En la génesis del cine argentino, el tango se presenta como lo opuesto a la homosexualidad masculina. En efecto, en “Los tres berretines” (Susini, 1933), considerada la segunda película sonora, la trilogía de caprichos e ilusiones paradigmáticas argentas a los que alude el título son el tango, el fútbol y el cine. Según la hipótesis subyacente del film, mientras que el mundo del tango y el fútbol es monopolio de los machirulos, el universo del cine es el espacio propicio para el esparcimiento de las mujeres y de las maricas. Vinculado al mundo del celuloide, después de ver una película, aparece el primer personaje gay de la ficción de la pantalla local: la marica Pocholo (Hómero Cárpena).

Lo que “Los tres berretines” parece obviar es que “Tango” (Moglia Barth, 1933) estrenada una semana antes, habilitaba el travestismo -y subrepticiamente el lesbianismo- de la mano de la artista Azucena Maizani. En el epílogo “La Gaucha Nata” vestida con atuendos de varón cantaba nada menos que “Milonga del ‘900”: “Me gusta lo desparejo / Y no voy por la vereda; … La quise porque/ y por eso ando penando”.

El ejemplo da cuenta de que, por más que tradicionalmente el tango quiso presentarse en el cine como una cosa de guapos y de machos y como uno de los lugares icónicos de construcción de la masculinidad argentina no pudo evitar que en ese espacio -como en la vida- se filtraran otras formas de amor y de deseo diferentes a las impuestas por el patricarcado y la heteronormatividad.

Eso queda claro en otra película pionera que versa sobre el ritmo icónico de la argentinidad: “Los muchachos de antes no usaban gomina” (Romero, 1937). En ella, un joven de buena posición social, Alberto Rosales (Santiago Arrieta) frecuenta milongas y cabarets donde se toca esa “música prohibida” y se enamora de la rubia Mireya (Mecha Ortiz). Sin embargo, tal como repetidamente ha señalado Ricardo Manetti el vínculo afectivo más importante en la existencia de Alberto Rosales es su compañero de parrandas y amigo inseparable a quien no se le conoce mujer: el “Pocho” Ponce (Florencio Parravicini). Es con “Pocho” con quien Alberto elije envejecer y a quien apela nostálgicamente evocando su juventud al ritmo de “Tiempos viejos”: “Te acordás hermano, que tiempos aquellos. Eran otros hombres/ más hombres los nuestros”…

En el camino

Entre tantos aciertos, “Empieza el baile”, la sensible y poética película de Marina Seresesky, tiene el mérito y la virtud de presentar al primer personaje varón y tanguero de la cinematografía argentina que declara -con un tango, claro- el amor a un bailarín de tango.

Bellamente rodada en las rutas que van desde Buenos Aires a Mendoza, el segundo largometraje de Seresesky, premiado por el público como Mejor Película en la 26° Edición del Festival de Málaga, cuenta muchas cosas: es una road movie sobre la amistad, sobre el exilio, sobre los secretos juveniles, sobre las cosas que hay que hacer antes de morir, sobre los sueños de la vejez. Pero, también narra la historia de amor entre quienes supieron ser en su juventud una famosa pareja de bailarines y amantes fogosos, Carlos (Darío Grandinetti) y Marga (Mercedes Morán). Y Pichuquito -un extraordinario Jorge Marrale, cuya interpretación mereció el Premio al Mejor Actor de Reparto en el mencionado Festival- el amigo inseparable enamorado de Carlos.

Con su interpretación de Pichuquito, Jorge Marrale hace historia en los anales de la cinematografía argentina al hacer ingresar explícitamente a las diversidades sexuales a un ámbito relegado a los supuestos machos y uno de los últimos refugios de la virilidad hegemónica. Con ese gesto redime a la marica Pocholo, dice lo que Santiago Arrieta le hubiera querido decir al “Pocho Ponce”, canta las cuarenta a la que no se atrevieron los guapos de los relatos y los poemas de Jorge Luis Borges -Juan Almaza y Juan Almada, Jacinto Chiclana, entre otros- o el Ecuménico López de “Un guapo del ‘900- de Samuel Eichelbaum en la versión de Torres Nilson.

Y, como si fuera poco, también despeja el velo de las relaciones intensas entre varones de las milongas disfrazadas de amistad o encubiertas en fálicas disputas a cuchillo para demostrar quien penetra el cuerpo del otro bajo la luz de luna (“Tango que he visto bailar/ Contra un ocaso amarillo / Por quienes eran capaces/ De otro baile, el del cuchillo) y reivindica a cantantes de tangos orgullosamente gays como el rosarino Amour Naya. Así, gracias a Pichuquito, el más sensual ritmo del Río de la Plata, vuelve a sus orígenes prostibularios de bailes entre varones previos a la cópula y hace letras de Carlos Bahr tales como “Pecado” (“Yo no sé si este amor es pecado que tiene castigo,/ si es faltar a las leyes honradas del hombre y de Dios…”,) o “Prohibido” (“El deseo nos junta / y el honor nos separa) cobren otros sentidos. 

"Empieza el baile" (Marina Seresesky) con Darío Grandinetti, Mercedes Morán y Jorge Marrale  estrena hoy en cines