“Puede decirse que el cine funciona como un eco de las palabras utilizadas por los miembros de una sociedad, pocas veces ese eco las devuelve de la misma manera o con la misma intención con la que son pronunciadas”, señala Fernando Varea en la introducción de El cine como eco: Vaivenes de la lengua en el cine argentino (CICCUS/ENERC, 2022), libro ganador del primer premio en la 4ª edición del Concurso Nacional y Federal de Estudios sobre Cine Argentino – Biblioteca ENERC/INCAA, que será presentado el viernes próximo a las 18, con entrada gratuita, en El Cairo Cine Público. El autor será acompañado por Adrián Muoyo, periodista y director de la Biblioteca y Centro de Documentación y Archivo del INCAA, se proyectaran fragmentos de películas argentinas y se realizará una intervención musical a cargo de Ezequiel Di Carlo y Marcelo Rossia.

Autor también de El cine argentino en la historia argentina 1958/1998 (Del Arca, 1999) y El cine argentino durante la dictadura militar 1976/1983 (EMR, 2005), el nuevo libro de Varea se dedica al abordaje del cine argentino desde un lugar, si no explorado, al menos poco referido: la lengua, las maneras del decir, las palabras. El recorrido es exhaustivo: del umbral del cine mudo/sonoro a la actualidad. Pero no se trata de un manual de capítulos previsibles, antes bien, el arco histórico permite al autor trazar temáticas, relacionar épocas, distinguir las formas cinematográficas prevalentes, a través de una escritura amena y profusa en información.

Aun cuando para la temática existan ejemplos de interés en el período mudo, como Nobleza gaucha (1915) (de lo poco que sobrevive de un cine como el argentino, necesitado de una cinemateca), lo sustancial aparece con el sonoro, durante la gestación del período clásico. Tempranamente se establecen, dice el autor, dos “modos contrapuestos de ejercer el idioma: uno informal, diverso y desentendido de ciertas normas; el otro dependiente de lo que se supone correcto”. En este sentido, es un disfrute leer sobre la inclusión de la música y particularmente el lugar ocupado por el tango, sobre todo en el cine de Manuel Romero –Los muchachos de antes no usaban gomina (1937), Isabelita (1940), Carnaval de antaño (1940)–, y el caso particular que significa La fuga (1937) de Luis Saslavsky, un policial donde Tita Merello canta tangos con mensajes cifrados a través de la radio.

Aun cuando luminarias como Luis Sandrini merezcan su atención, el lugar destacado lo ocupa Niní Marshall, cuya Catita hizo su debut en Mujeres que trabajan (Manuel Romero, 1938). Sus maneras desenfadadas del decir, vinculadas a la inmigración, provocaron diálogos conflictivos; como señala Varea: “Ya en 1933 se había formado una comisión en defensa de la pureza del idioma español (presidida por el obispo Gustavo Franceschi, director de la revista Criterio), que prohibió la difusión de tangos por sus letras lunfardas”. Marshall sufrió censura y el tango suavizó y cambió términos y palabras. En estas lides es donde jugó la pericia de artesanos del cine local como José Agustín Ferreyra, Leopoldo Torres Ríos y Carlos Schlieper.

Otra cuestión de interés, que Varea distingue, fue el uso de una pretendida forma neutra, con declamaciones y situaciones rígidas, poco creíbles. El objetivo estaba en la inserción en el mercado latinoamericano, y una de sus consecuencias mayores fue la recurrencia a fuentes literarias, muchas internacionales, en donde los personajes comenzaron a hablar de , sea en épocas históricas diversas como también en dramas autóctonos. Al respecto, y en su predilección por el cine de los ‘30, vale la cita de Edgardo Cozarinsky: “Antes que las insoportables ingenuas y las adaptaciones de ‘clásicos de la literatura universal’ lo invadieran, que la protección estatal lo domase, hubo un cine nacional que (Alberto) Tabbia llamaba ‘balbuceo elocuente’ (…) en el que el imaginario de la época se reflejaba mejor que en cualquier noción de realismo”.

De manera acorde con el surgir de un cine moderno, ya atravesado por otras preocupaciones estéticas y con La casa del ángel (1957, Leopoldo Torre Nilsson) como uno de sus pilares, la lengua conoce variaciones así como otras relaciones con la imagen. Cuando la palabra aparece lo hace de maneras irónicas, críticas, que potencian a las imágenes de otros modos; muchas veces apostando a lo lúdico. La dupla Torre Nilsson/Beatriz Guido es uno de los mejores ejemplos, a la par del cine de aquella generación, conformada entre otros por José Martínez Suárez, Fernando Ayala, Rodolfo Kuhn, Alberto Fischerman, Manuel Antín. Al detenerse en Leonardo Favio, dice el autor: “En el cine de Favio, ha sido habitual el uso de dichos que se repiten como tics o se enuncian con espontaneidad, aun exhibiendo un aliento literario: ‘Con este sol’, se lamenta un gaucho rebelde (Rodolfo Bebán) a punto de enfrentar a los policías que pueden llevarlo a la muerte en Juan Moreira (1972) (…) También en Nazareno Cruz y el lobo (1974-1975) se reproducen mecánicamente letanías, y en Soñar, soñar (1976), los protagonistas (Gian Franco Pagliaro, Carlos Monzón) declaman ‘Vamos, sin dudas y con firmeza’ o ‘Antes muerto que vendido” (…) Seguramente, la formación de Favio influyó para que desplegara ese gusto por las conversaciones elaboradas y la impostación adoptada con candidez”.

Uno de los análisis quizás más curiosos –que develan la minuciosidad con la que Varea mira (y escucha) el cine argentino– está en las palabras malditas, malas o incómodas, que el cine no dijo o eludió. Uno de los ejemplos citados es la palabra “amante”, nunca dicha en Paraíso robado (José Arturo Pimentel, 1951), donde se alude a la infidelidad; pero que sí aparece en La vendedora de fantasías (Daniel Tinayre, 1950), donde “una tímida mujer recién casada (Mirtha Legrand) promete ser ‘una buena amante’, pero pronto se corrige: ‘una amante esposa’”. La palabra “puta”, por ejemplo, es pronunciada en silencio con el movimiento de labios de Carlos Estrada en Los pulpos (Carlos Hugo Christensen, 1948). A partir de aquí, Varea se detiene también en consideraciones respecto de las maneras de hablar del hombre y de la mujer, así como en las alusiones directas o indirectas a la homosexualidad.

Entre otras, hay dos cuestiones de sumo interés; por un lado, la inclusión o alusión a palabras tales como “Perón” o “peronismo” durante el cine de los años ’60; por otro, los usos y semánticas de la palabra “desaparecido” en títulos como Piedra libre (Torre Nilsson, 1975), Los años infames (Alejandro Doria, 1974), La muerte de Sebastián Arache y su pobre entierro (Nicolás Sarquís, 1972-1977), y El acto en cuestión (1993) donde su director Alejandro Agresti juega con su sentido a partir de un mago (Carlos Roffé) “que hace desaparecer cosas y personas, diciendo con desparpajo: ‘A todos nos gustaría hacer desaparecer algo’”.

Con el recupero de la democracia, Varea distingue la verborragia de la que se cubrieron muchas películas, las más de las veces entorpecidas por subrayados y un costumbrismo que siguió presente. Es notable la apreciación de Esperando la carroza (Alejandro Doria, 1985), merced a los gritos que la atraviesan y el rescate de las críticas de la época, como la de Claudio España en La Nación: “El espectáculo es fuerte y altisonante, nadie baja su discurso de una altura tímbrica que exaspera y llega al grito”.

A partir del cine de Martín Rejtman y el surgir de una nueva generación de directoras y directores como Lucrecia Martel, Israel Adrián Caetano, Albertina Carri, José Celestino Campusano, Mariano Llinás, entre muchos más, Varea distingue una “red de voces”, cuya etapa “aún permanece abierta”, donde “se observan ciertas novedades narrativas y estéticas que provocan o admiten chispazos en el idioma”. En lo relativo al lenguaje inclusivo –cuyo interés será menester atender en el cine por venir– el autor señala que “hasta el momento, ha tocado solo en forma lateral al cine argentino”.

El cine como eco permite una aproximación valiosa a la historia del cine argentino así como a su revisión, además de situarse en un lugar de análisis que pasará a ser de referencia para todo estudio posterior. Como dice en su epílogo el autor: “Entre alteraciones y paradojas, nuestra lengua sigue su curso, siendo parte ineludible de nuestras vidas”. Lo mismo se puede decir del cine.