Los pecados de nuestros padres, última novela de Asa Larsson -uno de los grandes nombres de la policial negra escandinava- ganó varios premios del género, incluyendo el que entrega la Academia Sueca a la mejor novela negra del año (2022). Se lo merece. Es una hermosa despedida a uno de sus personajes más conocidos, la fiscal Rebecka Martinsson, como aclara Larsson en una “Nota de la autora”. Se trata de un libro clásico dentro del género, pero además es una historia compleja y bella desde lo estructural, lo psicológico, lo político y por supuesto lo literario, una prueba más de que, dentro de los géneros populares, se produce ficción de calidad.

Desde lo estructural, la voz narradora en tercera persona dirige un coro de personajes con sus vidas, traumas, sentimientos y, desde esas mentes, describe el pueblo de Kiruna (lugar de nacimiento de Larsson) en el momento en que lo están abandonando y trasladando a otro lugar porque la mina que da trabajo a sus habitantes lo está carcomiendo desde abajo (toda una metáfora de la situación general del planeta). Kiruna está al borde del abismo en más de un sentido. En cuanto a lo “policial”, como pasa con la mina, los “casos de homicidio” que exploran la fiscal y varios policías tienen enormes ramificaciones no sólo en el espacio (alcanzan a varias familias, empresas e instituciones de Suecia) sino también en el tiempo.

Para manejar la temporalidad, Larsson utiliza flashbacks con subtítulos que aclaran la fecha. Esos momentos narrativos vuelven a las décadas de 1960 y 1970, e incluyen (al final) el momento de los crímenes que dieron comienzo a todo. Los subtítulos y el cambio de tiempo de verbos (esos fragmentos están en presente) son una guía que impide que los lectores se pierdan en el laberinto, un poco a la manera de Joel Dicker. El remolino temporal está acompañado por otro de carácter geográfico que la voz narradora resume en un fragmento en que describe la “hora del lobo, la fina línea divisoria entre la noche y el alba, el momento en que mueren la mayoría de las personas, nacen la mayoría de los bebés, el sueño es más profundo y las pesadillas más reales”. Las siguientes seis, siete carillas cuentan lo que hace y piensa cada uno de los muchos personajes principales y para hacerlo pasan en un paneo de casa en casa, de calle en calle, de cama en cama.

A partir de esos dos rizomas de tiempo y espacio, Los pecados de nuestros padres toca temas de política, ética, drogas, amor, maternidad, paternidad y cuestiones relacionadas con las mafias y con la situación de la mujer en nuestros días. En ese proceso de ampliación del enfoque, la historia, que parecía personal, se vuelve nacional y mundial.

Kiruna, un pueblo a punto de desaparecer para renacer en un lugar peor, está recorrido por los fantasmas del maltrato, el abandono, el dinero y la violencia (cuyo mayor exponente es el asesinato). Por suerte, en el pueblo hay varios hombres y mujeres (entre otros, la fiscal Rebecka; el boxeador Börjen; Ragnhild, la mujer que abre y cierra el libro; los policías Sven-Erik y Anna-Marie, entre otros) que tratan desesperadamente de entender lo que pasa y de encontrar una salida que es tanto personal como institucional. Por encima de ellos se mueven distintos “poderes” de todo tipo y en todas las familias, se tejen redes muy ambiguas que pueden ser tanto protectoras como tóxicas (y las dos cosas al mismo tiempo).

El enigma de las razones y las identidades de quienes mueven los hilos se resuelve solo al final y al final, la solución es doble: individual en más de un sentido, pero también global. El mundo está lleno de predadores, como se indica cuando se habla de los leones y se los compara con el Rey de la droga. Esto es lo que piensa Von Post, el jefe de la fiscal: “Esto pasa en todo el mundo: en algún lugar, hay personas buscando sitios como Kiruna. Encontrando lugares donde meterse para drenar sus riquezas”. Lo mismo sucede en todos los mundos, por ejemplo, el del boxeo. Börjen, que ganó el Oro Olímpico en su juventud, se dice en algún momento: “Quieres creer en peleas limpias, pero el poder está tan lejos, tan fuera del ring. Es inalcanzable. Por eso nos pegamos unos a otros”. Así, Larsson parte constantemente de pequeños dramas y termina en un análisis profundo del crimen y sus consecuencias, desde la pobreza a los negocios sucios y los asesinos a sueldo, desde el racismo al fraude en las apuestas al odio intrafamiliar.

Con una prosa atrapante, rápida y llena de detalles culturales (exóticos para los lectores argentinos: el clima invernal como peligro constante, los horarios, lo que se come, las costumbres cotidianas), Los pecados de nuestros padres mantiene un suspenso impecable que hace que sea imposible dejarlo (sobre todo, si los que leen son amantes del género policial, “nórdico” o no). Y mientras tanto, la novela abre una mirada dura, inteligente, de la forma en que el poder (legal o ilegal, pequeño o muy extendido) roza las vidas individuales, las domina, las cambia, las desafía.

Larsson tiene un planteo general bastante psicoanalítico: para superar cualquier tipo de trauma, es muy importante entender el origen. Ese planteo explica el foco puesto sobre las relaciones entre padres/madres e hijos/hijas y los varios momentos de reconocimiento de parentesco (anagnórisis, lo llamaban los griegos), reconocimientos que por un lado tienen peso en el marco legal en que se mueven los/las policías y los/las fiscales, y por otro repercuten profundamente en la psiquis de los personajes.

Más allá de lo policial, la gran cualidad de Los pecados de nuestros padres es la forma en que traza una red de líneas divergentes y luego las recoge con enorme prolijidad, como una red de pesca a la que se lleva de nuevo hacia la costa. Todo está en los detalles, pero la mirada general es muy panorámica y, como suele pasar en la literatura contemporánea, eso se explica como “instrucción de lectura” cuando Sven-Erik (un policía ahora jubilado que los lectores de Larsson reconocen de otros libros) sube a una colina y mira Kiruna desde arriba. Lo que ve es su propia relación con el pueblo: “Conocía cada calle y casi cada casa. Sabía quiénes habían sido los propietarios, quiénes habían vivido en ellas”, y por eso, desde ahí arriba, “lloró por su ciudad durante dos minutos”. El libro cuenta ese llanto, con el que la autora sueca se despide en parte de un lugar querido que está cambiando, que ya no será el mismo.