El año 1973 resultó especialmente complicado para la Argentina. Fue una época que mezcló fracasos y esperanzas, violencia política, crisis económica y desencanto. La guerrilla urbana, los atentados y el autoritarismo de la dictadura militar, que gobernaba al país desde 1966, eran parte de la vida cotidiana desde hacía mucho tiempo y prosperaban en el marco de la proscripción del peronismo, la censura y las prohibiciones decretadas desde el poder de facto. Sólo la prometida apertura democrática, anunciada para el tercer mes de ese año, y el regreso —tras un largo exilio— del derrocado ex presidente Juan Domingo Perón, auguraban una nueva etapa de libertad y regularización institucional.

Inmersa en ese contexto general, a principios de los ’70 la ciudad de Carlos Casares —en el centro de la provincia de Buenos Aires y a 317 kilómetros de la Capital Federal— tuvo que soportar, además, una de las peores inundaciones de su historia, con la consiguiente pérdida de cosechas y centenares de cabezas de ganado, barrios anegados y decenas de casas abandonadas como consecuencia del avance del agua. La angustia se palpaba por doquier. Familias enteras debieron dejar sus hogares y mudarse temporariamente buscando refugio, incluso, en los vagones del ferrocarril.

El agua no bajaba. Y si lo hacía por momentos era de manera muy lenta. El pueblo estaba irreconocible.

Hacia el fin del verano, en plenas elecciones nacionales, provinciales y municipales, una extraña criatura que parecía desprendida de las pesadillas colectivas, empezó a deambular por los barrios más alejados del centro, más allá de la vías. Un ser del que, casi cincuenta años después, no hay vecino que no recuerde con cierto diluido horror, sentido del humor y nostalgia por la inocencia perdida.

Lo llamaron el Lobizón.

Por espacio de casi veinte días asedió al pueblo, desencadenando un fenómeno social que parecía haber metido a sus habitantes en una película de terror.

La notica del lobizón había empezado a circular más allá de Casares. En Pehuajó se hablaba de la bestia y lo mismo ocurrió en Bolívar, la ciudad donde yo vivía. De boca en boca, el rumor se extendió. Así la historia llegó a mis oídos. Hasta que algo me marcó para siempre, sumiéndome en un terror-pánico que perduró a lo largo de varios días. Un miedo inenarrable que me obligaba por las noches a taparme hasta la cabeza con sábanas y frazadas, aguantándome el calor y la falta de aire. Una tarde en que estuve de visita en la casa de un amigo de la infancia, cuando su padre regresó de un viaje de trabajo de Carlos Casares, le pregunté si era cierta la historia del lobizón. Sacó un diario que había comprado en aquella localidad y, extendiéndolo ante mis ojos, me dio una respuesta que me heló el corazón: “Claro que es verdad”.

Ese día lo vi por primera vez.

El autor con el identikit del hombre lobo que tanto lo impresionó de chico.

Ahí estaba. Mostrando sus dientes y sus garras. Sus ojos oscuros y malignos. En primera plana y con letras de molde. El mismísimo lobizón o, mejor dicho, su temible identikit, realizado por el periodista que había cubierto la noticia.

¡El monstruo aparecía en un diario! Nada de eso, por lo tanto, podía ser falso.Aquella ilustración fue como una patada de burro en la cabeza. Quedé descolocado. Mi hasta entonces maleable sentido de la realidad se vio asaltado por lo extraordinario y un simple garabato en blanco y negro fue el responsable. Aún hoy, a casi medio siglo del acontecimiento, me resulta difícil poder traducir en palabras el infinito horror que sentí.

Esta anécdota rondó mi memoria durante décadas. Cada vez que leía alguna noticia extravagante referida a fantasmas, “Chanchas con Cadenas”, “Lloronas”, Hombres-Gato o seres procedentes del espacio exterior, el recuerdo del lobizón de Carlos Casares asomaba su fea cara. Un rostro que jamás había vuelto a ver, quedando en el nebuloso pasado de mi infancia; y que la memoria —siempre acomodaticia, falible e inclinada a las licencias poéticas— había desdibujado de tal modo que, en más de una ocasión, llegué a pensar que todo aquello había sido el producto de mi febril imaginación de niño.

No hubo forma de quitarme de encima aquel lobizón, que irrumpía con la misma fuerza de siempre en cada fogón en los que el folclore pueblerino sacaba el tema.

En febrero de 2021, tras un largo verano enclaustrado en casa a causa de la pandemia, la historia de la velluda bestia empezó a acosarme con preguntas para las cuales no tenía respuesta. ¿En qué diario había visto su espantosa imagen? ¿Cuándo ocurrieron las supuestas apariciones? ¿Qué hechos jalonaron la historia del monstruo? ¿Quiénes fueron sus principales protagonistas y cuáles sus efectos en la sociedad casarense?

En aquel infinito reservorio digital de noticias y datos que es internet encontré sólo un link sobre el tema. Uno solo que se convirtió en la puerta de entrada que me retrotrajo al pasado y abrió mi apetito por saber más y más sobre el evento.

Con fecha 2 de julio de 2019 y bajo el título “46 años después…”, el periódico El Oeste de Carlos Casares rememoraba la aparición del lobizón a raíz de una visita a la redacción de alumnos de la Escuela N°17 del Barrio Carlos Arroyo. El objetivo docente era trabajar la leyenda para una feria de ciencias. Los niños se interesaron mucho y no dejaron de deslizar las versiones que habían escuchado de sus padres y abuelos.

Facebook me permitió ubicar a algunas maestras. “Del diario no pudimos obtener mucho”, me dijo una de ellas, un tanto desengañada. “Yo fui para que me dieran los ejemplares de entonces. Consultar los archivos para ver las noticias del momento, pero esos ejemplares no estaban. Supuestamente se habían perdido en una inundación”, agregó. “Por otra parte, si bien el hombre [el cronista que oficiaba de guía] nos dio una charla para los nenes muy linda, debo decir que también fue muy confusa. Terminamos haciendo una encuesta por Internet con la ayuda de un profesor de informática. La gente aportó muchísimas ideas. Pero lo que se dice información, no encontré. Fueron comentarios de los vecinos de Casares. Los chicos estaban muy entusiasmados. Todo el mundo hablaba del lobizón”. No pude acceder al informe escolar, pero sí a una útil recomendación: consultar algunos portales casarenses donde los vecinos intercambiaban recuerdos y opiniones de antaño. Pasé los siguientes días leyendo centenares de referencias y comentarios; viendo fotos antiguas y melancólicas añoranzas. Sólo unos pocos hablaban —con sorna— del lobizón, recordando el terror que sintieron de chicos.

Solo pude hojear las amarillentas páginas del diario El Oeste cuando la cuarentena llegó a su fin y visité el repositorio de la Hemeroteca de la Biblioteca Nacional. Nadie, hasta que yo pedí la colección del periódico, había buscado releer aquellos ejemplares. Recién entonces me topé frente a frente con aquel identikit que me quitara el sueño durante noches enteras. Ahí estaba. Enhiesto. Entre unos yuyos enormes. Algo diferente a cómo lo recordaba, pero inspirando con sus trazos sencillos y contundentes el mismo impacto que me causara cuarenta y ocho años atrás.

Finalmente, me había reencontrado con el Lobizón de Carlos Casares.

Siete meses antes de revisar aquellos ejemplarles tuve tiempo de contactar con un puñado de casarenses que tenían aún frescos sus recuerdos. Enseguida empecé a hacerme una idea más o menos acabada de los principales personajes involucrados. De los portales locales de internet conseguí fotos y comentarios que me permitieron recrear el escenario de la historia, los sentimientos en juego, opiniones e hipótesis que circularon en el ’73.

Según consignaba la primera crónica que leí, los estudiantes habían deslizado versiones escuchadas de sus padres y una de ellas sostenía que el monstruo “había sido un fotógrafo del diario, que se disfrazaba y aterrorizaba a la población”.

A poco de indagar su nombre apareció: Raphael Testa, un joven reportero gráfico que, hacia 1973, trabajaba en El Oeste y que, a pesar de los casi cincuenta años transcurridos, había dejado un recuerdo duradero en la memoria del pueblo. La nostalgia, la simpatía y el cariño que los vecinos todavía guardan de él brillaban en los comentarios.

Raphael Testa en 1973, cuando era el fotógrafo del diario local.

“¡Qué buen fotógrafo!”

“¡Un genio! ¡Qué buena persona!

“¡El lobizón!”

“¡Único e irrepetible ese loco lindo!”

“¡El loco Testa! ¡Qué aparato!”

“¡Raphael! ¡Un gran personaje! ¡Muy simpático y entrador!”

“¡Si me habré asustado por las noches, por culpa suya! ¡Un capo!”

Como todos los caminos conducían a Testa traté de ubicarlo en las redes, desconociendo si aún estaba con vida.

Pronto supe que se había mudado a Sundblad, un pueblo del Partido de Rivadavia en la provincia de Buenos Aires. Afortunadamente, Testa gozaba de muy buena salud. “Con el tiempo fuimos tomando conciencia de que Testa era el lobizón. Toda la gente que lo veía en la calle, me acuerdo, le gritaba: ‘¿Qué hacés, lobizón?’ Y él se reía como negándolo. Esos son los mitos que corrían en Casares. Yo no podría certificar y poner la firma de que era él. Pero la gente decía que lo habían visto… Todo era mentira. Comentaban que el lobizón era un gran acróbata, y sospecharon porque Testa había vivido en los circos y su mujer era circense”, me dijo el ex comisario, Carlos Bordenave.

Un simple comentario agregado a una de las tantas intervenciones posteadas en las redes sociales me condujo a Rafael Testa directamente. Una de sus hijas, Estefanía, subió una hermosa foto familiar con un epígrafe que decía: “¡El Lobizón y sus siete lobizones!”

Siete horas después supe que ella estaba por viajar a Sundblad y me iba a poder poner en contacto con su padre, a quien pude entrevistar el 24 de febrero de 2021.

“Mire, los lobizones no existen, pero que los hay, los hay. Todo el asunto empezó cuando se apareció en el barrio Martín Fierro, en un coche abandonado, un Gordini propiedad del ex sargento de policía (retirado) Juan Barrenechea (…) Pedrito Yemeli me avisó mientras yo estaba en el diario. Fui con el director del diario, Gerónimo Vásquez, y ahí encontré a Méndez, el carnicero (y hermano del fotógrafo), con un cuchillo en la mano, temblando de miedo. Dentro del coche había mucha sangre y Méndez contó que una silueta grande salió disparando [corriendo] desde el interior del coche, saltó el alambrado limpito y corrió por arriba del agua [de las inundaciones] en dirección a la quinta de Juan Cerdaz. Aullaba. Esa fue la primera aparición”, me develó el ex reportero gráfico de El Oeste.

Sin dar demasiadas vueltas le pregunté por qué los vecinos de Casares creían y siguen creyendo que él era el lobizón, una posibilidad dudosa si tenemos en cuenta que el pueblo, según El Oeste, empezó a salir en armas al anochecer para dar caza al lobizón. “Todo el barrio Martín Fierro anda alborotado, aterrorizado ante nuevas y súbitas apariciones del llamado Fantasma de la Laguna o El Lobizón, como le llaman otros a este extraño ser que no se sabe —comentaban los vecinos— si es un ser humano o una bestia sobrenatural creada por el mismo Satanás”, publicó en 1973 El Oeste.

Juan Carlos Testa (le decían Raphael porque antes de ser fotógrafo contó en una orquesta temas del famoso artista español) iba a contarme muchas otras cosas, pero esa tarde no lo quise cansar y le mandé un abrazo a la distancia.

“¡Saludos fraternales! Y no lo abrazo porque hoy me crecieron muy largas las uñas”.

(El Lobizón de Carlos Casares es editado por la Colección La Marciana, dirigida por Alejandro Agostinelli y editada por el Centro de Investigaciones Fantásticas Editores (Cife) junto a Cinefanía/Cineficción de Darío Lavia y FactorElBlog.com).