En su apogeo, la productora Metro-Goldwyn-Mayer se vanagloriaba de tener “más estrellas que el cielo”. Y ahora pareciera que el cineasta estadounidense Wes Anderson sigue por el mismo camino: Tilda Swinton, Adrien Brody, Tom Hanks, Scarlett Johansson, Margot Robbie, Steve Carell, Jason Schwartzman, Edward Norton, Jeff Goldblum y Byran Cranston son solo algunos de los actores y actrices que el director de Gran Hotel Budapest convocó para su nueva fantasía, titulada Asteroid City, que este martes provocó tal embotellamiento de caras famosas la alfombra roja del Festival de Cannes que hubiera sido necesario un semáforo para ordenar el tránsito.

No es la primera vez que Anderson trae a todos sus amigos a pasear por la Croisette. En 2012, debutó en la competencia oficial con Moonrise Kingdon, su incursión en el mundo de los boy scouts. En 2021, volvió a Cannes con La crónica francesa, donde trataba con afecto y humor el mundo del periodismo de antaño. Y ahora regresa al concurso por la Palma de Oro con otra incursión por sus mundos “vintage”: Asteroid City está ambientada en 1955 y juega con dos realidades paralelas, a cuál más artificiosa.

En un blanco y negro con pantalla cuadrada, el director se asoma a un estudio radial donde se está preparando una obra titulada precisamente “Asteroid City”, que será la que se verá en colores y pantalla ancha. Y qué colores. Como siempre en Anderson, el diseño de producción parece siempre el primer motor de su cine, como si no pudiera concebir una película si antes no imagina la caja de bombones que la va a contener.

Según la ficción dentro de la ficción, a ese pueblo perdido en medio del desierto texano (completamente reconstruido en estudio, con un sol que no parece apagarse ni siquiera de noche) llegan simultáneamente varios padres y madres que acompañan a sus brillantes hijos –etiquetados como “brainiacs”- a participar de un concurso de ciencias organizado por la autoridad local (Steve Carell), aprovechando que en esa inmensidad abrasadora hay un laboratorio gubernamental encargado de hacer pruebas atómicas y de estudiar un meteorito caído hace años y que dejó un cráter que funciona como atractivo turístico no sólo para los locales, sino también para los extraterrestres.

Como todas las películas de Wes Anderson, Asteroid City está pensada esencialmente para el ojo, pero se diría que hace rato desapareció el cineasta de Los excéntricos Tenembaum (2001), La vida acuática (2004) o Viaje a Darjeeling (2007), donde además de su humor insólito había una sustancia que ahora parece reservar solamente para sus películas de animación artesanal, como Fantastic Mr.Fox (2009) o Isla de perros (2018). En sus comedias con actores, Anderson descansa cada vez más en sus dispositivos escenográficos (que no por naif dejan de ser elaboradísimos), en la repetida concepción simétrica de sus planos, en el artificio por el artificio mismo. Y sufren las historias, siempre lúdicas y chispeantes, pero cada vez más fragmentarias y banales. Entre estas, cabe destacar una en particular, el circunstancial romance de un petulante fotógrafo de guerra (Jason Schwartzman, miembro permanente de la troupe Anderson) y una estrella de Hollywood, encarnada por Scarlett Johansson con una peluca oscura, como si fuera Liz Taylor ensayando sus escenas de Un gato sobre el tejado caliente, de Tennessee Williams. De hecho, son los dos intérpretes que tienen mayor oportunidad de lucimiento porque alcanzan a ser personajes, cuando muchos de los demás famosos se conforman con jugar a ser figurantes.

Se diría que en las antípodas del cine de Wes Anderson está el de Marco Bellocchio, un cineasta que nunca descuidó las formas, pero que siempre las asoció a un fuerte contenido político, en muchos casos decididamente anticlerical, como corresponde a un italiano –hoy de 83 años- formado en el marxismo y el psicoanálisis. Figura frecuente en Cannes, dentro o fuera de la competencia (el año pasado presentó aquí fuera de concurso su extraordinaria serie Esterno notte) vuelve ahora al concurso oficial con otra gran película, Rapito (Raptado), que está a altura de algunas de sus obras mayores, como La hora de la religión (2002) y Vincere (2009).

Como ha hecho en otras ocasiones, donde apela a historias reales pero olvidadas, aquí Bellocchio narra el secuestro de un niño de 6 años de la judería de Bolonia, en 1858, a quien el inquisidor de la ciudad primero y luego el Papa se empeñan en educar bajo el catolicismo más estricto porque habría sido bautizado en secreto por su nodriza cuando era un bebé. Lo que en principio parecía que iba a ser apenas un suceso local, sin mayores consecuencias, se convirtió en piedra de escándalo nacional e incluso internacional, en un momento en el que los absolutismos –empezando por el del Papa Pio IX- estaban en crisis, empujados por las fuerzas progresistas de los nuevos republicanismos.

De buen pasar y respaldada por su comunidad, la familia del niño da una pelea sin cuartel para recuperar a su hijo, pero el Papa ve en el pequeño Edgardo (que no era el único judío abducido) la excusa para afirmarse en el poder y reforzar su mandato. "Non possumus”, alega el pontífice cuando le exigen que devuelva al niño, utilizando esa negativa cuya sola razón es apenas el dogma religioso.

Rapito.

Como es frecuente en Bellocchio, el film alterna simultáneamente un conflicto íntimo –el del niño que ama a su familia y su credo pero, juguete de sus verdugos, está dispuesto a convertirse al catolicismo como forma de supervivencia- con un drama de carácter épico, incluso operístico, reforzado por un virtuoso montaje paralelo que alterna los conciliábulos en el Vaticano con las conspiraciones en Bolonia.

Esos paralelismos también están en los sueños simétricos que Bellocchio pone magistralmente en escena, siempre con ese espíritu desacralizador que tiene su cine: mientras el Papa sueña culposo que es circuncidado, el pequeño Edgardo a su vez sueña que libera a Jesús de la cruz, clavo por clavo, para no tener que cargar con el pecado que cree llevar en su sangre. De esas complejidades –históricas, religiosas, psicoanalíticas- está hecho el cine de Bellocchio, más vital y contestatario que nunca. 

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