El mundo deviene un lugar hostil para una joven que no consigue escapar de la estricta vigilancia de su madre. Una nena se pregunta si un niño que murió por un ataque de asma estará en el cielo, en el infierno, o vagando por el mundo. “Los muertos nunca se van”, le dice su nana ayorea, que heredó el gusto por masticar piojos como lo hacían sus antepasados nómadas. Una estudiante no puede leer, ni escribir y apenas consigue salir de la cama: “Me detuve frente al espejo para recordar por última vez que la realidad es el reflejo del cristal y no lo otro, lo que se esconde detrás. Esto soy yo, me dije, todavía de este lado de las cosas, afinando los sentidos, invadida por la sensación inminente de algo que ya había vivido muchas veces”, plantea una joven que estudia en la Universidad de Cornell (Estados Unidos). “A veces hablo con gente del espacio”, dice un chico. El maltrato y el desprecio explotan en un diminutivo: “con seguridad el peoncito sufría algún tipo de delirio”. Un viaje a Marte para huir de una relación de pareja se convierte en una misión suicida, cuando ella se entera que su ex va a tener un hijo con otra mujer. En los cuentos de Nuestro mundo muerto (Eterna Cadencia) -libro preseleccionado para participar del IV Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez-, Liliana Colanzi experimenta con una escritura que parece poseída por una extraña vibración, originada del mestizaje excepcional entre lo fantástico, el realismo y la ciencia ficción. La escritora boliviana, con una precisión encomiable, logra disolver los géneros en esa mezcla que le permite explorar las tensiones entre la idiosincrasia indígena y la vida moderna, presuntamente racional, y urbana.

   La dulzura en la expresión de Colanzi, que forma parte del listado de escritores de Bogotá 39/2017 y vive en Ithaca (Nueva York, Estados Unidos) desde 2009, produce la impresión de que de un mismo tono emergen los matices del asombro y la insaciable curiosidad de la niña que fue. “Es una sorpresa estar en ese listado, no me lo esperaba. La verdad es que estaba con la cabeza en otra, leyendo, haciendo otras cosas”, dice la escritora boliviana en la entrevista con PáginaI12.

–¿Por qué los cuentos Nuestro mundo muerto se mueven más en el plano del “realismo”, aunque tengan una atmósfera fantástica o de ciencia ficción?

–Me interesaba que los cuentos se jugaran en esa frontera entre lo real y lo fantástico, que no tuvieran una lectura demasiado rígida. Que por un lado pudieran leerse como fenómenos sobrenaturales o que fuera la manera en que los personajes perciben la realidad. Para mí era una manera de experimentar con lo real, en el sentido en que no creo en lo real como una estructura que compartimos todos, como algo que está dado, sino que tiene que ver con la percepción y con cómo nos acercamos a lo real. Nuestra realidad está mediada por los sentidos, pero qué pasa cuando por alguna u otra razón esos sentidos se distorsionan y estallan. Pienso en un paranoico, por ejemplo, que de pronto puede empezar a hilar y a leer muchísimos mensajes donde para otra persona no hay nada. El primer cuento que escribí de este libro es “El Ojo”, al principio un cuento escrito en clave realista, pero me di cuenta de que faltaba algo que hiciera notar el desborde del personaje, que tenía que ver con la presencia de un chico que está relacionado con lo prohibido y la religión, que era otro factor importante. Faltaba el detonante que hiciera ver el quiebre en la mente de la chica. Eso vino un par de años después, cuando introduje la presencia del Ojo. Este elemento me dio la pista sobre cómo iban a ser los otros cuentos. Me interesa que los cuentos se jueguen en esa indeterminación, en esa vacilación entre lo real y lo fantástico.

–¿Cómo explica la presencia de la imaginería del mundo indígena boliviano en la mayoría de los cuentos?

–Bolivia es un país que tiene muchísimas culturas indígenas y lo que me interesa es de qué manera se superponen estas distintas cosmovisiones, cómo conviven las tradiciones indígenas y la idea del progreso de una manera yuxtapuesta, abigarrada, casi oximorónica, con una suerte de formas de producción que están luchando entre sí. Desde gente que está trabajando con un arado hasta la industria de la zafra, que ahora está automatizada. Lo mismo pasa con toda la cosmovisión indígena con la que crecemos, que hasta hace poco había estado muy subsumida y no formaba parte de la historia oficial porque estaba relegada al territorio del atraso y la superstición. En estas historias hay una fuerza simbólica y poética enorme y un acceso a otra forma de ver el mundo de la que también me nutro. Lo mismo con las palabras; hay un montón de palabras que vienen de lenguas indígenas y que me interesan porque las considero como fantasmas que emergen en la lengua.

–¿Algún ejemplo de este tipo de palabras fantasmas?

–Taitetú, que es un chancho salvaje, un chancho de monte. Yo no sé de dónde viene esa palabra. Está la chulupaca, que es un insecto gigante y espantoso, que tampoco sé de donde viene. Estas palabras me llaman la atención por la potencia poética que tienen y por el grado de familiarización que provocan.

–¿”Q’encha” también sería una palabra fantasma?

–No. Viene del mundo andino y significa la mala suerte. Es alguien que tiene una estrella mala, que está perseguido por la mala fortuna. El tema de la mala suerte está muy presente en el libro porque aunque no es algo que lo planifiqué después creo haber notado que muchos personajes se sienten perseguidos por una fuerza superior, maligna o religiosa, de la que están huyendo. 

–¿Qué “dicen” estas palabras fantasmas hoy?

–Estas palabras vienen a incomodar a los vivos hasta que no se les dé el entierro que merecen. Esto habla de la deuda inmensa que tenemos con todas las culturas indígenas, que tienen una historia de explotación y de esclavitud, cuyas historias no han sido contadas y permanecen en el terrible olvido y solamente nos quedan algunas palabras salpicando el lenguaje aquí y allá. Hay poca gente que conoce la Batalla de Kuruyuki, que fue una masacre inmensa de indígenas, que para el mundo guaraní es un momento histórico importantísimo. Pero que en las ciudades de Bolivia no se conoce; le preguntas a alguien qué saben de la batalla de Kuruyuki y te dicen que nunca en la vida la han escuchado nombrar.

–Otro aspecto que se reitera en la mayoría de los cuentos es algún personaje que es sometido o explotado, ¿no?

–Si, se fueron colando en los cuentos vestigios de un tipo de relación que nuestra herencia colonial genera hasta el día de hoy, como la presencia de nanas indígenas. O en “Meteorito” la relación del patrón con su empleado adolescente. Me interesaba mostrar cómo hay una colonización a la inversa de todo esto que está reprimido o negado, a lo que no se le da su lugar. Por ejemplo, las historias de la nana indígena, que son las que están formando a la niña del cuento, mucho más que las historias de la madre, ¿no? Ella se está criando con esta cosmovisión de la que probablemente más adelante reniegue y que es una educación con la que su madre no está de acuerdo. En “Chaco”, el chico que mata a un indio mataco empieza a escuchar la voz del muerto en su cabeza, que es una forma de colonización a la inversa. La voz de ese fantasma está hablando de ese pueblo que ha sido echado de su lugar de origen. Hay un espacio de resistencia pequeño que me interesaba explorar porque ahí se cifra algo. No sé si la palabra correcta sea colonizar; pero en “Meteorito” el empleado camba va creciendo mucho en el inconsciente del patrón porque le está atribuyendo poderes sobrehumanos que tienen que ver con el desconocimiento total del otro. De pronto se crea ahí un miedo porque esta persona es considerada la otredad. Me parece terrible que en la Amazonía haya muchísimas culturas y lenguas indígenas, pero en la ciudad no hablemos ninguna de ellas. Lo que me parece mal es que nos hayamos criado caprichosamente monolingües en un país en donde hay 36 lenguas reconocidas por el Estado.

–¿Cuál es el primer recuerdo que tiene de alguna historia que le hayan contado que le hizo abrir los ojos hacia la diversidad del mundo indígena?

–La idea del diablo, que está presente en el libro, me interesa porque en algunos casos es una idea muy cristiana. En el cuento “Alfredito” aparece el diablo desde otro lado: un diablo popular indígena que está relacionado con lo malo, pero también abre las puertas a otras cosas, un diablo mágico que te puede otorgar otro tipo de poder y que es mucho más inestable.  En “El Ojo” es un diablo más cristiano; pero en “Alfredito” es una figura más inestable con la que se convive en el campo. Yo pasé muchas temporadas en el campo porque mi padre trabajaba en la industria maderera y nos llevaba a mi madre, a mí y a mis hermanos. Esta idea del diablo estaba muy presente desde temprano para mí. O ideas mágicas como que el río embaraza a las mujeres. Que el arcoíris también te puede embarazar y das a luz serpientes. Este tipo de historias con las que se convive tienen mucho poder. 

–¿Su padre sigue trabajando en la industria maderera?

–Ahora poco porque es una industria que ha ido decayendo en los últimos años. Él es un inmigrante italiano que llegó a Bolivia a los 17 años, que tuvo una vida muy aventurera: estuvo en la frontera con Brasil, trabajando de fotógrafo. Después creó su propio álbum de figuritas con el tema espacial y salía vestido de astronauta para venderlo. A él siempre le gustó mucho el contacto con la selva. 

–¿Tener un padre aventurero y un tanto “excéntrico” la llevó a la escritura?

–No creo que haya venido la escritura por ahí. Ha sido otra disposición mucho más solitaria, que me impulsaba a leer cuando todos los otros niños estaban jugando y que no sé de dónde viene. Mis recuerdos más tempranos son siempre leyendo, pese a que en mi casa no había nadie que leyera ni conocía a otros personas que les interesara la lectura. Ni siquiera conocía a otras familias que tuvieran bibliotecas en sus casas. La verdad que es un misterio de dónde vino mi inclinación hacia la escritura. 

–¿Había libros en su casa?

–Sí, pero nada que pudiera considerarse literatura “seria”. Había una enciclopedia paranormal, libros sobre cómo los alienígenas transmitieron conocimientos a los Incas para hacer avanzar su civilización. Mi mamá me compraba todos los libros que le pedía y mi experiencia de lectura fue muy caótica.

–¿Por qué prefiere el género cuento?

–Las novelas siempre se quedaron a medio camino porque no podía mantener la intensidad que necesito para escribir un cuento. De pronto perdía el interés con la novela porque no podía soportar las transiciones hacia otra cosa. No sé si es más difícil crear un mundo a partir de cero en cada cuento, que es bastante trabajoso y lleva muchos meses, o crear todo un mundo que pueda sostenerse a lo largo de más de cien páginas. No sé por qué uno escribe lo que escribe. Para mí es un misterio por qué puedo trabajar más con el cuento que con la novela.

–En Nuestro mundo muerto  hay un tributo a Jaime Saenz. ¿Qué otras influencias de escritores cree que se explicitan en el libro?

–Jaime Saenz tiene un poemario que es extraordinario, que se llama La noche, que es una búsqueda espiritual a través de la vía del alcohol. Es un libro luminoso y oscurísimo a la vez; esta paradoja en él me interesa. Es un poeta con una intensidad que me impresiona muchísimo. Pero otros autores que están presentes, que los tenía flotando mientras escribía, son (João) Guimarães Rosa, también Philip K. Dick -porque toda su obra la construye en relación a la paranoia, a la desintegración de la mente, y en mis cuentos hay mucho de eso, de la manera en que la mente se está desintegrando- y Fogwill, que estuvo al comienzo de la escritura de este libro porque “Help a él” fue un cuento que me ayudó a entender cómo encarar los cuentos de este libro. También Sara Gallardo, una autora que leí casi al final de la escritura del libro, pero que me deslumbró también. Y Flannery O’Connor, sin duda, con esos personajes muy religiosos que están en contacto con una religiosidad siempre a punto de estallar. 

–¿Cómo está viviendo la hostilidad de Donald Trump hacia los inmigrantes?

–He tenido muchísima incertidumbre con el tema de la visa de trabajo. Es un momento muy complicado para las minorías, los migrantes, para la comunidad homosexual y trans, para las mujeres. Es un período muy extraño, impredecible, al que no me termino de acostumbrar y no sé qué esperar.