En medicina, el efecto nocebo alude al empeoramiento de los síntomas o signos de una enfermedad debido a la expectativa, consciente o inconsciente, de consecuencias negativas derivadas de una medida terapéutica. Este efecto ubica al médico en un lugar incómodo, ya que todo lo que le diga a su paciente, y la forma en que se lo diga, puede influir en él, como también lo que éste escuche o lea por otras vías (amigos, Internet, prospectos de los medicamentos, etc.). Como vemos, el efecto nocebo es un punto que amenaza el éxito terapéutico de las diversas técnicas médicas.

La autonomía del sujeto humano tiende a desdibujarse frente a la palabra del experto. Entonces, si el afectado no cumple con los preceptos médicos enunciados, se ubica emocionalmente en un estado sugestivo, facilitador de enfermedades o disfunciones que lo amenazan. Sabemos que tal mecanismo puede incrementar las posibilidades de que se desencadenen esas dolencias, y, en casos extremos, hasta determinarlas.

Ya existen muchos conceptos científicos -los de iatrogenia, efecto placebo y efecto nocebo, entre otros- que avalan este tipo de críticas. Si tomásemos el cáncer como tema de estudio y profundizáramos demasiado en su búsqueda, hasta arribar, por ejemplo, al nivel celular, hallaríamos que, en dicha escala, todos estamos expuestos a esa enfermedad. Por consiguiente, lo aconsejable es disminuir la paranoica exploración a la que determinados pacientes son sometidos, basada sobre todo en datos estadísticos, y circunscribir las prácticas invasivas o riesgosas sólo para quienes lo justifiquen. 

De este modo, se jerarquizarían otros sondeos no agresivos, como el cruce de información significativa, los controles de rutina y una mayor precisión en la evaluación del riesgo, acompañada por originales rastreos contextualizados en la singularidad de cada paciente. Entonces, la idea no es obtener la ansiada certeza en materia de salud, sino disminuir, hasta un punto razonable, las probabilidades de estar enfermo.

Podemos ilustrar la necesidad de singularizar razonablemente lo estadístico con el siguiente ejemplo: si relacionamos la juventud con los accidentes viales, veremos que esa franja etaria se halla involucrada en un gran número de siniestros. Pero, si tuviésemos la posibilidad de incluir otras subcategorías asociadas a esa etapa de la vida -como la existencia de jóvenes impulsivos, alcoholizados, temerarios, o desaprensivos-, podríamos ver cómo la inmensa mayoría de los accidentes recaería en los minúsculos grupos que concentren todas, o casi todas, las particularidades descriptas. En tal caso, verificaríamos que no es tanto la juventud propiamente dicha, sino que son los jóvenes impulsivos y alcoholizados, o los jóvenes temerarios y desaprensivos, los ostentadores de la más elevada accidentabilidad. Y si quisiéramos complejizar aún más las estadísticas, podríamos continuar haciéndolo hasta llegar a las variables singulares de cada uno de los implicados; por ejemplo, la inestabilidad emocional o el grado de conflictividad psicológica.

Existe una fenomenal complejidad potencial y oculta -no estudiada detenidamente- en el inabarcable conjunto de variables genéricas y singulares, vinculadas a la salud y a la enfermedad. Además, la sistémica maraña de variables humanas no podrá ser evaluada in situ, sino que cada una deberá ser siempre aislada y descontextualizada. Por lo tanto, la mitología científica -al igual que los mitos antiguos-, al caricaturizar lo real en base a lo poco que ha podido visualizar, ponderar y relacionar entre sí, genera una realidad exagerada en relación a sus fundamentos. Esa realidad posee básicamente la estructura del mito, del delirio y de la subjetividad. Por eso, es preciso aprender a relativizar con imaginación las estadísticas, valernos de la intuición o de otros recursos para no caer en la alienación que el discurso cientificista puede acarrear, cuando se lo ubica casi como la “palabra de Dios”.

 

*Psicólogo. Residente en Marcos Juárez.