Cuando Bigotito se paseaba por la capital Federal se notaba en su modo de andar y en todo su porte una arrogancia natural que lo definía como un ser bien pagado de sí mismo, orgulloso de su talento y éxito, sin duda notables y merecidos. Sabía llevar con elegancia el sombrero Pork de fino fieltro y el abrigo de capa suelta. Los menores gestos denotaban su alcurnia y abolengo bien heredados y mejor ejercidos. Le encantaba pasear por la calle Florida y mostrarse ufano y brillante luciendo jactancioso el gozo y disfrute de la existencia. Ello cuando Florida era realmente tal y no se veían comercios cerrados ni el conjunto de deshilachados “arbolitos” con sus arengas de barrabravas ofertando dólares, euros y reales a pertinente cambio. La pomposa caminata lo llevaba a la tradicional confitería Richmond, hoy muerta, donde los mozos lo saludaban con esmerada reverencia. Allí se reunía con periodistas, colegas, amigos y jóvenes admiradores. Tenía sus cosas, claro, pero con celosa reserva. Por lo general se quedaba unas semanas, a veces sólo días, y luego retornaba a sus montañas en busca del sano oxígeno mental. Hacía gala de su mundo resplandeciente en las pocas y elegidas reuniones de íntimos que lo mantenían al tanto de los acontecimientos culturales. Literariamente, solapado, sobre la patria se cernía un cielo negro muy aplastante, ya vislumbrado desde los bombardeos del año ’55 y los fusilamientos del ’56, pero a pesar de ello el país seguía en pie, existía. Estábamos en los iniciales ’70 y algunos de nosotros habíamos podido publicar nuestros primeros libros. La incipiente Corregidor convocaba a Soriano, Asís, Martini Real, Shóo, Conti, Blas Matamoro y muchos más, con intenciones de quebrar la hegemonía del mercado de las empresas clásicas que, por derecho y capacidad, dominaban las mesas de privilegio en las librerías importantes. En esa casa editora de Manuel Pampín, se respiraba libertad y optimismo. Héctor quiso festejar la amistad en su departamento de Alvear y convocó a sus amigos. Entre ellos estábamos Marta Lynch, Félix Luna, Manuel Quiñoy, Villordo, Denevi, Alicia Jurado, Puig... Y cae Bigotito, atrasado, reclamando perchero para su abrigo y sombrerito. En el saludo se notaba que nos miraba como si estuviera en la cima de los Andes. No lo disimulaba. Para halagarlo, como me había hecho jurar Héctor, le manifesté mi admiración, sinceramente. Soberbio y muy suelto me respondió que había leído mi libro y que yo abusaba de mucho lunfardo, mucha mala palabra, nene, no podría escribir como vos, y me palmeó para que tomara a chanza sus desbordes; pero no dejé de aclararle que yo sí, que ambicionaba escribir como él. Puso cara de sorpresa y por unos segundos abandonó su sonrisa afectada. Luego, todos pasamos a la política y Marta también fue sacudida por él, tuvo que justificar su acompañamiento en el vuelo del retorno de Perón. Yo intenté charlar de literatura para limar asperezas, pero Bigotito insistía con la política. Norma me estiraba del brazo para calmarme. Así que, como si no hubiese tenido recelo con él, comenté muy bien su último libro que, insisto, de verdad me había gustado mucho. Villordo, que siempre había sido buen compañero de todo el mundo y se caracterizaba por ser la persona más componedora para ayudar a los amigos, actuó como tal y se despachó en un largo espiche sobre la nueva literatura que se vendría en la nueva Argentina, siempre enquilombada. Estábamos en eso, cuando llaman por teléfono. Era el jefe de redacción que se justificaba diciendo que los últimos movimientos políticos habían obligado el cambio de la primera plana del diario y que llegaría algo atrasado. Héctor colgó y yo le insinué que hablara de su libro y no divagáramos en cosas que nos dividían. Entonces apuntó que su novela era “el grito estéril de un representante de la burguesía que sufre y choca con su fracaso al que debe superar, y que en esa lucha descubre las desgastadas raíces de su pasado, y ya muy tarde percibe los daños profundos de un pueblo acorralado que ansía alcanzar un futuro mejor, pero sin esperanzas”. Casi la misma historia de siempre, pienso ahora que registro esa línea. Bigotito asintió y juró que la novela de Héctor le había impactado mucho. Yo, que me había quedado con la espina por lo que me había dicho, no pude aguantarme y le señalé que lo había visto en la televisión, en el reportaje que Andrés Percivale le había preguntado sobre las nuevas generaciones de escritores, y que él, Bigotito, se había despachado con un despreocupado y, según yo, poco feliz desaire: “ah, esos pobres infelices…”. Le expresé que me había parecido ofensivo, fuera de lugar y, viniendo de él, poco elegante. Ahora, en retrospectiva, me veo tonto e inocente. El ambiente se puso tenso. Él terminó lo que estaba comiendo y lo arrastró con un sorbo de whisky; cuando iba a responder sonó el timbre. Era el distinguido periodista. Saludó con oportuna expresión. Cuando abraza a Bigotito, señala al joven que llegaba con él: “Te presento a mi sobrino”… Y Bigotito, sonriendo pícaro, sabiendo que debía cerrar la anécdota, dejó el vaso de whisky y redondeó el sketch: “Lo conozco, hace un tiempo fue sobrino mío”… Tímido, el sobrino no pudo evitar el sonrojo… Héctor rompió el clima diciendo que iba a traer más comida y bebida y, como si nada, continuamos de charla hasta muy de madrugada, cuando nos fuimos retirando sin apuro y con abrazos; sin sospechar que en unos días más se prohibirían nuestros libros... El “cielo aplastante” había dejado de ser literatura para convertirse en dura realidad…