"Se me hace cuento"

Por Tomás Arreche

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El homeópata en vez de bajarme la dosis de gotitas me la duplica. A instancias de la psicóloga. Ella dice que el psicoanálisis tiene un límite. Porque el discurso no llega ahí donde la memoria no encuentra registro. Que las marcas están en el cuerpo. Que la memoria está en el cuerpo.
Todos los años, el 19 de diciembre, empieza mi semana trágica. Y se extiende hasta el brindis de Navidad. Sé que va a ser un período inestable y oscuro. Ya no le temo, por costumbre. Pero la angustia me sorprende siempre.

Esta vez, por cada gota multiplicada, la oscuridad se extiende un día.

Llego boqueando al brindis de Año Nuevo. El 2020 empieza a arrastrarse, como yo. Me cubren las sombras. No encuentro armonía. Todas las imágenes traen muerte. Tengo un yunque en las entrañas. La última semana de enero algo se mueve en mí. Emerjo. Surjo. La sensación es física. De luz. Aire nuevo entra en los pulmones. Vivo. Una vez más.
El cuerpo relata su historia.

1
El 19 de diciembre Jorge es secuestrado por las fuerzas armadas. No se sabe más de él. Su mujer llama a los padres y les pide que presenten un hábeas corpus. Palabras que, hasta entonces, ellos desconocían. Hace rato que no ven al hijo, desde que, en agosto, luego del nacimiento de la niña, ellos se marcharan de la ciudad sin decir adónde. Se dieron cuenta de que era una mudanza intempestiva, pero no tienen idea de cuán apresurada fue. Cuando pasan a la clandestinidad, con una beba de apenas dos meses y un niño que aún no cumple los tres años, no logran llevarse más que lo puesto. En esa casa que abandonan en minutos, quedan los muebles, las fotos, las ollas, los regalos casi nuevos del casamiento, el gato Pimienta. En un asentamiento de casas pobres de Avellaneda, unos amigos les dan refugio y anonimato. Cada tanto, Norma vuelve a La Plata a ver a sus padres, lleva poco a la niña, es más fácil moverse con el niño, que camina rápido y sabe guardar secretos. Le hacen mil preguntas, ella sonríe y no contesta. Trata de inspirar una seguridad que empieza a no sentir. Trata de no demostrar un miedo que se huele.
La casa familiar, de la avenida, fue alquilada a unos conocidos. Sabrán después que a esa decisión le deben la vida. Se termina noviembre y el niño cumple años. Las tres velitas no alcanzan a esconder la tensión de lo que no se dice. De lo que no tiene mucho nombre. Cuando, tres semanas después, Norma llama para decir que a Jorge se lo llevaron, sus padres piden que traiga a sus nietos. Ella se niega. Tiene miedo de que le sigan los pasos. Que los hijos sean un modo de llegar al corazón del padre y quebrarlo. Lo que puede estar pasando la enloquece. Dos díasdespués, llevando al niño de la mano, entra en la casa de una gran amiga suya, que la ve agotada, con unas sandalias arruinadas de caminar sin pausa. La mujer ofrece calzado nuevo y cobijo, pero solo son aceptados los zapatos. Horas después, el timbre en lo de la Tía Carmen anuncia un pedido. Por supuesto que el chico se puede quedar acá. Todo lo que sea necesario. Quedate vos también. Comé algo nena. Lo que vos digas.
No digo nada, a nadie. Chau. Decile chau a mami, Tomi.

2
En una casa apenas conocida, con una tía abuela viuda que tiene un hijo adolescente, el chico pasa los días previos a la Navidad. Llega Nochebuena, a la que se suma una abuela con cara preocupada, que le regala un pullover tejido a mano. Pasa el Año Nuevo, con sus cohetes, con los perros de la casa muertos de miedo bajo la mesa. Los primeros días de un enero que se arrastra lo llevan, de la mano, a casa de los abuelos maternos y la tía. Piensa en caricias y sonrisas, en preguntas y respuestas. No las recibe. Tampoco las reclama. No sabría qué pedir.

3
Vuelven de una fiesta en taxi. María no quería asistir, pero su marido insistió. Es la madrugada del 24 y la radio habla de un ataque armado.

A un regimiento. En la zona de Monte Chingolo. Nada de eso le suena, pero no sabe por qué la noticia la inquieta. Piensa en su hija, en su yerno que no aparece, en sus nietos pequeños. Mira por la ventanilla y no encuentra sosiego. La Nochebuena van a lo de su madre, la matriarca Nina. Hay brindis. Responde con evasivas. La semana siguiente no tiene ninguna noticia, salvo un llamado de la hermana de su consuegra avisando que Tomi está con ella, y que está bien. Pero eso solo agrega más preguntas. Cuando el año está empezado hace pocas horas, una joven mujer golpea las manos en el frente. Hace muchísimo calor. La hace pasar. Escucha la noticia. Tiene sed, tiene frío, y por lo único que atina a pedir es por la niña. Tiene cinco meses, se llama Mariana. Ya no tiene padres, pero es nuestra nieta. Oye la respuesta. La vamos a encontrar.
Pasan los días. Tres semanas es un tiempo suficiente para perder algo más que la esperanza.


4

Los adultos hablan poco. Tienen siempre cara de tristeza. Están preocupados. En Reyes se olvidan de poner pasto y agua para los camellos. Pero no importa porque no vienen. Eso quiere decir que no hubo regalos. No sabe si tendría que haber puesto los zapatos afuera igual. Pero no le dijeron nada. Y no pidió. No sabe por qué, pero sí sabe que es mejor no pedir. La abuela está acostada todo el tiempo, le llevan algo de comer, pero el plato vuelve lleno. El abuelo tiene el pelo todo blanco. Antes lo tenía marrón. No sabe por qué, pero sí sabe que es mejor no preguntar. Las tías son jóvenes, una tiene un hijo ya, el primo Pablo. Ceban mate, charlan en voz baja, y cuando no hablan se miran mucho. Quiero a papá. Quiero a mi mamá. Quiero a mi hermanita, que es bebé. Quiero mi casa y mi gato Pimienta. Quiero demasiadas cosas, me parece. No sé por qué, pero me parece que es mejor no querer nada. Tratan de que vayamos a jugar con el agua. Pero hace demasiado calor para hacer nada. Es raro, porque antes me gustaba el calor. Cuando se hace de día me parece que sigue la noche. Quiero dormir más. De noche, en la cama, me siento una silla de paja sobre la que apoyaron una piedra enorme. No entiendo cómo la silla no se rompe con el esfuerzo.

El cuerpo me tiembla. No puedo dormir. No sé por qué, pero me parece que mejor no digo nada.

5
La joven mujer vuelve. Le cuentan que María está en cama, con fiebre y con cansancio. La hacen pasar al dormitorio. Golpea las palmas y habla con energía. A levantarse, encontramos a la niña. Hay que vivir, por estos chicos. Alguna de ustedes tiene que ir a la estación de Bernal el 21 de enero a las 6 de la tarde. ¿Quién va? ¿Cuántos años tenés María Luisa? Veintiuno. En el primer tren que llegue desde Constitución voy a bajar yo, con una señora. Cuando me veas no me saludes, no me hagas ninguna señal, cruzate para el otro lado y entrá al baño, y te damos a la
bebé. Si no me ves llegar... volvete a La Plata. No podés ir con nadie.
No podés contarle esto a nadie.

6

Una tarde calurosa vino María Luisa, no sé de dónde, y traía a mi her mana en los brazos. Esa noche dormí sin soñar. Por una noche no me sentí la silla. Al otro día me levanté a jugar con Pablo mientras Mariana tomaba su mamadera. Había algo distinto en el patio, pero no me daba cuenta de qué era. En la cocina se escuchaba charlar fuerte a mi abuela y a mis tías con la vecina. Me trepé al árbol del fondo y desde allá arriba se veía lejos lejos.

"El nudo en mi garganta"*

Por Verónica Bogliano

Respiré profundo para relajarme. Tenía el corazón acelerado. Estaba sentada en ese sillón de cuero marrón. A la derecha en una mesita había un vaso con agua. No era un lugar desconocido. Había estado cientos de veces, pero esta vez, estaba en el centro de la escena.
Había pensado cómo organizar mi relato. Lo había escrito para no olvidarme de nada. Lo había repasado una y otra vez, una y otra vez, era necesario. En ese momento trataba de no pensar, pero como un torbellino, aparecían tantas imágenes para hacerme compañía en ese momento de espera. Allí estaba mi abuela Delia, con su dolor intacto.
Esa abuela que ya en el 78 había escrito la carta para después de su muerte. El año anterior había perdido a cuatro de sus siete hijos. A ella la vida la abandonó 16 años después, obligándola a vivir a pesar de su inmenso sufrimiento. Volvió a mi memoria el primer día que me acerqué a HIJOS. Mi hijo Manuel tenía la misma edad que yo tenía cuando secuestraron a mis viejos. Tantas escenas se agolparon en el mismo torbellino, como las guardias que hacíamos desde la comisión de escrache frente a una casa de decoración para capturar la imagen de “Jirafa” Damario, el represor de la ESMA. La sensación en mi cabeza del mismo sol que estaba en Plaza Congreso cuando esperamos que declaren la nulidad de las leyes de obediencia debida y punto final. El 18 de septiembre de 2006, estaba preocupada por pedir la primera condena a un Genocida, y vino Nilda a decirme; “López está desaparecido”. Empezaron a retumbar esas palabras en mi cabeza como un eco, no comprendía, no podía entender, ni dimensionar lo que me estaba diciendo. Y después vinieron las primeras marchas bajo la lluvia, las convocatorias en Plaza San Martín a mitad de la noche porque había surgido una nueva información de su segunda desaparición; las denuncias ante los juzgados, las sucesivas reuniones con la Corte... y marchas, muchas marchas reclamando aparición con
vida. También estaba ahí la imagen del día en que fuimos con mi amigo y compañero de HIJOS Camilo Cagni, al Equipo Argentino de Antropología Forense a dar una muestra de sangre para ver si unos cuerpos que habían desenterrado como NN del cementerio de La Plata eran nuestros viejos. Y también cuando varios años después, estaba con Ramón yendo nuevamente al EAAF para ver ahora sí, los restos de mis papás. Mientras pasaban estos recuerdos, pensé en la cantidad de personas que ya habían estado sentadas en ese mismo sillón de cuero marrón, donde después se sentarían mi hermana Laura y mis compañeros. La voz del juez me interrumpe: “dígame su nombre y apellido completo”. Le contesto casi mecánicamente, y unos instantes después estaba relatando quienes eran mis papás.

En ese momento, el tiempo empezó a transcurrir muy lentamente. Hablé de su militancia, traté de ser muy detallista en describir y armar como pude, el relato de su secuestro. Era importante, era necesario reconstruir ese rompecabezas que fueron sus vidas, su militancia y las circunstancias del secuestro. Primero juntamos los datos que la familia tenía, luego hablamos con algunos vecinos, cuando empezaron los homenajes se acercaron los compañeros de trabajo y nos contaron anécdotas que no sabíamos.

Mientras hablaba podía sentir el mismo nudo en la garganta de los 6 años, cuando escuché por primera vez a la Guagüe, mi abuela, cómo había sido la noche en que los secuestradores nos llevaron a mi hermana y a mí, desde Villa Elisa a su casa en City Bell. Ella le estaba relatando a una asistente social, cómo habían golpeado fuerte la puerta la noche en la que nos dejaron a nosotras, le decía que a mi mamá no la dejaron acercarse, pero igualmente dijo que le avise a su hermano que no iba a poder ir a trabajar al día siguiente, aunque era sábado. Esa noche para mi abuela se transformó en una pesadilla hasta los últimos días de su vida. Recuerdo cuando se despertaba sobresaltada un ratito después de conciliar el sueño, diciendo “golpean la puerta”, y nosotras le decíamos que no habían golpeado, pero igualmente muchas veces se levantaba de todos modos e iba a constatar que no pasaba nada con la ilusión de que
los golpes en la puerta que siempre retornaban eran los de su hija que por fin regresaba. Ese mismo nudo en la garganta me daba fuerzas para defenderme, cuando nos peleábamos con nuestros primos, porque si bien sabía muy bien lo que había pasado por haber estado ahí, era más fácil reproducir el discurso que “los grandes” tenían: mis papás se habían ido a trabajar a Córdoba. Entonces les iba a pedir especialmente que a ellos no les den los regalos cuando volvieran, todos, todos, los regalos debían ser para nosotras.
Durante muchos años seguí preguntando, siempre hago preguntas, muchas preguntas, demasiadas preguntas; tal vez espero que me pregunten a mí, para que el nudo en la garganta ceda, para que las palabras puedan fluir libremente y encontrar respuestas, buscando el alivio que producen en mí las certezas. Hubo muchos años de silencio profundo en mi familia, silencios que provocaron más silencios, sentía que no tenía habilitada la palabra, esa palabra que estaba adentro mío empujando para salir. Sí, necesitaba desesperadamente que me preguntaran para hablar, decir, saber quiénes eran mis padres. Decir que los quería y que los quiero ahora, que los extrañaba y decir que todos sepan que nunca los iba a olvidar. Todavía me cuesta, todavía me duele, traerlos de nuevo es un modo de sanar las tristezas, un acercamiento, la posibilidad de que nos acompañen en el presente.

Elegí estar sentada ahí. Elegí estar en el juicio, porque ellos no estaban, no podía hacer otra cosa más que pedir justicia a ese Poder Judicial que dejó pasar casi 40 años sin escucharnos. Quería desanudar mi garganta de una vez. Ese día tuvieron voz, volvieron a ser nombrados y el Estado tuvo que reconocer y condenar a los culpables.

* Si la única lucha que se pierde es la que se abandona, mis palabras buscan la salida a pesar de la cicatriz y mi voz encuentra a pesar del tiempo su cadencia y mi verdad.