Fue un concierto al aire libre con acceso gratuito, protagonizado por dos artistas aclamados en el mundo. Ayer, en un escenario montado en Plaza Vaticano, ubicada al lado del Teatro Colón sobre calle Viamonte, Martha Argerich y Daniel Barenboim ofrecieron un recital a dos pianos, ante un público numeroso y diverso que desde muy temprano fue dando marco especial al evento. Frente al escenario se había acondicionado un espacio cerrado con 500 sillas: 350 se sortearon en redes sociales en los días previos al evento y el resto fue para funcionarios y prensa amiga. Detrás de las vallas se ubicaba el numeroso público que se acercó en busca de la excelencia artística que prometía otro encuentro entre Argerich y Barenboim, esta vez anunciado con el enfático título de “Show del año”. Todo un estilo y una idea. 

Faltaba todavía mucho para las 14, hora anunciada para el inicio del concierto y en la plaza ya había mucha gente. Algunos con sus sillas, el mate, teléfonos atentos a detener en fotos lo que imaginaban sería memorable, y paciencia para esperar. A las 12.30 llegó el primer premio a la espera: Argerich y Barenboim aparecieron sobre el escenario para probar sonido. “Estamos muy contentos de estar aquí, pero les tenemos que pedir un favor: hagan silencio para que podamos probar cómo se escucha aquí arriba”, dijo Barenboim. Comenzó así un ensayo abierto, sobre un silencio sólo interrumpido por algunos ¡¡shh!! de aires civilizadores, y por el rumoroso traqueteo de la ciudad que nunca se detiene a escuchar, aunque se haya cerrado al tránsito (a excepción del Metrobus) el perímetro comprendido entre Córdoba, 9 de Julio, Tucumán y Talcahuano, incluyendo Cerrito. Media hora de pruebas sobre Mozart, Wagner y Tchaikovsky, con algunos traslados de los intérpretes de un piano a otro para con breves parlamentos para aunar criterios y definir elecciones, anticiparon lo que sucedería una hora después.

A las 14 en punto se anunció el inicio del concierto, que era además el primer momento del Festival Barenboim, que se realiza en Buenos Aires por cuarto año consecutivo. Argerich y Barenboim aparecieron en escena. Ella, con la larga pollera estampada, la blusa negra, la melena blanca y venerable librada a la brisa de la siesta. Él con el traje claro a rayas más claras. Entre ellos, Mozart y su Sonata en Re mayor para dos pianos K448. La que escribió en torno a 1781 y estrenó ese mismo año junto a Josepha Auernhammer, pianista que la historia destaca por su talento y que Mozart describe en una carta a su padre: “Ella es horrible, pero toca encantadoramente”. Apreciaciones mozartianas aparte, es la obra de un músico en su plenitud, que logra un maravilloso equilibrio entre las partes, con innumerables delicadezas. Cualquier logro de la ejecución en este sentido se perdió en el aire abierto y rumoroso del centro porteño. “Ustedes son muy silenciosos y sólo podemos agradecérselos, pero el ruido que llega desde allá atrás es mucho”, dijo Barenboim en un momento del concierto, señalando en dirección a una 9 de Julio desde la que sonaban los colectivos. 

Lo mejor de la tarde llegaría enseguida, con la versión para dos pianos que en 1890 Claude Debussy hiciera de la obertura de El holandés errante de Richard Wagner. La excitación wagneriana de un joven Debussy se refleja en una transcripción minuciosa, que explota al máximo los recursos idiomáticos de los pianos y que el dúo expresó con claridad superlativa y gran empatía emocional. “Aquí termina la parte formal del programa”, dijo Barenboim antes del estruendoso aplauso que reclamaba los bises de rigor, que llegaron con la “Danza española” de El lago de los cisnes, de Piotr Illic Tchaikovsky, en versión para dos pianos de Claude Debussy, y el Bailecito para dos pianos de Carlos Guastavino. Tras más aplausos, los artistas regresaron al escenario “para aprendernos otros bis”, según bromeó Barenboim. Terminaron con más del Tchaikovsky de El lago de los cisnes, con “Danza napolitana”. 

En el aplauso estruendoso que no cesaba y en el que era posible escuchar un espesor distinto al entusiasmo protocolar del final de un espectáculo, estaba la emoción de quienes habían sido, de alguna manera, parte de algo excepcional. Una acumulación de afectos y gratitudes hacia dos artistas cuyos talentos hicieron sentir distinguida a una multitud. Milagros de la música. Resulta por lo menos paradójico que mientras desde un lugar se promueve un espectáculo único, sostenido por el sentido universal y superador de la música de concierto, al mismo tiempo, en otro ámbito de la misma idea, se haya declarado a la Orquesta Sinfónica Nacional “en disponibilidad hasta nuevo aviso”, suspendiendo sus próximos conciertos.