Crecer en Cuarentenalandia 

Hay dos clases de pesadillas. La primera es el mal sueño recurrente. Nos encontramos en un lugar muy familiar y siniestro: un sótano que nos produce escalofríos, un hotel donde muere gente, un bosque oscuro. No obstante, al haber vivido ya esa pesadilla, nuestra atención se agudiza de un modo admirable: la última vez aquel palo puntiagudo funcionó contra el monstruo, así que vamos a intentarlo de nuevo.

En la segunda clase de pesadilla todo lo que debería ser familiar nos resulta extraño. Estamos perdidos, desorientados, no sabemos qué hacer.

Parece que en estos momentos estamos viviendo ambos tipos de pesadilla; en función de la edad, a cada cual le parece que predomina un tipo u otro. El segundo tipo encaja más con los jóvenes, que nunca han vivido nada semejante. “¿Qué está pasando?”, exclaman. “¡Se nos ha arruinado la vida! ¡Nada volverá a ser normal! ¡Esto es insoportable!”

En cambio, para quienes ya tenemos una edad, lo que perturba nuestros sueños es una pesadilla del primer tipo: ya habíamos estado aquí antes, o si no aquí, sí en algún lugar siniestramente parecido.

Cualquiera que haya crecido en Canadá en los años cuarenta del siglo xx, antes de que hubiera vacunas para tantísimas enfermedades mortales, se acordará de los carteles de cuarentena. Eran amarillos y se ponían en la puerta de las casas. Decían cosas como difteria, escarlatina o tos ferina. El lechero -todavía había lecheros en aquel entonces, y a veces se desplazaban en carro de caballos-, el panadero, incluso el señor del hielo y por supuesto el cartero (sí, todos eran hombres) tenían que dejar las cosas en la puerta de la casa. Los niños nos quedábamos fuera, en la nieve -para mí, la ciudad era sinónimo de invierno; el resto del tiempo mi familia vivía en el bosque-, observando esos letreros misteriosos y preguntándonos qué cosas horrendas estarían ocurriendo ahí dentro. Como los niños eran muy propensos a esas enfermedades, sobre todo a la difteria -cuatro de mis primos pequeños murieron de eso-, de cuando en cuando había compañeros que dejaban de ir a clase; a veces volvían, a veces no.

Nos decían que sobre todo no fuéramos a la piscina pública en verano, porque podía haber un brote de polio. En las ferias ambulantes solía haber una caseta donde se podía ver a La Chica del Pulmón de Acero, que estaba metida en un tubo metálico y no podía moverse ni siquiera para respirar: el Pulmón de Acero respiraba por ella, con un sonido jadeante que se amplificaba a través de unos altavoces.

En cuanto a las enfermedades menores, como la varicela, la amigdalitis, las paperas y el sarampión común, se esperaba que los niños las contrajeran. Cuando enfermabas tenías que quedarte en casa y en la cama, y cuando empezabas a recuperarte corrías el peligro de aburrirte. No había televisión ni videojuegos; lo que te daban, además de ginger-ale y jugo de uva, eran pilas de revistas viejas, un álbum de recortes y tijeras y pegamento. Recortabas las fotos más interesantes y las pegabas en el álbum. Había un anuncio de desinfectante íntimo Lysol en el que se veía a una mujer metida en agua hasta la cintura y las palabras: dudas, inhibiciones, ignorancia, recelo, y al lado, una leyenda donde ponía: “¡Demasiado tarde para gritar de angustia!”

yo: ¿Y por qué grita de angustia? madre: Tengo que tender la colada.

En los anuncios de las revistas se veía a los gérmenes escondidos por todas partes, sobre todo en los lavabos e inodoros; tenían unos cuernos diabólicos y cara de malvados. En casa no podía faltar jabón, pasta de dientes, colutorio, limpiador de desagües ni lejía, y en grandes cantidades. Los gérmenes provocaban muchas enfermedades, pero también tragedias personales como la halitosis. -“Siempre la dama de honor, nunca la novia”, se lamentaba un anuncio, porque la encantadora dama del vestido bonito y la cara triste tenía Mal Aliento- y el o. c., o sea, el olor corporal. ¡Qué horror! ¡Aquello era peor que una enfermedad! Conforme la década de 1940 se transformaba en la de 1950 y entrábamos en la adolescencia, íbamos por ahí oliéndonos las axilas e invirtiendo el dinero que ganábamos haciendo de canguro en desodorantes y colonias de aromas florales, porque “ni tu mejor amiga te lo diría”.

Luego estaban los pies. ¿Qué se podía hacer con los pies? Se podían utilizar varios polvos. Aunque, a juzgar por la fragancia general que se respiraba en clase, la mayoría no los utilizaba.

Lo peor de aquellos desagradables gérmenes que provocaban todas esas enfermedades, por no hablar de los olores, era que eran invisibles. Nada provoca más miedo que un enemigo al que no puedes ver.

Los enemigos invisibles tienen una larga historia. En 1693 el líder religioso de Nueva Inglaterra Cotton Mather publicó Las maravillas del mundo invisible, donde defendía su creencia en la brujería y los demonios. Poco después de terminar el siglo xvii también apoyó la introducción de la inoculación contra la viruela en Nueva Inglaterra. Los demonios eran invisibles. La causa de la viruela, también. ¡Todo encajaba! La defensa de la inoculación casi le costó que lo lincharan, ya que consistía en practicar un corte en el brazo y frotarlo con la sustancia de una pústula infectada, cosa totalmente contraria a la intuición de sus compatriotas de la época.

Con el tiempo la inoculación dio paso a la vacunación, y entonces empezó la carrera para identificar los patógenos responsables de cada una de las enfermedades mortales que amenazaban a la humanidad. El microscopio hizo posible muchas cosas y, una a una, se fueron desarrollando vacunas para las enfermedades comunes. Quienes nacían llegaban a un mundo que se sentía a salvo de los gérmenes, al menos en comparación con tiempos anteriores. En lugar de ver ciertas enfermedades como algo natural, las nuevas generaciones creyeron que estaban por encima de todo mal. Entonces llegó el sida y la confianza se vino abajo, pero sólo por un tiempo. Aparecieron tratamientos, se prolongó la vida y ese peligro quedó rebajado también a la categoría de ruido de fondo.

En términos históricos, sin embargo, las epidemias han sido un factor recurrente en la historia de la humanidad. Las bacterias y los virus han matado a muchísima más gente que las guerras. Se calcula que una de cada dos personas murió víctima de la peste negra en Europa; la tasa de mortalidad de los microbios que los europeos introdujeron en las poblaciones de las Américas, que no tenían inmunidad a ellos, se calcula entre el 80 y el 90 %. Millones de personas fallecieron a raíz de la gripe española. Desde el punto de vista de un virus o una bacteria, no somos individuos fascinantes con vidas memorables. Sólo somos matrices potenciales en las que un microbio puede fabricar más microbios.

En los intervalos entre pandemias nos gusta pensar que todo ha terminado. Los epidemiólogos nunca han pensado eso. Siempre están a la espera de la siguiente.

En 2003 publiqué Oryx y Crake, que gira en torno a una pandemia mortal, aunque provocada por el hombre. (En cierto sentido todas lo son: si no domesticáramos animales ni comiéramos determinados tipos de animales salvajes, nuestras posibilidades de contraer nuevos virus que saltan de una especie a otra se reducirían enormemente.). ¿Fue siempre mi destino escribir un libro como ése? Quizá sí. Mis padres pasaron la gripe española en 1919 y guardaban de ella un vívido recuerdo. En la década de 1950, en lugar de hacer los deberes del instituto me dedicaba a leer novelas de ciencia ficción, como La guerra de los mundos de H. G. Wells, en la que los mar- cianos invasores son derrotados, no por las armas, sino por microbios del planeta Tierra, a los que no tienen inmunidad. O de fantasía, como La espada en la piedra, de T. H. White, en la que Merlín, el mago bueno, y Madam Mim, la bruja malvada, libran una batalla durante la cual van cambiando de apariencia, hasta que el primero se transforma en una serie de gérmenes que acaban con el monstruoso dragón de Mim. Hacia esa época leí también Rats, Lice and History (Ratas, piojos e historia), el clásico de Hans Zinsser sobre cómo nos afectan los brotes de enfermedades.

Por eso, cuando estudiábamos el poema de Byron “La destrucción de Senaquerib”, en el que un ejército asirio es destruido de la noche a la mañana, yo no me pregunté a qué ángel había enviado el Señor, sino qué enfermedad. Cuando en 1958 llegó a las pantallas canadienses El séptimo sello, la película clásica de Ingmar Bergman, donde aparecen escenas de la peste negra, yo ya estaba más que preparada.

Oryx y Crake no suscitó ninguna crítica por parte de los biólogos: ninguno dijo que no fuera tonta, que algo así no podía ocurrir. Porque sabían que era posible. Porque, de una forma u otra, ya había ocurrido.

Conque aquí estamos otra vez, pensé cuando empezó la actual pandemia: ahogándonos en la Duda, la Ignorancia y el Recelo, rodeados de invisibles gérmenes malignos que pueden acechar en cualquier parte, sólo que esta vez no los pintan como diablillos con cuernos, sino como coloridos y atractivos pompones. No obstante, al igual que esos entes fantásticos de las películas de ciencia ficción, que al principio parecen muy monos pero luego se apoderan de tu cuerpo, estos pompones pueden ser mortíferos.

¿Qué hacer? En Pagar (con la misma moneda), mi libro de 2008, reuní las seis reacciones que tuvo la gente durante la peste negra. Fueron las siguientes:

1. Protegerse.

2. Pasar de todo y festejar, lo cual podía incluir la embriaguez y el robo.

3. Ayudar a los demás.

4. Echarle la culpa a alguien. (Se culpó a los leprosos, los gitanos, las brujas y los judíos de propagar la peste.)

5. Dar testimonio.

6. Seguir con su vida.

No es que haya que hacer una cosa o la otra. No sugiero la número 2. Ni la número 4 -ni pasar de todo ni buscar chivos expiatorios sirve para nada-, pero protegerse a uno mismo para luego ayudar a los demás, o dar testimonio escribiendo un diario, o seguir adelante con nuestra vida en la medida de lo posible con la ayuda de sistemas de apoyo en línea son opciones mucho más factibles hoy que en el siglo xiv.

Así que pongamos un cartel de cuarentena virtual en nuestra puerta, no dejemos entrar a los extraños, pensemos que podemos ser vectores de la peste, veamos La invasión de los ladrones de cuerpos (otra vez) o El séptimo sello (otra vez). Y saquemos las tijeras y el pegamento (en versión analógica o digital), o el bolígrafo y el papel (ídem). Si logramos no enfermar, ¡puede que la pandemia nos haya hecho un regalo! Ese regalo es el tiempo. ¿Siempre quisieron escribir una novela o aprender claqué? Ahora es la ocasión.

¡Y arriba ese ánimo! La humanidad ya ha pasado por esto. Al final llegaremos al Otro Lado. Sólo tenemos que superar esta parte, lo que hay entre el Antes y el Después. Como bien saben los novelistas, la parte de en medio es la más difícil de resolver. Pero se puede.

Las inseparables

¡Qué emoción saber que Simone de Beauvoir, la abuela de la segunda ola feminista, tenía escrita una novela que permanecía inédita! Su título en francés era Les inseparables y la revista Les Libraires la describía como una historia que “sigue con emoción y claridad la apasionada amistad entre dos jóvenes rebeldes”. Evidentemente me apetecía leerla, pero entonces me pidieron que escribiera una introducción para la traducción inglesa.

Mi reacción inicial fue de pánico. Aquello reavivaba antiguos recuerdos: de joven le tenía terror a Simone de Beauvoir. Fui a la universidad entre finales de los cincuenta y principios de los sesenta, cuando la inteliguentsia de suéter de cuello alto y delineador de ojos -no muy numerosa, ciertamente, en el Toronto de la época- adoraba a los existencialistas franceses como si fueran deidades menores. Camus, ¡cuánta veneración! ¡Con qué avidez leíamos sus sombrías novelas! Beckett, ¡cuánta devoción! Sus obras, sobre todo Esperando a Godot, eran las favoritas de los clubes de teatro universitarios. Ionesco y el teatro del absurdo, ¡cuánto des- concierto! Y sin embargo, también representábamos sus obras a menudo (y algunas, como El rinoceronte -una metáfora del auge del fascismo- son cada vez más pertinentes).

Sartre, qué inteligencia tan pasmosa la suya, aunque no precisamente un hombre atractivo. ¿Quién no había repetido aquello de “el infierno son los otros”? ¿Nos dábamos cuenta de que la conclusión lógica era que “el paraíso es la soledad”? No. ¿Le perdonamos que durante tantos años le bailara el agua al estalinsmo? Sí, lo hicimos, más o menos, porque había denunciado la invasión soviética de Hungría en 1956, y había escrito una incandescente introducción a La question de Henri Alleg (1958), un relato de la brutal tortura de Alleg a manos del ejército francés durante la guerra de Argelia, libro prohibido en Francia por el Gobierno, pero disponible para quienes vivíamos en el quinto infierno, ya que lo leí en 1961.

No obstante, entre todas estas intimidantes luminarias existencialistas sólo había una mujer: Simone de Beauvoir. ¡Qué terriblemente dura había que ser, pensaba yo, para hacerse valer entre esos olímpicos superintelectuales parisinos con cerebro de acero! Era una época en la que las mujeres que aspiraban a algo más que a encarnar unos determinados roles de género sentían que debían comportarse como hombres viriles: con frialdad, persiguiendo sus propios intereses, tomando la iniciativa, incluso en el terreno sexual. Un bon mot por aquí, apartar unas manos impertinentes por allá, una aventurilla intrascendente (o dos, o veinte) seguida de un cigarrillo, como en las películas. Yo jamás habría estado a la altura: suficiente tenía con las exigencias, mucho menores, del club de debate de la universidad. Además, cuando fumaba me daba tos. En cuanto a esos insulsos vestidos de los tiempos de la guerra, con sus hombreras, habrían sido un precio excesivo a cambio de una silla en la mesita del café.

¿Por qué me daba tanto miedo Simone de Beauvoir? Qué fácil es preguntarlo desde el presente, con la ventaja de la distancia: por definición, los muertos intimidan menos que los vivos, sobre todo si sus biógrafos, siempre atentos a los defectos, se han encargado ya de bajarlos del pedestal; para mí, sin embargo, Beauvoir era entonces una giganta contemporánea. Ahí estaba yo, con veinte años, viviendo en la provinciana Toronto y soñando con escaparme a París para componer obras maestras en una buhardilla mientras me ganaba la vida trabajando de camarera, y ahí estaban los existencialistas, que tenían su corte en el Café Dôme de Montparnasse, escribían para Les Temps Modernes y se reían de los infusorios como yo. Me imaginaba lo que habrían pensado de mí. “Burguesa”, habrían dicho mientras sacudían la ceniza de sus Gitanes. Peor aún: "Canadiense". “Quelques arpents de neige" habrían añadido, citando a Voltaire. Y del Canadá rural, por si fuera poco. Y de la peor zona rural de Canadá: la inglesa. ¡Qué soberano desprecio! ¡Qué sofisticado desdén! No hay esnobismo comparable con el esnobismo francés, sobre todo el de la izquierda. (La izquierda de mediados del siglo xx, quiero decir; estoy segura de que ahora no ocurriría algo así.)

Pero luego crecí un poco y fui a París, donde debo decir que no me encontré con el rechazo de los existencialistas -como no podía permitirme comer en los cafés parisinos, no coincidí con ninguno-; poco después me instalé en Vancouver, donde finalmente leí El segundo sexo de cabo a rabo, y en el baño, para que nadie me viera. (Era el año 1964, y la segunda ola feminista todavía no había llegado a la Norteamérica profunda.)

En ese momento mi terror se transformó parcialmente en compasión. Qué educación tan estricta le habían impuesto a la joven Simone. Qué reprimida se había sentido, con toda esa supervisión sobre su cuerpo, esa ropa de niña con volantes y esas rígidas imposiciones sobre su comportamiento social. Después de todo, a lo mejor ser una chica del Canadá rural tenía sus ventajas: allí no había monjas criticonas ni parientes de la alta sociedad, podía ir por el mundo en pantalones -mejor que con falda, debido a los mosquitos- y hacer las cosas a mi aire, y, ya en el instituto, asistir a bailes informales o ir al autocine con novios de dudosa reputación. A la joven Simone nunca le habrían permitido llevar una vida tan libre de cortapisas y, por qué no, tan poco femenina. Aquella severidad era por su bien, o eso debían de decirle. Si infringía las reglas de su clase, a ella le esperaba la ruina, y a su familia, el oprobio.

Vale la pena recordar que Francia no concedió el voto a las mujeres hasta 1944, y gracias a una ley firmada por De Gaulle en el exilio. Eso es casi veinticinco años después de que la mayoría de las canadienses obtuvieran el mismo derecho. Así que Beauvoir creció escuchando que las mujeres no eran dignas de tener voz en la vida pública de la nación. Hasta los treinta y seis años no tuvo derecho a votar, y sólo en teoría, ya que Francia por entonces seguía bajo control de los alemanes.

En los años veinte, cuando cumplió la mayoría de edad, Simone de Beauvoir reaccionó con fuerza contra sus encorsetados orígenes. Yo, mucho menos encorsetada, no sentía que las condiciones descritas en El segundo sexo fueran aplicables a todas las mujeres. Parte del libro me parecía muy real, sin duda. Pero no todo, ni mucho menos.

Aparte de eso, estaba la brecha generacional: yo nací en 1939, mientras que Simone de Beauvoir había nacido en 1908, un año antes que mi madre. Eran de la misma generación, aunque pertenecían a dos mundos distintos. Mi madre se crió en la Nueva Escocia rural, donde hacía lo mismo que los chicos, montaba a caballo y patinaba sobre hielo. (Intenten imaginarse a Simone de Beauvoir practicando patinaje de velocidad y entenderán la diferencia.) Ambas habían vivido la Primera Guerra Mundial de niñas y la Segunda Guerra Mundial de adultas, sólo que Francia estuvo en el epicentro de ambas, mientras que Canadá -aun cuando sus pérdidas militares fueron cuantiosísimas en proporción con su número de habitantes- nunca sufrió bombardeos ni ocupación. La dureza, la crudeza, la mirada inclemente sobre las facetas más sórdidas de la existencia que encontramos en Beauvoir no son ajenas al martirio que padeció Francia. Fueron dos guerras llenas de privaciones, peligros, angustias, riñas políticas y traiciones: aquel paso por el infierno tenía que cobrarse su peaje de algún modo.

Por eso mi madre no tenía esa mirada de pedernal; a cambio, poseía ese alegre pragmatismo de quien siempre está dispuesto a arremangarse y nunca se queja, actitud que le habría parecido ofensivamente ingenua a cualquier parisino de mediados de siglo. ¿Que sientes que la opresión de la existencia te sobrepasa? ¿Que te pesa esa gran roca que Sísifo empuja cuesta arriba para ver cómo rueda de nuevo ladera abajo? ¿Que te angustia la tensión existencial entre la justicia y la libertad? ¿Que buscas la autenticidad interior o, incluso, el sentido? ¿Que te preocupa el número de hombres con los que tendrías que acostarte para quitarte para siempre el marchamo de la alta burguesía? “Date un garbeo y que te dé el aire", diría mi madre, “verás cómo se te pasa”. Éste era su consejo cuando yo me ponía deprimentemente, intelectual o taciturna.

A mi madre no le habrían interesado en exceso las partes más abstractas y filosóficas de El segundo sexo, pero estoy segura de que muchas otras obras de Simone de Beauvoir la habrían intrigado.

Desde esta distancia se podría decir que las obras más frescas e inmediatas de Beauvoir provienen directamente de su experiencia. Una y otra vez se sintió arrastrada de vuelta a la infancia, a la ju- ventud, a la primera edad adulta, a explorar su formación, la complejidad de sus sentimientos, sus sensaciones del momento. El ejemplo más conocido es quizá el primer volumen de su autobiografía, Memorias de una joven formal (1958), pero el mismo material aparece también en sus cuentos y novelas. En cierto modo ella fue su propio tormento. ¿De quién eran esas pisadas duras e invisibles que subían inexorablemente por la escalera oscura? En general, las suyas. El fantasma de su antiguo yo, o sus antiguos yoes, siempre estaba presente.

Y ahora tenemos una especie de manantial: Las inseparables, inédita hasta la fecha. En ella se cuenta la que acaso fuera la experiencia más influyente en la vida de Beauvoir: su relación con "Zaza" -la Andrée de la novela-, una amistad intensa y con muchas capas que acabó con la temprana y trágica muerte de Zaza.

Beauvoir escribió este libro en 1954, cinco años después de publicar El segundo sexo, y cometió el error de mostrárselo a Sartre. Éste, que casi siempre juzgaba las obras con criterios políticos, no supo captar su significación; para un materialista marxista, aquél era un libro raro, ya que se basa en la descripción exhaustiva de las condiciones físicas y sociales de sus dos jóvenes personajes femeninos. En aquella época los únicos medios de producción que se tomaban en serio tenían que ver con las fábricas y la agricultura, no con el trabajo no remunerado e infravalorado de las mujeres. Sartre no dio importancia a esta obra porque la consideraba intrascendente. Sobre ella Beauvoir dijo en sus memorias que “no parecía tener necesidad interna ni lograba mantener el interés del lector”. Parece una cita de Sartre con la que Beauvoir “parece” haber estado de acuerdo en su momento.

Pues bien, amables lectores, monsieur Sartre se equivocaba, al menos desde la perspectiva de esta amable lectora. Me imagino que cuando uno está por abstracciones como la Perfección de la Humanidad y la Justicia e Igualdad Absolutas, novelas como ésta no le dicen nada, ya que las novelas tratan sobre los individuos y sus circunstancias; y, sobre todo, no le dicen nada si la autora es su compañera, si en ellas se habla de cosas ocurridas antes de que uno apareciera en su vida y si presentan a un Otro importante, talentoso y adorado que resulta ser mujer. ¿La vida interior de las jóvenes burguesas? Bah, trivialidades. Ya basta de patetismo a pequeña escala, Simone. Tienes cabeza suficiente para ocuparte de asuntos más serios.

Ah, pero, monsieur Sartre, respondemos desde el siglo xxi, es que estos asuntos son serios. Sin Zaza, sin la apasionada devoción entre esas dos mujeres, sin el estímulo de Zaza a las ambiciones intelectuales de Beauvoir y su deseo de romper con las convenciones de su tiempo, sin la visión de Simone de Beauvoir de las abrumadoras expectativas que familia y sociedad volcaban sobre Zaza por el hecho de ser mujer -expectativas que, a juicio de Beauvoir, exprimieron literalmente la vida de Zaza, aun a pesar de su mentalidad, su fuerza, su ingenio y su voluntad-, ¿habría existido El segundo sexo? Y si ese libro fundamental no hubiera existido, ¿qué más no habríamos tenido?

Por otro lado, ¿cuántas Zazas hay en el mundo ahora mismo, mujeres brillantes, talentosas y capaces, oprimidas unas por las leyes de sus países, otras por la pobreza o la discriminación en Estados supuestamente más igualitarios? Las inseparables es un libro de su lugar y de su tiempo -todas las novelas lo son-, pero también los trasciende.

 

Léanla y lloren, queridos lectores. La propia autora llora al principio: así arranca la historia, con lágrimas. Se diría que, a pesar de su hermética apariencia, Beauvoir nunca dejó de llorar la pérdida de Zaza. A lo mejor, si luchó tanto por ser lo que fue, lo hizo como homenaje a ella: Beauvoir debía expresarse lo mejor posible porque Zaza no pudo hacerlo.