Cuando se piensa en la Reforma Universitaria, se piensa ante todo en el estallido estudiantil de Córdoba, en 1918. Eso tiene sus razones, pero no fue el único, ni siquiera el más agudo y prolongado de los conflictos universitarios del primer yrigoyenismo. En La Plata, los sucesos alcanzaron una gravedad igual o mayor, con la huelga estudiantil más larga de la historia -un año entero, entre 1919 y 1920- duras denuncias de corrupción en la Facultad de Agronomía, la toma del Museo de Ciencias Naturales, represiones, allanamientos y procesos por sedición e incluso la muerte del estudiante David Viera en un altercado con otros estudiantes que resistían la intención de las autoridades de concretar los exámenes de Medicina bajo autoridad policial.

Llamativamente, de ese conflicto de una violencia inusitada emergió un referente estudiantil extrañamente moderado, pero de dotes inigualables como orador en el registro poético y algo ampuloso de la época, por supuesto. Y uno que tuvo una actuación gravitante en el tendido de una red latinoamericana de jóvenes que tendrá enorme incidencia en los años que vendrán. Un líder al que le esperó, entre otras razones por su muerte temprana, un olvido casi total por fuera de quienes se dedican a estudiar los vericuetos de la Reforma: Héctor Ripa Alberdi.

Había nacido en Benito Juárez el 26 de enero de 1897, hijo de un próspero chacarero de origen español y de una madre criolla. A los 12 años se había instalado en La Plata para hacer el secundario en el Colegio de la universidad. El crítico Rafael Arrieta fue allí su profesor de Literatura. Dejó un retrato del Ripa Alberdi que conoció: “Enjuto y algo solemne; de una corrección singular en el vestir y en las actitudes; pulcro en su persona como en su charla; de rostro casi infantil, sin defensa para el rubor, en el que la nariz dominante ahondaba los ojillos oscuros y la frente despoblada abríase a la calvicie invasora; de manos largas, huesudas, que acompañaban a su palabra con movimiento plástico; de voz grave, más por la modulación que por el timbre, Héctor Ripa Alberdi, a quien conocí casi niño en mi clase del Colegio Nacional, mostraba ya, y acentuó con el tiempo, un reposo de madurez, una extraña seriedad que contrastaba con sus años”.

Ripa comenzó estudios universitarios de Derecho, pero pronto se cambiará a Letras, su verdadera pasión, en la recién creada Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Allí comenzó su acercamiento al Centro de Estudiantes y a distintos núcleos juveniles, como la Asociación de Ex Alumnos del Colegio Nacional, tutelada por el filósofo Alejandro Korn y el propio Arrieta, o el Colegio Novecentista. Fue precisamente en la inauguración de la filial platense de esta agrupación, a mediados de 1919, en coincidencia con los inicios de la huelga universitaria, cuando Ripa irrumpió con fuerza en el movimiento estudiantil, a raíz de un discurso que despertó el interés de todos los presentes, no solo por su retórica sino, en particular, por cómo ese “muchacho de aspecto tímido, vestido de luto", como lo describirá Jorge Max Rohde, comenzará sus palabras “en voz baja, grave” y terminará adueñándose misteriosamente del auditorio.

Inspirado por el influyente pensador catalán Eugenio D’Ors, el Colegio Novecentista era una de las organizaciones estudiantiles más moderadas de las muchas que habían surgido en los años previos a la rebelión. Moderadas en el sentido de que imaginaban que solo una élite cultural –una “aristocracia del espíritu”– podría sacar de su sopor materialista y de su crisis civilizatoria a Occidente, haciendo base en la tradición grecolatina para recuperar los valores éticos y estéticos perdidos. Para Rohde, Ripa Alberdi "quedó consagrado, en la noche del discurso memorable, como una realidad del ensueño novecentista".

Los estudiantes en huelga le encomendaron que redactara el manifiesto del conflicto,  “La Federación Universitaria de La Plata a los universitarios de la República", en el que Ripa advertía que la juventud "a falta de maestros, se formará a sí misma, y si menester fuere, forjará también a los maestros". Desde entonces, con su extraña personalidad a la vez reflexiva y enérgica, estudiosa y activa, lírica y racional, el joven comenzó a ocupar espacios de creciente importancia en la organización y la elaboración del discurso público del movimiento reformista argentino.

El pico de su proyección fue cuando presidió la delegación argentina al primer Congreso Internacional de Estudiantes, realizado entre el 20 de septiembre y el 5 de octubre de 1921 en México. Según Víctor Raúl Haya de la Torre, futuro fundador del APRA peruano, el propio Ripa Alberdi había sido el “verdadero inspirador” del encuentro. En el día de la apertura, pronunció un discurso en el que expuso su idea de refundar la universidad sobre bases más humanistas y “arrojar a los mercaderes de la enseñanza, derribar la universidad profesionalista".

Uno de quienes estaba allí era el notable crítico dominicano Pedro Henríquez Ureña, que quedó cautivado con su invectiva antipositivista y su reivindicación de la cultura clásica: “Comenzó a hablar y a los pocos instantes advertíamos cuántos velos iba descorriendo”, rememoró. Desde entonces, Ripa Alberdi y Henríquez Ureña trabaron una amistad que se mantuvo a la distancia y que derivó en el proyecto de escribir juntos la primera historia de la literatura latinoamericana y, más adelante, en la radicación del crítico en la Argentina.

El choque entre el espíritu idealista y eurocéntrico de los argentinos y la realidad y la cultura posrevolucionarias que encontraron en México produjo no pocos cambios. Ripa Alberdi venía mostrando una inclinación más latinoamericanista e izquierdista de la lucha juvenil, como quedó plasmado en un encendido discurso en un mitin de la FULP el 7 de mayo de 1920: “manos de juventud han iniciado una labor de alta cultura, no solo en el sentido de despertar en el universitario la curiosidad y el amor por las especulaciones intelectuales y superiores, sino también tratando de vincular el pueblo a la Universidad para que llene esa función social que es la razón misma de su existencia”.

Desplegando toda la potencia lírica de la que era capaz, en aquel discurso había invocado al "rapsoda de la tierra indiana" para a que, luego de cantar a las civilizaciones americanas desaparecidas, “abra sus brazos como dos alas, y suelte a todos los vientos la canción augural que señale a los hombres de América las anchas rutas de venturanza que se extienden hacia el porvenir… Y mientras en el poniente se hunda el sol de los Incas, el rapsoda, de pie sobre las indianas ruinas, habrá dicho la oración de los tiempos nuevos”.

Pero una cosa era el discurso y otra el contacto directo con las realidades de América. Según Henríquez Ureña, una de las convicciones que adquirió era que había que fortalecer los vínculos continentales. El secretario de Educación de aquel país, José Vasconcelos, que había sido fundamental en la organización del Congreso, eligió a Ripa para que fuera uno de sus laderos en la estrategia de vinculación entre los jóvenes progresistas del continente, al punto de que financió la continuidad del viaje por otros países. En este plano, la mayor decepción de Ripa fue cuando, a su retorno, las feroces internas en la Federación Universitaria Argentina impidieron la realización de un segundo congreso estudiantil en Buenos Aires, a lo que él y sus compañeros se habían comprometido. De todas formas, él continuó su tarea de vinculación: trabó contacto con Germán Arciniegas, estableció un vínculo cercano con Haya de la Torre y será uno de los principales contactos estudiantiles de la delegación mexicana que llegó a la Argentina en 1922, para la asunción de Marcelo T. de Alvear, encabezada por Vasconcelos.

En esos días, recibió a Henriquez Ureña en la Facultad de Humanidades cuando este presentó el discurso que terminará en su fundamental ensayo La Utopía de América y, días después, homenajeó a la delegación en el Teatro Argentino, momento en que ensayó una especie de autocrítica sobre el rol de los estudiantes: "Nos cautivan y nos exaltan ideales imprecisos y remotos, hasta el punto de olvidar los problemas concretos e inmediatos cuya solución demandan los pueblos hermanos del continente". Hasta ahora –sostuvo– la juventud reclamó por sus derechos, pero olvidó sus deberes, que son los de "dar a los obreros aquello que uno ha conquistado".

En los pocos años de trayectoria militante, Ripa Alberdi había pasado de un aristocratismo espiritual bastante antipopular a lo que parecían ciertos visos de izquierdismo latinoamericanista. Su sorpresiva muerte, de la que se cumplirán 100 años el 3 de octubre, truncó el rumbo que habría tomado su pensamiento y acción políticos y pareció dejar al movimiento reformista sin uno de sus figuras más singulares. A su muerte, los homenajes fueron de alto nivel: Vasconcelos presidió un acto en México, la FUA envió a su plana mayor al cementerio, una asociación cultural adoptó su nombre, sus compañeros del grupo Renovación decidieron publicar inmediatamente sus Obras completas, con un puñado de discursos, manifiestos y artículos y los dos libros de poesía que había escrito, Soledad (1920) y El reposo musical (1923). Su faceta de poeta, para él inescindible de su activismo, fue la que condujo a Arrieta a incluirlo en lo que llamó “Primavera fúnebre”: una serie de muertes de jóvenes poetas que conmovió al ambiente literario de La Plata entre 1914 y 1928.

Rápidamente, sin embargo, el nombre de Ripa Alberdi quedó huérfano de protectores. Su discurso encendido e inspirador –hijo de un tiempo en que, de un orador, se valoraba la capacidad de crear imágenes y de exhibir destrezas sintácticas para desplegar largas y floridas oraciones– resultó demasiado abstracto y poético para los tiempos que vinieron. Su rara mezcla de idealismo, helenismo, cristianismo y americanismo, combinadas con una personalidad a la vez equilibrada y rebelde, sabia y lírica, con sentido de la justicia y vitalismo juvenil, con el avance del siglo, resultó ajena a la sensibilidad de los militantes estudiantiles que le siguieron.

En uno de sus poemas, algo de ello había intuido: “Pero yo soy un remanso/ de hondos encantamientos, / donde bajan las estrellas/ después que la tarde ha muerto,/ donde los lotos se abren/ para contemplar el cielo,/ y donde la noche aduerme/ la beatitud del misterio./ Y ser así en este mundo/ de pasiones y de estruendo,/ es cruzar sobre la vida/ como un río de silencio”.