Es sabido que durante la Guerra Civil que la desangró, España tuvo una cuantiosa reserva militante en Argentina que retornó a la península para ofrendar la vida en la contienda. Aunque no faltaron los moros admiradores de la falange y el régimen del Generalísimo, fue particularmente fecunda la partida de republicanos que marcharon enrolados bajo las filas anarquistas, socialistas y comunistas. Muchos españoles residentes en el país se sumaron a la lucha en diversos frentes de batalla y no pocos dieron su sangre o acabaron en prisiones, exiliados o puño en alto ante el pelotón de fusilamiento.

Entre ellos se destacó un vasco que había llegado con apenas quince años a la Argentina y se había radicado en Bahía Blanca. Ricardo Zabalza, escritor, pedagogo y gremialista, si es que se puede reducirse una vida apasionada y militante a unos pocos rótulos, había nacido en un pueblito de Navarra desde donde vino a probar fortuna al comienzo de la Gran Guerra. Hombre cabal de aquella generación combatiente, vivió en Bahía y en Punta Alta durante casi dos décadas, donde hizo su formación política e intelectual.

Tras pasar un tiempo trabajando como estibador en el puerto de Ingeniero White, a las puertas de la que Eduardo Mallea llamaría La Bahía de Silencio, acabó conchabándose en una casa de comercio donde conoció la explotación a que eran sometidos por entonces los “obreros del mostrador”. Jornadas agotadoras de 16 horas, sin derechos laborales de ninguna índole, alimentaron su vocación contestataria. Ávido de justicia, no tardó en ser, hacia 1917, uno de los promotores de la poderosa Asociación de Empleados de Comercio que agrupaba el movimiento obrero local. Los “mercantiles” constituían una suerte de federación de gremios en la ciudad; desde los metalúrgicos hasta los petroleros eran considerados parte del sindicato, lo cual les daba un poderío inusual en la puja por construir a la clase obrera como tal. Hombre de cierta instrucción, aunque autodidacta, con su ímpetu militante Zabalza se propuso organizar al gremio no solo en la acción sino también en espíritu con la sola arma de su verba flamígera. Inventó para ello un órgano de prensa, Evolución, totalmente escrito por él bajo infinitos nombres, cuya vasta e irregular tirada duraría hasta 1921, año en que se trasladó a Punta Alta.

En sus páginas conducirá luchas virtuales contra blancos perentorios: la Iglesia, los ricos y las patronales impiadosas fueron objeto de su airada pluma con la que desgranaba su jornal de denuncias. Afecto a las metáforas enfáticas, a veces derivadas en alegorías bíblicas, escribirá por entonces textos como El dios Ormuz, en el que, pensando las fuerzas de la historia en una puja maniquea entre el bien y el mal, llama “Dragón Rojo” a la guerra y la ve como siniestra partera de la historia. Pero ya por entonces los ecos de la revolución bolchevique se hacen sentir y conmueven su individualismo más o menos anárquico poniéndolo a prueba en la faena diaria del combate sindical. En el nº 25 de Evolución, correspondiente al 31 de julio del ’20, publica Del mundo que surge, acaso el primer texto de León Trotsky dado a conocer en Bahía Blanca, y de los primeros en el país. Prosiguiendo su fervor sovietista, en el nº 29 le dedicará dos páginas apologéticas a Lenin, recientemente fallecido, a quien llama “el Cristo Rojo del Kremlim”; las voces de la insurrección aún no habían sido despojadas del lenguaje teológico forjado por Dostoievsky. Que en Zabalza, ciertamente, admiten una base fuertemente católica: sus padres, cuya fe exacerbada discutirá hasta el instante final, le habían propinado una fuerte enseñanza eclesial de la cual trató de desembarazarse sin advertir del todo cuánto sustanciaba su voluntad transformadora e inficionaba tanto su lenguaje como su fe en la futura redención humana.

A veces firmaba sus textos con el seudónimo “Galaico”: el equívoco era claro. Vasco hasta el tuétano, y dado que en Argentina le decían “gallego” de un modo que desafiaba su orgullo euskera, Zabalza respondía a la jugarreta multiplicando su yo irrisorio bajo máscaras poco creíbles. En el uso de seudónimos, heterónimos, nombres de guerra, simples apodos, o cualquier otra forma de mistificación nominativa que la lengua nos permite para figurarnos distintos de quienes somos, hay una utopía sobre el sí mismo y sobre los otros, que Zabalza encarnó a pleno. Resulta un ademán máximo de soberanía el gesto de imponerse a uno mismo lo que habitualmente nos es dado, lo que proviene de los ancestros, la suma irreductible de la identidad recibida como un don: el nombre propio. Zabalza multiplicó esas opciones. Fue muchos. Soñó serlo. Y lo fue.

En Punta Alta, donde residió unos años, se hizo cargo de una escuela privada en la que desarrolló un proyecto de educación alternativa: sostuvo un enseñanza considerada liberal para la época, a la vez que editaba por su cuenta y riesgo un periódico en el que la denuncia de los atropellos que la burguesía local propinaba estaba a la orden del día. Algunos de sus antiguos alumnos lo recordaban con gratitud cuando décadas más tarde se le realizó un homenaje. Pero llegó un momento en que, sintiendo el aguijón de la nostalgia, volvió al terruño.

Sin embargo, retornaba a una España que era un volcán a punto de estallar; el llamado de la hora lo convocaría con su inmediatez más crasa. Las vicisitudes que precedieron a la caída de la República Española lo llevaron a asumir responsabilidades insospechadas hasta la víspera: en Jaca, donde residía su familia, no tardó en editar un periódico de prédica anticlerical que se llamó Jaca12 de Diciembre, en referencia a la intentona republicana, salvajemente reprimida, protagonizada en esa ciudad en 1930. Miembro fundador de la Liga Laica, creó también un Ateneo Popular dedicado a la instrucción de los trabajadores. Su fama se expandió rápidamente y alertó a las fuerzas oscuras que dominaban la región; no tardó en ser detenido por la Guardia Civil poco antes de la proclamación de la Segunda República. Liberado, se unió al socialismo de Largo Caballero y hacia enero de 1932 marchó a Navarra para volcarse a la cuestión sindical agraria, tema en general desatendido por el socialismo español, que bajo su influjo acabó siendo determinante. Por su talento oratorio y organizativo fue electo al frente de la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra, vinculada a la UGT. Su actividad fue febril: recorría los campos organizando a las comunidades, inaugurando los así llamados “domingos de propaganda socialista”; su verba vibrante y encendida le valió el apodo de “El Predicador”.

Habiendo encabezado el combate contra los grandes latifundios que derivó en toma de campos, sufrió el abandono de la dirigencia socialista que reculó ante la radicalidad del movimiento. El fracaso fue rotundo. Su saldo: miles de presos, sedes sindicales intervenidas y el socialismo debilitado por las fracciones internas. Finalmente, cuando se desató la huelga general del ‘34, que fue otro fracaso, cayó preso al intentar cruzar los Pirineos. Liberado a las pocas semanas, se volcó a una actividad frenética de reorganización de las sociedades campesinas que habían quedado destruidas después del alzamiento. El “bienio negro republicano” lo encontrará también escribiendo en El Obrero de la Tierra, alguno de cuyos artículos le granjeó la detención. Mientras tanto, trataba de sostener su vida familiar: se había casado y tenido dos hijos con Obdulia Bermejo Oviedo, una abnegada militante socialista que marcharía pronto al exilio.

Los acontecimientos se precipitaban; elegido por el PSOE como diputado por Badajoz a las Cortes españolas en las que resultaron mayoritarias las izquierdas, apenas pudo ejercer el cargo. El golpe estaba en el horizonte. Tras la toma del cuartel de la Montaña en Madrid de la que participó, Zabalza fue designado como responsable de armamento y encabezó un batallón de campesinos en el frente extremeño. Había pasado en apenas un quinquenio de educador, autor de artículos de propaganda, sindicalista y organizador popular, a jefe militar guerrillero. Nombrado Gobernador civil de Valencia por Largo Caballero cuando el gobierno republicano en retroceso se trasladó hacia allí, se propuso organizar cooperativas campesinas a la manera de los soviets, lineamientos que propagandizó desde la revista Colectivismo. Distanciándose cada vez más del gobierno en pleno descalabro, que le exigía morigerar sus posiciones, organizó la evacuación de militantes en Alicante, donde fue detenido e internado en el campo de concentración de Los Almendros. Tras sucesivos traslados, fue a dar en junio de 1939 a la cárcel de Portier, y en la madrugada del 24 de febrero de 1940 fue fusilado en el paredón del Cementerio del Este, en Madrid.

Desde su cautiverio escribirá cartas serenas y esperanzadas. A sus viejos compañeros de lucha en Bahía Blanca les dirá: “Dejé todas mis actividades para correr al frente donde he estado luchando durante dos meses”. “He organizado tres batallones y varias veces he tenido que batirme al lado de mis compañeros de líneas de fuego”. “Me han fusilado un hermano; otros han huido en la emigración; mis padres y hermanos entre los facciosos. No importa, por encima de todo está la causa socialista y a ella estoy entregado como vosotros de todo corazón”. Entre batalla y batalla escribía obras de teatro que eran representadas en el club Villa Mitre en solidaridad con la República. Una de ellas llevó por título Soñadores. “Aquí estamos, entregados a la formidable tarea de aplastar la vieja España y edificar la gran España Socialista con que soñamos”, dirá desde el presidio. A sus padres, que habían sido partidarios de Franco, les escribirá, ya con un pie en el patíbulo: “Cuando leáis estas líneas ya no seré más que un recuerdo. Hombres que se dicen cristianos lo han querido así... Vosotros no os explicareis cómo un hombre que ningún crimen cometió y sobre el que no existe tampoco acusación de hecho vergonzoso alguno, puede sufrir la muerte que me espera”. Tragedia pura.