Después de una larga década, la esquina del Infinito volvió a dibujarse en el sur porteño. Fue el tiempo que tuvo que pasar para terminar con un destino nómade. El cruce entre las avenidas Caseros y Colonia, en el centro de Parque Patricios, parecía desenganchado de la tierra en una noche sin estrellas ni horizonte. Pibes y pibas rebotaban de un lado a otro entre gritos, latas de cerveza, malabares, canciones contra la policía, bidones de fernet, saltos, petardos, fotos, vinos, fuegos artificiales y banderas. Un pequeño carnaval que cancelaba el tránsito, calentaba la atmósfera y anunciaba lo que hasta hace poco parecía imposible: La Renga volvía a la capital federal.

Los faroles que flanquean Colonia se hacían cada vez más difusos bajo el humo de las parrillas, y el descenso hasta la cancha de Huracán se aceleraba con la noche y el viento que se arremolinaba. Cuarenta mil personas se sumergían una vez más en esa fiesta tribal de cuerpos infinitos saltando y cantando al unísono. Una fiesta que la banda de Mataderos se encargó de fogonear con una lista de temas que tuvo como vértices su trilogía fundamental: Despedazado por mil partes, La Renga y La esquina del Infinito.

“Después de tantas idas y vueltas, queremos agradecer a todos los que estuvieron apoyándonos. Por favor les pedimos que se bajen de los alambrados, no queremos que haya lastimados. Hay lugar para todos, así nos dijeron y quiero creer que es así. Y no quiero que mañana nos vengan a romper las pelotas… ¡acá estamos!”

Poco más que eso dijo Chizzo Nápoli durante un show de casi dos horas y media en el que la banda dejó que hablaran las canciones. El bajista Tete Iglesias desplegó toda su energía corriendo como un poseso por los desfiladeros que salían desde el escenario y el doble bombo del Tanque Iglesias golpeó una y otra vez cada estómago, a la par de imágenes ruteras y psicodélicas que acompañaban desde las cuatro pantallas gigantes.

La primera parada de este viaje de vuelta de La Renga a la ciudad de Buenos Aires –que ya agotó cuatro estadios y planea sumar otros dos– estuvo plagada de viejos éxitos, solos enfurecidos y rugidos atávicos, y encontró su primer cierre con El final es en donde partí. La banda, que se completa con el safoxonista y armonicista Manu Varela y la sección de vientos de Las Cucarachas de Once, volvió para despedirse en una noche que no resignó adrenalina para ser pacífica y que silenció una larga lista de acusaciones hacia el rock argentino. La ráfaga final fue sin concesiones: Ser yo, Reíte y El viento que todo empuja prepararon la despedida para que La Renga se vaya, una vez más en esta capital federal, Hablando de la libertad.