y entendía que la verosimilitud era insuficiente al momento de instalar una escritura que no estaba sostenida en los hechos y que ponía en duda la acción dramática. Ese teatro necesitaba de actores y actrices que utilizaran su entrenamiento técnico para generar una teatralidad (que en algunos casos los textos parecían no tener) y que además fueran capaces de convertirse en autorxs de esos materiales dentro de la escena. Muchxs intérpretes respondieron a ese desafío con una creatividad que les daba cierta autonomía frente al reinado del texto pero María Onetto fue convirtiéndose, sin proponérselo ni estimularlo, en una suerte de referente y maestra de esa escena teatral que surgió cuando el siglo se terminaba.

Bastaba con descubrirla en Raspando la cruz de Rafael Spregelburd (1997), en Faros de color de Javier Daulte (1999) o en La escala humana de Daulte, Spregelburd y Alejandro Tantanián (2002) para quedar prendadxs de una actuación que demolía todas las formas esperadas, que era sensible pero a la vez tenía la cualidad de narrar, de agregar más elementos a la trama, de pensar y construir un mundo que era solo de ella. 

Lxs que nos dedicamos al teatro en sus variadas formas (desde la crítica o la realización) entendíamos que era una actriz que teníamos que seguir, que era urgente ver todo lo que hacía porque María jamás iba a elegir un proyecto que no le exigiera investigar, ir hacia el interior de una estética como si toda ella fuera una pezuña que desenterraba las formas, que escarbaba en el personaje y lo miraba como quien se enfrenta con un desconocido al que tendrá que incorporar a su piel.

Su inteligencia para pensar la actuación con una minuciosidad desconcertante estaba ligada al detalle para componer la escena. Trituraba cada palabra, iba hasta el fondo (una cualidad propia de las mejores actrices que tiene sus riesgos) y se sostenía en una técnica que dejaba cuidadosamente en un segundo plano para crear como si todo tuviera que ser inventado en ese instante.

Frente a la noticia de su muerte el pasado jueves 2 de marzo a muchxs nos resulta demasiado difícil imaginar cómo va a ser el teatro de Buenos Aires sin ella. María supo desarmar una concepción de la actuación, cuestionar tanto una técnica sin implicancia como un sentimentalismo excesivamente marcado. María Onetto hacía de la actuación una matriz narrativa que se apropiaba de la propuesta dramática de la dirección y de la dramaturgia para construir una línea dramática en sintonía con lo dado pero con la envergadura suficiente para contar desde esa inmaterialidad que se escapaba con ella.

Si bien su formación tuvo mucho que ver con el Sportivo Teatral y la impronta de Ricardo Bartis se reconoce en su trabajo, justamente en esa construcción de la interpretación como una zona donde el teatro parece liberarse del texto sin rechazarlo, como si lo devorara y lo hiciera nacer de nuevo, María podría haber sido también una actriz del Actor's Studio que descubría su alma con cada personaje, que le ofrecía todo con esa lucidez rabiosa que después la dejaba en un estado casi introspectivo cuando salía del teatro y parecía querer estar sola, irse como si buscara el efecto de oscuridad que le dejaban los focos de luz.

Cuando la entrevisté para este suplemento en el año 2013 por el estreno de Sonata de Otoño de Ingmar Bergman dijo sobre su trabajo dirigido por Daniel Veronese : “Yo concibo la actuación desde un punto de vista intenso, tanto para que se desarrolle como para que esté contenida, pero no la concibo desde un lugar de tibieza sino, al ser una ceremonia donde están vivos los espectadores, mirando, me parece que esa transmisión tiene que producirse por intensidades ¿Qué es un conflicto teatral? Es la sensación que uno no sabe de qué lado de las fuerzas ponerse, si está claro de entrada que hay un personaje que tiene razón y otro no, la escena no termina de ser inquietante.”

En la versión de Potestad dirigida por Norman Briski, donde María Onetto ocupaba el lugar del médico apropiador de niñxs, el procedimiento de actuación se estructuraba bajo las normas del teatro Noh japonés. Allí María desarrolló una actuación distanciada, cargada de simbolismos que discutía con la técnica del psicodrama que había utilizado Eduardo Pavlosky (autor e intérprete histórico del texto ) para poner en escena a este torturador que al principio genera identificación con la platea hasta que se revela su identidad. 

Por la misma época tenía funciones de La persona deprimida en El Cultural San Martín, el cuento de David Foster Wallace, un autor que terminó suicidándose, al igual que la escritora Silvia Plath que describía ese estado de melancolía con la imagen de una campana de cristal en la que siempre se sentía sumergida más allá de lo que ocurriera a su alrededor. En los ensayos abiertos, Veronese, director de esta adaptación, confesaba que no existía otra persona que pudiera interpretar ese texto, que solo estaba dispuesto a hacerlo con María y le daba un beso en la frente con afecto y con un supremo respeto. Allí pudimos ver el desarrollo, la progresión del desempeño de María Onetto como por un microscopio. El despojo del escenario hacía que ella tuviera que resolver valiéndose únicamente de sus recursos, sin ningún partener ni objeto que la salvara. Sola en la marea de las emociones que ella dominaba para poder contar.

En la puesta de Bodas de sangre de Vivi Tellas que protagonizó el año pasado en el teatro San Martín tenía un parlamento clave : “Con un cuchillo, con un cuchillito” y el texto lorquiano se convertía en materia existencial para pensar que un objeto tan insignificante pueda terminar con la complejidad de una vida. “Yo no aguanto el teatro melancólico ni la autocompasión, me parece que es solemne. “ Declaraba en la mencionada entrevista: “Me parece que es al revés, que son fuerzas que se mezclan y de ese modo es más entretenido de ver, de actuar, pero siempre es el cuerpo el que transmite la emoción. Hay una frase que me gusta mucho: di tu verdad y rompete y estalla un poco.”