Para el antropólogo Clifford Geertz el zoco actual es un producto de la antigua civilización musulmana, cuyos pilares eran la religión y el bazar. Equivale a lo que en Occidente sería una institución antes que un simple mercado, como una inmensa sala de reuniones donde se establecen relaciones sociales, se verifica el estado de la economía y se mide la temperatura política. Cuando el gran Bazar de Teherán -el mayor de Medio Oriente- se declaró en huelga en 1979, el destino final del sha de Persia quedó sellado. 
“Lo que usted puede encontrar en este zoco no existe en ningún otro lugar”, me dijo una vez un vendedor de puñales en Marrakech. Y el saber popular en Turquía afirma que “lo que no se encuentra en el Gran Bazar de Estambul, directamente no existe”.
El rasgo físico del zoco islámico es el laberinto de estrechez medieval con algunas callejuelas techadas. Y su norma fundamental es una flexibilidad de precios asombrosa para nuestros parámetros, que impone el regateo. El shopping occidental, que convive en ciertas ciudades de Oriente con el zoco tradicional, es una mole espejada bien señalizada para facilitar la circulación: su Meca es Miami pero es exactamente igual en China, Brasil o Qatar, no solo en aspecto sino también por sus productos y marcas.
Estos zocos planos y callejeros son la antítesis del mercado moderno globalizado, restos culturales del mundo antiguo donde reina un encantador desorden popular. En algunos perdura la ley del trueque.
Toda gran ciudad islámica tiene su bazar con negocios apretujados uno junto al otro, cubículos sobrecargados de mercaderías que cubren las paredes hasta la altura del techo. Surgieron al costado de la ruta de las caravanas en medio de desiertos y muchos derivaron en ciudad. Algunos han crecido tanto que parecen una ciudad autónoma dentro de otra.

Julián Varsavsky
Las mil y una noches en el bazar de Kashgar, China musulmana.

EL BAZAR DE KASHGAR Aterrizo en la ciudad china de Kashgar con 43 grados de calor y mucho polvo en el ambiente. El taxi se interna por el sector moderno, pero a la vuelta de una esquina retrocedo varios siglos al ingresar en el casco antiguo de puro adobe, con su bazar donde se respira la mística de la Ruta de la Seda, aquel intercambio comercial que fue el motor del cruce cultural más fascinante de la antigüedad. 
El gran bazar de Kashgar es un laberinto techado donde los haces de luz se filtran por muchos lado, sobre callejuelas por las que circulan burros, motos y personas. Los negocios son cubículos en serie -¿la verdadera competencia de mercado?- sin cartel, ya que al no haber puerta ni vidriera todas las mercancías están a la vista. Una regla fundamental es no salirse del rubro. En un sector se agrupan los negocios de velos de mujer, con una veintena de tiendas que ofrecen los mismos modelos. Allí unos señores transcurren las horas rodeados de maniquíes sin piernas, con la cara de una mujer portando un velo, acomodados contra la pared en varios niveles hasta el techo.
El vendedor de sandalias está cercado de calzados de todos colores y lo mismo ocurre con quien vende relojes, celulares, artículos de limpieza, juguetes, especias y cubrecamas de terciopelo. Cada cual encuentra su nicho y allí se instala por generaciones al estilo de los gremios medievales. 
Luego de 2500 años aún se venden en el bazar productos del tiempo dorado de la seda: té, dagas, almendras, objetos de laca, jade, cofres enchapados como para guardar un tesoro, sombreros de etnias de la región (de fieltro blanco los kirguises, bonetes bordados los uzbekos), alfombras, frutos secos para travesías por el desierto, pieles de animales y monturas para camellos. Además siguen llegando al bazar mercaderes, algunos nómadas, de los países que limitan con la provincia de Xinjiang: Kirguistán, Kazajistán, Pakistán, Afganistán, Tayikistán, Mongolia y Rusia. 
En el bazar de Kashgar hay un complejísimo juego de relaciones humanas enhebrado a la perfección, fruto de milenios de sutiles reacomodamientos. El mercado cambia todo el tiempo porque esa es su naturaleza. Pero en algunos aspectos se mantiene igual. Hay productos que alcanzaron la practicidad máxima, una especie de perfección, y parecen no haber vuelto a cambiar. Como hace milenios, hoy se cocinan en el bazar los mismos pinchos de cordero a la brasa, al igual que los dulces y las hogazas de pan. También se repite desde siempre la ceremonia del té, antes y después de cada transacción. El burro continúa siendo la mejor tecnología de carga entre las callejuelas y los mismos cuchillos milenarios le abren el cuello a los corderos con eterna frialdad. 
Un vendedor se molestaría si uno no entrara en el juego del tira y afloja, aceptando sin vueltas una oferta inicial. Según Elías Canetti, “en Occidente, donde los precios son fijos, comprar carece de todo arte”. En Kashgar, en cambio, el acto elemental del comercio implica un juego de estrategia y seducción en el que cada contendiente ocultará con celo el límite hasta donde está dispuesto a ceder sin que fracase la transacción.
Un hombre pasa al trotecito con una alfombra de cinco metros de ancho enrollada sobre el hombro, mientras otro desenrolla una más pequeña y se postra sobre ella a orar contra la pared. En el sector de carniceros un fortachón descuartiza un cordero despellejado a brutos hachazos. Y en una parte marginal del bazar, ya sin techo, una señora sentada sobre una alfombra vende un escuerzo enorme con una papada verde que late como un corazón, mientras en una palangana un centenar de alacranes se pisotean.
A unos metros se acumulan montones de zapatos segunda mano sobre pedazos de nylon. Un hombre vende CD usados que exhibe en el suelo, rayados y llenos de polvo, sin siquiera un sobrecito. De repente se levanta un ardiente viento con densa polvareda pero nadie se inmuta. A mis pies una señora vende una víbora vivita y coleando. 

Julián Varsavsky
Un simple negocio de artesanías es puro lujo en el zoco Waqif de la capital de Qatar.

MERCADO QATARÍ Doha, capital de Qatar, es una ciudad-oasis de puro asfalto y concreto en pleno desierto. Desde el mar, su línea costera de edificios espejados se ve como un haz de tubos de órgano gigantes, inexplicablemente construidos sobre una planicie dorada. Pero lo único en este país al estilo occidental es la arquitectura corporativa. A nuestros ojos los qataríes se visten todos igual: las calles son un ajedrez viviente donde las piezas blancas son los hombres y las negras las mujeres, algunas con velo total. 
En el sector de ropa femenina del zoco Waqif, decenas de tiendas en sucesión venden un único tipo de prenda: largos vestidos negros con el mismo corte que se distinguen entre sí por sutiles líneas bordadas a la altura del pecho. Esta uniformidad anula casi toda ostentación, un mandato del Corán. En el estacionamiento del zoco descubro por dónde se les escapa la inmodestia: automóviles de sumo lujo donde hace pocos siglos estarían los camellos.
Entre los zocos de Doha, el Waqif sería el de ramos generales. No es tan antiguo ni grande como otros del mundo musulmán y tiene su propio perfil: como se había modernizado mucho, se le eliminaron las construcciones modernas y lo restauraron “a viejo” en 2006 con buen criterio, devolviéndole sus originales paredes recubiertas con adobe. 
Al caminar por sus tranquilos pasillos uno se desorienta viendo todo tan ordenadito y limpio, con cajeros automáticos y una sucursal de Dunkin Donuts. Hay una amplia peatonal con ambiente cool y restaurantes con nombres como Déjà Vu, Zensu, The Gourmet y Gelateria La Dolce Vita. Pero no me dejo llevar por falsos purismos: un zoco, en tanto expresión de una cultura, está en mutación permanente y este refleja muy bien al Qatar de hoy. 
En una esquina un negocio vende solo collares de cuentas con incontables motivos. Otro, nada más que remeras –Popeye, Hello Kitty, el logo de Ferrari– y el de más allá rebosa de dátiles de Arabia, mieles de Yemen, monturas para camello y especias del sur de Asia. Los más coloridos: aquellos donde el único producto son rollos de casimir pashmina 100% handmade, y aquel con alfombras que parecen encerrar el secreto del vuelo sin motor.

ZOCO AMURALLADO Del millón de habitantes en la ciudad marroquí de Fez, el 25 por ciento vive en El Bali (La Vieja), es decir, en la medina amurallada donde se fundó la ciudad en el año 192 de la Hégira (808 d.C.). La ciudad intramuros es un gran zoco habitado al que se ingresa por tres majestuosos arcos islámicos: atravesarlos equivale a un “ábrete sésamo”. Afuera reina una modernidad algo gris y vetusta pero adentro se respira un ambiente similar al que acaso hubo aquí hace 500 años.
Los autos apenas se internan unos metros en la medina: las callejuelas se angostan impidiéndoles seguir. Los fletes llegan hasta ese límite y traspasan la mercadería a un burro o a una persona que la lleva sobre los hombros o en carrito. En general ingresan materia prima y comida. En el sentido contrario salen productos manufacturados.
El azar me conduce a la plaza Seffarine, sin árboles, banquitos ni decoración, donde el señor Abdul martilla una sartén de cobre sentado en el suelo. En un español autodidacta me dice que estoy en el zoco de forjadores del metal. “En la casa de enfrente nací hace 60 años y en el fondo están enterradas varias generaciones de mis antepasados artesanos del metal. Hoy mi hermano trabaja la plata y otro hace joyas de oro”, agrega Abdul en medio del clang clang.
El tamaño promedio de las tiendas es 4x4 metros y alguien se tomó el trabajo de contarlas: 10.539. Todos los productos están a la vista y al alcance de la mano. A veces es tan pequeño el espacio que solo cabe el vendedor: el cliente compra desde la calle. El empleado ocupa el centro de la escena rodeado de productos que se acumulan en el piso y trepan las paredes. Un vendedor de calzado tradicional se pasa sus días rodeado de puntiagudos zapatos. En el zoco de los alimentos un hombre sentado en un banquito transcurre, acaso su vida entera, rodeado por siete baldes con caracoles vivos. Y sólo interrumpe su espera cinco veces al día para orar mirando a La Meca.