Me alegro de haber llegado por la mañana porque así podemos aprovechar el día. Con calma y detenimiento busqué en mi mochila y encontré, tal como las había guardado, arrolladitas, una zunga verde y violeta, como nueva, y el short verde. Busco un poco de privacidad para ponerme la zunga y después, como quien dice, encima, el short verde. Sé que cuando me los haya puesto mi espíritu se volverá alegre y estaré listo para ir a la playa.

No lo dice por decir, lo dice convencido. Para él no se necesita nada más para ir a pasar todo el día (pero todo eh) a la playa: una zunga verde y violeta y un short, verde, para combinar. La silla, la sombrilla, la toalla, el protector 1200, el piluso, el destapador, la cerveza fría, el hielo para que la cerveza siga fría, la billetera por si hay que comprar más cerveza, el celular, el libro por si se aburre del celular… ¡Los binoculares! ¿Será que alguna vez en la vida este hombre se acordará de llevar los binoculares allá donde sea que vaya a querer usarlos? Estoy segura de que no los trajo. Es solo cuestión de sentarse a esperar. Diez minutos, quince, media hora… Ya. ¿Podés creer que me olvidé de traer los binoculares?

Como no es una expedición al Amazonas, no me preocupa tener un equipo especializado, los mejores implementos de camping ni una palamenta de boy scout. La cuestión pasa hoy por la playa. Yo sé que esta elección es a la vez crucial y determinante, todo el veraneo girará sobre esta decisión. Elegir una buena playa, aunque sea muy lejos, hará que en lo sucesivo, y habiéndonos afincado en la escogida, podamos dedicarnos a un nivel superior de preocupaciones como elegir la marca de la cerveza, el color de la lonita de recostarse o el mix de yerba del mate para el atardecer.

A ella le encanta la playa, pero tiene problemas con la arena, los caracoles que pinchan, los insectos, la ausencia de sombra, el exceso de viento. Su lugar en el mundo está ahí donde la playa tiene caminito de madera y pileta mirando al mar. Si tuviera plata haría un balneario lleno de decks para no tener que ensuciarse los pies. Cuando pisa la arena se queja como si estuviera aplastando huevos. No soporta quemarse, no sabe clavar la sombrilla ni le gusta cargarla. Detesta cuando la ola la arrastra y la deja en pelotas, aunque es una situación que provoca carcajadas alrededor y ella siempre termina por contagiarse, lo cual imposibilita aún más volver a poner cada cosa en su lugar. Por eso, se lo piensa dos y hasta tres veces antes de meterse al mar. En definitiva, nadie entiende por qué en lugar de ir a la playa, no se va de vacaciones a un patio de comidas de algún paseo de compras. Aunque tampoco, porque no aguanta los sitios llenos de gente, le molesta que sean todos iguales y odia a las personas con compulsiones de todo tipo que suelen verse en esos no-lugares.

Y aquí está el ombligo del día: hacer un largo viaje, cargar, en el baúl del auto, heladerita, sombrilla y demás cosas playeras y al cabo de dejar el auto al sol, desembarcar en una playa desierta, virgen de la mano del hombre y de la de la mujer, y siguiendo los pasos de Gaboto, clavar, de la sombrilla el palito de abajo para imponer su señorío en terra incógnita para sí mismo, para sus mandantes y para sus sucesores.

Nadie podría explicar por qué -quizá agotados de tanto preparativo para estar a lo sumo cuatro horas contemplando el mar- pero de pronto, sin que ninguno de los dos lo perciba, están en paz. Leen, miran las olas, empiezan crucigramas que jamás terminan e inventan futuros inciertos donde lo único que harán será ir y volver de la playa.

 

Y así se pasa el día, nadando, leyendo, conversando ¿se llamaba Josefina la señora que llegó última a la presentación de la novela “El Surgente” y quería comprar cuatro ejemplares? Esas y otras cosas hacen de la tarde un recuerdo memorable y vacío que siempre quedará en el rincón de las cosas gratas de cuando no pasó nada. Pero de puro fresca que es la playa, pronto llega el crepúsculo y apuntando con los dedos al horizonte trata él de medir, según las instrucciones del diario “La Nación”, el tiempo de luz que aún le resta mientras el sol se enrojece.