Por Marcos López *

Este libro se podría llamar "El Pasado" y el título funcionaria perfecto.

También se podría llamar "Patria" o "La infancia". Todo navegaría por el mismo río, ya que La Patria no es otra cosa que una ilusión de infancia. Y toda fotografía tiene que ver con el pasado. Hasta las selfis hechas con el teléfono. Atrapar el recuerdo. Un esfuerzo inútil por retener el tiempo. Caer en la trampa de la nostalgia. Se podría usar la palabra “Memoria", pero no me quiero meter en líos, porque estoy tratando de alivianar el texto y la palabra memoria es una palabra compleja. También se podría llamar "Mea Culpa", y el texto de presentación sería el descargo ante un juez que me acusa, recriminándome qué derecho tengo yo de pintarrajear un diablo que sale de entre la falda del vestido de comunión de una niña, mientras ella lo ahorca con un gesto inexpresivo en su mirada, como si estuviera en el cielo rodeada de una corte de ángeles, o también, quién soy yo para pintarle unos cuernitos a un marido, en una fotografía de bodas, o para transformar el ramo de una novia en un yacaré anestesiado en sus tiernos brazos que están a punto de ponerlo en un recipiente especial para devolverlo a su hábitat natural, los Esteros del Iberá. Imagino mi postura corporal, bajando la cabeza 15 grados, mirando al suelo, y diciendo en voz alta, y clara, con valentía: "Confieso que he pecado, señor Juez". El problema con la fotografía, es que trabaja con "La Realidad", con una representación tan cercana a la realidad que se puede considerar la realidad misma.

Gente con nombre y apellido, retratadas en un estudio, con negativos y copias firmadas, con fechas, con el sello del estudio, dedicatorias a mano firmadas en el reverso... Al mismo tiempo, la pregunta sobre por qué esas fotos terminaron en la basura y en un aceitado circuito de comercialización: los cartoneros que las encuentran se las venden a los anticuarios o a los puesteros de los mercados de pulgas. "También confieso que el hecho de comprarlas, de pagarlas, no me da derecho a pintarlas, señor Juez. Me declaro culpable."

Y sin embargo, al mismo tiempo, al pintarlas, me atraviesa un sentimiento de placer, de sentir que estoy haciendo lo correcto, trabajando en mi oficio, que es reflexionar, redefinir, cuestionar, repensar costumbres, ceremonias, exorcizar sentimientos que marcaron mi personalidad y, a la vez, sirven para que el espectador se espeje y la imagen pueda ayudar a repensar cuestiones existenciales de nuestro paso por esta vida.

Así de simple y de complejo. También podría agregar en mi descargo ante el juez una frase final: "Tenga en cuenta, señor juez, que está demostrado que las expresiones artísticas sirven como un alimento, son tan importantes como el oxígeno para ayudar a sobrellevar la vida cotidiana". Y, finalmente, en ese momento me animo y lo miro a los ojos, ya sin culpa. Este sentimiento me paralizó muchas veces a punto de borrar, o romper algunas fotos, o dejarlas en cajones durante meses sin animarme a terminarlas.

De hecho, a algunas, las más arriesgadas, no me animé todavía a mostrarlas, y menos a publicarlas. El juego con la autocensura es uno de los ejes centrales de mi proceso en la creación de imágenes. La psicóloga me alentaba a seguir: "No se reprima, Marcos, usted pinte, y luego me cuenta lo que le pasa, en la próxima sesión."

¿Qué pasa si los nietos, o bisnietos de esa niña, ahora una viejita de la edad de mi madre, la reconocen en el libro y se lo muestran?

"Mirá abuela el diablo que te pintó este artista en tu foto de comunión." ¿Cómo reaccionaría la señora viéndose a sí misma ahorcando a sus propios fantasmas, sus diablos, sus miedos, que seguramente la acompañaron en el camino de su vida?

¿Cómo sigue la historia?

"Con estas palabras termino mi alegato, señor Juez. Pido perdón y acepto la condena." Y ya. Avancemos. Pasemos a otro tema.

Este libro también se podría llamar "Debut y Despedida", porque creo que con esta experiencia de pintar más de 100 fotos antiguas, tratando de aprovechar el encierro de la pandemia, haciendo una especie de laborterapia, o trabajo de autocuración para sobrellevar el miedo, el encierro, ya dije todo lo que tenía que decir pintando sobre fotos antiguas. Creo que si sigo me empezaré a repetir y me aburro. Me gustaría seguir pintando (de hecho lo estoy haciendo) pero directamente en óleo, o dibujando o pintando con acrílico sobre cartulina.

La muestra, la exposición que montamos en el Centro Cultural Borges, donde fueron expuestas la mayoría de las imágenes que componen este libro, se llamó "Marcos López

/ Clásico y Moderno", y no tiene mucho sustento conceptual. Se me ocurrió nada más porque suena bien. Haciéndome el canchero. Es como decir: "Puedo jugar de puntero derecho como René Orlando Housemann, también de 4 o de 3 como Silvio Marzolini en Boca Juniors o el Mariscal Perfumo en River Plate, o de 9 como Mario Alberto Kempes arrasando como una topadora en el eje central a los codazos, a los empujones, hasta meter el gol que nos hizo campeones del mundo en el Mundial 78." Y sin quererlo, me puse a hablar del Mundial del 78 y sin nombrarla aparece la palabra memoria.

Memoria, verdad y justicia. Ni olvido ni perdón. A cuatro cuadras del estadio de River Plate donde el estadio entero gritaba "Argentina, Argentina...!" estaban torturando y dopando con somníferos a los detenidos, detenidas, para subirlos en los aviones de la muerte y tirarlos vivos al Río de la Plata. Algo de todo eso está también subyacente en este libro. En mi propia historia. En mis chistes. En mis silencios. No me explico por qué me puse a dar explicaciones sin que nadie me las pida.

Creo también que uno de los motivos por los que me puse a pintar fotos tiene que ver con que, desde hace un tiempo, estoy sintiendo que con la fotografía creo que llegué a un momento en el que me parece que ya dije todo lo que tenía que decir. Los temas, las situaciones que me interesan, trabajar sobre una reflexión sobre nuestra "Identidad Cultural" (con mayúsculas y entre comillas), creo que ya las hice. Además, siempre me gustó pintar. Y con la pandemia, la ecuación pintar fotos antiguas y quedarme adentro de mi casa fue una excusa perfecta, y cuando me di cuenta tenía una caja con más de 100 fotos pintadas. También creo que fue un trabajo de laborterapia. Estar ocupado. Poner los miedos y los fantasmas de toda la vida sumados al temor a la muerte que se respiraba en pandemia. Me veo pintando diablos, lenguas de monstruos medievales cuando se escuchaban los aplausos a los médicos que venían desde la calle. Los temas se repiten y son centrales en mi estructura emocional, cultural, de identidad, y que conforman una lista de traumas irresueltos.

Comuniones católicas, represión, miedo y el casamiento para toda la vida. La fotografía analógica y sus copias en papeles de plata gelatina tienen una fuerza energética, un aura y un misterio muy potente. Ya lo dije al principio.

Tienen un autor y aparece gente de verdad.

Ese conflicto creo que potencia el magnetismo que generan las imágenes. Siempre traté de ser transgresor con mi obra, y siempre lo viví con miedo y culpa. Creo que esos sentimientos están en estas fotos. Es mentira que uno exorciza los miedos al escribirlos o pintándole a un señor una corona transformándolo en el rey del coronavirus. Creo que las imágenes sirven para que el espectador se espeje y, con suerte, a veces se produce un aura mágica, un ir y venir, una empatía entre la obra y el espectador que ayuda a que el espectador respire hondo, y la situación ayuda a soportar el peso de la existencia. Otra cosa que me parece interesante es que todas las obras son originales. Objetos únicos. Tienen olor a químico. Son pinturas pero, al mismo tiempo, son fotografías. La mirada, el gesto de las manos, la ilusión sobreactuada de un retrato de estudio de una novia, por más cielos rosados flúo que yo le pinte atrás, cuchillos en las manos, leopardos, perros verdes... siguen teniendo la magia original de la fotografía. El "hallazgo", que es un acto, una acción propia de la mirada del fotógrafo, en este caso no es el click, ni el encuadre, sino el hecho de encontrar la foto entre los cajones desordenados de los anticuarios.

* Fotógrafo. Prólogo del libro Intervenido, de Marcos López, que acaban de coeditar la Universidad Nacional del Litoral y La Universidad Nacional de las Artes.